jueves, 18 de diciembre de 2008

Libidus

Libidus entró en su despacho y se sentó frente al escritorio. Aunque no había ninguna luz encendida, pulsó el botón y escuchó la voz metálica: “No tiene ningún mensaje en el contestador”.
Libidus se encogió un poco sobre su sillón de piel. Últimamente eran pocas las llamadas que recibía, aunque durante un tiempo no fue así. Intentó recordar aquellos días, cuando una luz intermitente le saludaba por las mañanas y Libidus se sentaba en su sillón y escuchaba, con placer, los incontables mensajes que le habían enviado durante sus horas de ausencia.
Poco a poco, los otros demonios le habían abandonado. Los días antiguos de volar junto a Umbralis habían caído en el olvido; había probado a acompañar a Egolis, pero él sólo se veía a sí mismo. Su último compañero, Temptatius… Libidus cerró los ojos y sacudió la cabeza para ahuyentar los recuerdos. En realidad, Temptatius no le había abandonado, pero su trabajo se había vuelto escaso y había decidido unirse a un grupo de rebeldes.
Libidus se recompuso. Al fin y al cabo, sus circunstancias eran diferentes. Su trabajo nunca se agotaría, pero la idea de emprenderlo solo era inconcebible, necesitaba un nuevo compañero.
Libidus se levantó de su asiento y se dirigió a la puerta, pero antes de alcanzarla se detuvo unos instantes para estudiar su aspecto en un espejo de pared. Se alisó el cabello, se colocó el nudo de la corbata y sonrió. “Estoy listo”, pensó, y moviendo las caderas salió de su despacho.
Caminó por el pasillo examinando las diferentes puertas. La mayor parte pertenecían a demonios de rango menor, y Libidus no se detenía en una segunda mirada. Una puerta algo lejana le llamó la atención. Libidus leyó el rótulo, asintió con la cabeza y la abrió.
- Hola, Avaris, ¿llego en mal momento? –le preguntó a un enorme demonio que se retorcía por el suelo. Libidus esperó a que se levantara para dirigirle una mirada anhelante.
- Puedes ver que sí –le respondió Avaris mientras se volvía de nuevo a su escritorio, ignorando su presencia. Libidus observó el despacho escandalizado: un montón de papeles se entremezclaban y amontonaban por distintos lugares, ocultando el suelo excepto en una esquina, donde se podían apreciar algunos dibujos de brillo carmesí sobre un fondo negro. En el escritorio apreció más pilas de papeles y muchas luces encendidas. Además, una alarma insistente apagaba las quejas del demonio, cuyo rostro congestionado parecía a punto de estallar.
- Si quieres puedo ayudarte –se ofreció Libidus; se apoyó en el marco de la puerta y le sonrió de la única forma que sabía y que, hasta el momento, siempre le había funcionado. Sin embargo, Avaris pareció malinterpretar sus intenciones y se dedicó a gritar y a lanzarle toda clase de improperios, a cada cual más humillante. Libidus huyó ofendido, con la cabeza erguida y los hombros caídos, cubriéndose con su capa bermellón que le protegía de las posibles miradas recriminatorias. Era inútil luchar contra los prejuicios que los demás se habían ido formando de él; se negaban a escuchar que las intenciones de sus Deseos eran concedidas por ellos mismos.
Al fondo del pasillo divisó una figura conocida y se acercó para confirmar sus sospechas. “¡Temptatius!”, exclamó con una sonrisa, pero el demonio no lo escuchó. Parecía malhumorado y se dirigía con paso enérgico hacia su despacho. Libidus decidió acompañarle.
Cuando entró en la oficina, Temptatius estaba anotando algo en un cuaderno. Después, reconoció su parpadeo y saltó sobre él justo a tiempo antes de desaparecer. Apareció abrazado a Temptatius, aunque su cuerpo y sus brazos eran tan ligeros que resultaban inadvertidos. Decidió permanecer todavía en silencio para no desconcentrar al demonio,pues se encontraban en un lugar bastante elevado y, aunque nunca lo hubiera reconocido en público, Libidus tenía miedo a las alturas.
Por fin llegaron a una especie de edificio blanco y Libidus, más relajado, desmontó de la espalda de Temptatius. Miró a su alrededor y descubrió, algo sorprendido, que Temptatius observaba a un ángel a través de él. Había olvidado retirarse la capa tras su huida, pero decidió no descubrirse todavía.
Se giró y examinó al ángel, que se entretenía despreocupadamente en una esquina. Percibió las intenciones de Temptatius y ahondó en la cabeza del ángel. “Así que ahí es donde fue a parar”, pensó con una sonrisa traviesa.
6 meses antes, mientras revisaba en su despacho los destinos de sus encargos, descubrió que un Deseo se había extraviado. Lo buscó durante semanas, pero aunque recorrió todos los lugares habitables no logró encontrarlo. Al fin, tras comprobar que todo seguía su curso normal, pensó que era mejor no preocuparse. De todas maneras, un Deseo sin más era algo inútil, requería otros poderes para tomar alguna forma.
Sonrió al descubrir la que habían otorgado al Deseo del ángel; aquello había tenido que ser trabajo de Egolis, de eso no cabía duda. Era una lástima que no estuviera presente para contemplar el resultado de su tarea.
Temptatius terminó su trabajo y pestañeó. Libidus saltó sobre su espalda, lo abrazó y ambos desaparecieron. Aterrizaron en el despacho de Temptatius y Libidus se apresuró a salir antes de apartarse la capa.
No tenía intención de volver a su despacho, al menos todavía. Caminó a lo largo del pasillo, pero una gran aglomeración frente a la puerta de Avaris le bloqueó el paso. Trató de hacerse espacio con pequeños empujones, pero los demonios, ante sus propósitos de avance, se giraban levemente hacia él y, cuando Libidus les regalaba alguna de sus codiciadas sonrisas, le devolvían el golpe; poco a poco, entre todos lo arrastraron hacia el exterior de la multitud.
Volvió sobre sus pasos y entró de nuevo en el despacho de Temptatius, que parecía acabar de recibir una buena noticia.
- Hola, Temptatius -le saludó con una sonrisa; pero Temptatius ignoró sus tentativas de entablar conversación: le saludó con un gruñido sin apartar la vista, más que unos instantes, de la pantalla del ordenador.
Libidus volvió hasta su despacho, arrastrando los pies. Cuando se encontraba prácticamente a la altura de la oficina de Avaris, hizo ademán de vestirse la capa, pero los demonios se habían dispersado.
Cuando entró en su oficina, espió de reojo su reflejo en uno de los espejos que inundaban la sala y enseguida comprendió. Se contempló durante unos minutos con mirada crítica, girando a menudo el cuello para observarse de espaldas. Su piel, antes de un bermellón reluciente, ahora estaba salpicada de pequeñas manchas rosadas; su rostro albergaba algunos pliegues alrededor de las comisuras y bajo los ojos, que le devolvían una mirada compasiva. Al menos, su cabello parecía conservar intactosu espléndido color...
Libidus se acercó más al espejo. Recogió entre sus dedos un pequeño mechón y fue liberando los cabellos poco a poco hasta retener uno solo. Lo arrancó y lo llevó a la luz. Después se arrastró hacia atrás, con aspecto asustado.
Se sentó sobre el suelo y reflexionó; decidió que era un buen momento para tomarse un descanso. Salió del despacho y cerró la puerta, pero no giró la llave. Al fin y al cabo tampoco es necesario, pensó; luego se guardó la llave en un bolsillo.
Advirtió movimientos inusuales entre los demonios. Parecían exaltados y, en muchos lugares, se podían observar pequeños grupos que discutían o escuchaban las noticias de algún mensajero. Libidus comenzó a acercarse con curiosidad a un grupo, pero sus pasos se hicieron cada vez más lentos y, al f inal, se detuvieron. Libidus descubrió horrorizado que, por primera vez, temía no ser bien recibido.

miércoles, 17 de diciembre de 2008

Umbralis

Umbralis se detuvo unos segundos en mitad del pasillo; rebuscó entre sus bolsillos laterales, en los delanteros, en los traseros y también en los interiores. Fue ahí donde encontró lo que buscaba: un papel bastante arrugado y de color antiguo, escrito con una tinta negra que ya había comenzado a perder su color.
Umbralis lo leyó y continuó su camino con resolución. Cuando llegó a su destino, encontró la puerta cerrada. Ya había comenzado la reunión. Abrió la puerta con sigilo y se ocultó en un hueco libre cerca de la entrada.
- Llegas tarde -le dijo el demonio vecino.
Umbralis lo observó con paciencia; después, con disimulo, hurgó de nuevo en sus bolsillos hasta que encontró un largo papel que parecía una detallada lista de nombres y características. No tuvo que avanzar mucho en su lectura; ya entre los primeros encontró a su compañero.
- He tenido problemas para encontrar el lugar -le explicó girándose hacia él amistosamente.
- ¿Otra vez? -se sorprendió su amigo-. No me explico cómo todavía puedes perderte después de tanto tiempo.
- Ya sabes... Mi memoria... -se disculpó brevemente.
Su compañero bajó la vista visiblemente azorado. Un silencio incómodo se interpuso entre los dos, hasta que un demonio algo canijo abrió la puerta de entrada y se colocó a su lado. Umbralis lo examinó rigurosamente, dudando durante unos momentos si lo encontraría entre los nombres de su lista. Pero no, estaba seguro; aquel demonio era nuevo en la asamblea. Sin embargo, su apariencia le evocaba tiempos perdidos; Umbralis percibió que, en algún momento o lugar, habían sido compañeros... Aunque no sabría decir a ciencia cierta de qué tipo.
Umbralis se removió ansioso en su silla, estaba deseando entablar conversación con aquel curioso personaje.
Al terminar la reunión, Umbralis le tendió su mano amigablemente, aunque sintió cierto recelo al recibir la mano del otro, y se presentó. El otro demonio no correspondió a su cortesía. Se limitó a exponer su ausencia en posteriores ocasiones.
- ¿En serio? -se limitó a contestar Umbralis algo distraído-. Es una lástima -por un momento, un recuerdo antiguo pareció resurgir desde el fondo de sus ojos-. ¿Estás seguro de que no te interesa? Las reuniones son más amenas de lo que aparentan; y, después, solemos mantener largas conversaciones sobre nuestros soberbios pasados. Aunque yo... -el recuerdo se marchitó y expiró bajo una niebla espesa-. Yo ya no recuerdo a qué me dedicaba.
Le supuso un gran trabajo pronunciar las últimas palabras. En realidad, a veces algún comentario especialmente irritante le evocaba mediante un escalofrío sus antiguas tareas, pero tan pronto como el escalofrío terminaba de recorrer su espalda, arrastraba esa sensación tras él. Algunos demonios veteranos pretendían saber quién fue, y aunque muchas veces había pretendido preguntarles, nunca recordaba su consulta cuando conversaba con ellos.
- Dime, ¿a qué te dedicas? ¿Cómo te llamas? -le preguntó recuperando el sentido de su conversación. Sin embargo, en lugar de la respuesta esperada, el demonio canijo se enfureció y de pronto pareció menos insignificante. Una chispa inquieta se removió en los ojos de Umbralis, que probó a realizar otro intento en busca de su identidad.
- Yo soy Egolis -le contestó con orgullo.
Por fin, Umbralis lo reconoció. Habían sido compañeros de trabajo, un equipo compenetrado y temido en cualquier lugar que visitaban; si bien sus ocupaciones, a simple vista, no parecían muy afines, quienes los habían sufrido reconocían a ambos como próximos. Sin embargo, no recordaba...
- Y bien, ¿a qué te dedicas? -quiso saber Umbralis. Por un momento, creyó que su voz había delatado su inquietud, pero Egolis no prestó mucha atención a su tono de voz; le bastó con comprobar su ignorancia. Comenzó a chillarle en medio de la sala, atónito por sus palabras. Umbralis trató de calmarle, todavía no había terminado de conversar con aquel soberbio demonio. Pero sólo logró estimular la furia de Egolis, que sacudió su mano apaciguadora con un golpe rudo.
Umbralis reconoció el escalofrío de su espalda. El manotazo de Egolis había sido más eficaz que una larga conversación, aunque todavía necesitaba otro pequeño zarandeo para avivar sus recuerdos latentes.
Sin embargo, un demonio amigo al que Umbralis no reconoció se interpuso entre los dos, atenuando sus pobres esperanzas. Egolis pronunció con orgullo su nombre y, tras clasificar al inmenso grupo de ignorante, salió por la puerta entre murmullos acobardados. “¡Qué insolente!”, decían algunos; otros, más precisos y acertados, afirmaban: “¡Qué engreído!”.
Al oír ese comentario, Umbralis comprendió. Muchos recuerdos volvieron a sus ojos, que se encendieron acercándose desde la distancia y pronto se convirtieron en llamas poderosas que expulsaron el oscuro vacío que antes colmaba sus cuencas.
“Egolis...”, saboreó; “sí, por supuesto...”. La inmensa alegría por recuperar sus memorias perdidas dio pronto paso a una furia ciega contra su antiguo compañero. Ni siquiera lo había reconocido.
Habían trabajado durante siglos. ¿O eran milenios? Eso no lo recordaba. Pero se acordaba bien de él, de sus eternas conversaciones sobre sí mismo, su vanidad y su falso compañerismo.
Umbralis sintió el peso de su propia impotencia al recordar cómo había llegado sin memoria, hacía 6 siglos, a la reunión de demonios. Entendió muchas sonrisas disimuladas que en aquellos momentos le habían parecido inexplicables. En realidad, Umbralis reconoció que tenía cierta gracia si lo considerabas un momento. Ironis hacía bien trabajo, nada se le podía reprochar.
No ocurría lo mismo con Egolis, sin embargo. Y ahora Umbralis recuperaría el tiempo perdido con aquel canijo arrogante.
Voló tras él como Sombra, evitando cualquier mirada curiosa. Lo alcanzó poco antes de que llegara a su despacho y, aunque hacía tiempo que no practicaba sus artes, le llevó poco tiempo envolverle en su manto invisible y extraviar sus escasas pertenencias. Lo persiguió hasta el que había sido el despacho de Egolis y se le escapó una sonrisa resignada al leer el nuevo rótulo de la entrada.
Escuchó complacido la incomprensión de Egolis sobre su nueva situación de demonio nómada y aún se alegró más cuando observó cómo llegaba hasta el despacho de Temptatius sin que éste lo percibiera. De pronto ambos desaparecieron; Umbralis los divisó con sus ojos llameantes y voló tras ellos. Llegó a tiempo para contemplar a Egolis introduciendo su cabeza entre las piernas de Temptatius y, sin poder contenerse, profirió una gran carcajada.
Cuando terminó, ambos se habían deslizado hasta un edificio cercano. Distinguió a los dos demonios en una esquina y percibió cómo Temptatius rescataba un Deseo de la cabeza de un ángel para depositarla entre sus pensamientos sencillos.
Umbralis dirigió una mirada de desprecio a los dos demonios. ¡Ingenuos!, pensó; cómo si eso fuera suficiente para derribar la integridad de un ángel. Sin embargo, consideró la situación unos instantes y, al fin, decidió ayudarles. Voló sobre el ángel, apartó a un lado el Deseo y dejó caer un pequeño manto invisible sobre los demás pensamientos.
Advirtió que los otros demonios ya habían marchado, pero resolvió no regresar al despacho de Temptatius. Egolis ya no era asunto suyo. Además, había recordado dónde se encontraba su propio despacho y debía volar pronto hacia él antes de perder otra vez la memoria de ese lugar.
Dentro le esperaba una mujer demonio. Sólo la había visto una vez en toda su existencia, pero era difícil no saber su nombre, aunque debía pronunciarse con prudencia si no se quería provocar su ira. Y su furia era la más difícil de de combatir.
- Has vuelto -le dijo con voz cantarina.
- Sí -confirmó Umbralis-. He vuelto.
- Te he esperado mucho tiempo -le recriminó la mujer. Umbralis permaneció en silencio, con los ojos ardiendo y los labios curvados en una ligera sonrisa-. Tienes mucho trabajo pendiente. Y supongo que sabrás que los ángeles se han declarado en huelga.
- Lo sé -respondió Umbralis-. Y descuida... No volveré a fracasar.
- Así lo espero -la demonio alzó los brazos y se envolvió con una inmensa y roja capa que se fundió en un humo con fragancia a rosas.
Umbralis se sentó en la butaca al frente de su escritorio. Recorrió su superficie con una mirada satisfecha y rozó con sus manos el tapete negro que lo cubría, después encendió la lámpara, que lució con insistencia y acarició los folios que reposaban a su lado. Tendría que adaptarse a los nuevos tiempos y utilizar esas máquinas que había visto en los despachos de Temptatius y de Ironis.
- Ordenadores -recordó complacido. De alguna forma, vinculó esa palabra con una idea que necesitaba escribir. Abrió los cajones, buscó en los armarios, vació estanterías. Por fin, encontró unos post-it en una papelera cercana a su despacho.
Volvió hasta su escritorio y se apresuró a escribir: “Demonio del Olvido”; después lo pegó en el interior del bolsillo superior izquierdo de su traje oscuro.
Ya está -declaró más tranquilo apoyando los pies sobre su escritorio-. Al menos de eso ya no me volveré a olvidar.

lunes, 15 de diciembre de 2008

Egolis

Egolis se alzó sobre su asiento y dirigió una mirada a su alrededor. Las antes vacías paredes se hallaban ahora cubiertas de diferentes ordenadores que le habían librado de la mayor parte de su trabajo. Su escritorio, en otro tiempo saturado de papeles y documentos, sólo albergaba una pantalla, un minúsculo teclado con 13 botones, cada uno con su propia función, y una pequeña lámpara fucsia que irradiaba luces y sombras por toda la sala.
El despacho, de grandes dimensiones, presentaba una vista despejada que no acababa de convencer a Egolis. Prefería, pensó, las antiguas montañas caóticas dispersadas por el suelo de la habitación; el aspecto actual le confería un cariz frívolo que le producía una sensación extraña que, desde hacía unos pocos meses, comenzaba a resultarle algo molesta.
Lo alarmante es que, hacía unos días, había empezado a afectar a su comportamiento. Pasaba menos tiempo en el despacho, hablaba más con otros demonios... Esa misma mañana se había sorprendido ofreciendo su ayuda a Avaris cuando organizaba su despacho y él había respondido cerrándole la puerta. Fue en ese momento cuando Egolis comprendió su error.
Sin embargo, de vuelta en su despacho, la sensación persistía y le incitaba a salir, a explorar nuevas experiencias.
Egolis resopló con hastío y saltó de su asiento. Caminó lentamente hacia la puerta, murmurando palabras inaudibles entre dientes. Alzó el brazo hacia el pomo, mientras recordaba que el despacho seguía sin ser adaptado a sus medidas.
El pasillo estaba vacío, pero escuchó voces debilitadas por la distancia. Poco después, el eco de un escandaloso aplauso le ayudó a encontrar al gentío.
“Ah, sí”, pensó; “la reunión de demonios”. Había recibido, como todos, el panfleto que anunciaba la asamblea, pero no le había prestado mucha atención. Las multitudes nunca le habían interesado. Sin embargo, abrió la puerta y se confundió entre la muchedumbre; incluso se atrevió a dar alguna pequeña palmada simulando un aplauso, pero nadie pareció reparar en su presencia. Egolis hinchó el pecho y giró la cabeza de un lado a otro; después, se enderezó sobre la silla y buscó, entre los hombros de los demonios que le ocultaban la vista, el objeto de su atención.
Por fin, reconoció a Temptatius al fondo de la sala, sobre el estrado. Otro demonio, desconocido para Egolis, pero que evidentemente ostentaba un rango superior entre los presentes, le colocaba una placa sobre el pecho. El auditorio estalló de nuevo en aplausos; Egolis se agarró con fuerza a los posabrazos para no rebotar sobre su asiento. Empezaba a sentirse algo incómodo; irritado.
Cuando el aplauso terminó, los demonios se levantaron y saludaron a sus vecinos.
Egolis observó la mano huesuda que le tendía aquel sombrío demonio. Su piel, en lugar de las diferentes tonalidades de rojo que solían exhibir los demonios, era atezada, un poco sucia y apagada. Con ciertas reservas, Egolis estrechó su mano.
- Hola -le dijo con voz ronca y siniestra -. Me llamo Umbralis -sus labios se entreabrieron en lo que parecía una sonrisa cavernosa-. Eres nuevo por aquí, ¿verdad? Llevo 6 siglos en el grupo y nunca te había visto.
- Pues sí -respondió Egolis mientras dudaba si limpiarse la mano-. Y lo cierto es que no creo que vuelva.
- ¿En serio? -los extremos de las cuencas de sus ojos se giraron hacia abajo-. Es una lástima -guardó silencio unos segundos; en el fondo de las cavidades se encendió una pequeña chispa de luz muy lejana-. ¿Estás seguro de que no te interesa? Las reuniones son más amenas de lo que aparentan; y, después, solemos mantener largas conversaciones sobre nuestros soberbios pasados. Aunque yo...-las cuevas de sus ojos se nublaron con una espesa bruma-. Yo ya no recuerdo a qué me dedicaba.
Las últimas palabras las había pronunciado en voz baja, casi en un susurro, y su voz, ya de por sí grave, había resonado en los oídos de Egolis como las notas de un contrabajo. Miró hacia la puerta y calculó el tiempo que tardaría en alcanzarla.
- Dime, ¿a qué te dedicas? -le preguntó Umbralis-. ¿Cómo te llamas?
Egolis detuvo sus pensamientos de huida y observó fijamente a su adversario.
- ¿Cómo? -preguntó asombrado-. ¿No sabes quién soy?
- ¿Cómo podría saberlo? -Umbralis frunció sus puntiagudos hombros-. Todavía no has mencionado tu nombre.
Egolis titubeó, buscando alguna incongruencia en su respuesta, pero no logró encontrar ninguna.
- Yo soy Egolis -se irguió en su escasa estatura y sumergió sus ojos en la profundidad de los de Umbralis. La luz que antes había descubierto en ellos se movió ligeramente; Egolis comprobó, bastante sorprendido, que parecía divertirse.
- Y bien, ¿a qué te dedicas? -inquirió con otra de sus tenebrosas sonrisas.
- ¡Qué insolencia! -bramó Egolis mientras sus mejillas se volvían cada vez más oscuras-. ¡Fingir que no sabe quién es Egolis!
- Perdona mi ignorancia, amigo -Umbralis palpó su hombro con pesar, pero Egolis la espantó de un manotazo.
- ¿Qué sucede, Umbralis? -preguntó un demonio cercano-. ¿Quién es tu combativo amigo?
- Soy Egolis -clamó-. Y vosotros, me parece, sois un montón de demonios ignorantes.
Después, Egolis recorrió con dignidad el camino hasta la puerta, con la vista al frente, mientras escuchaba con satisfacción algunos murmullos sobre su identidad. Se dirigió hacia su despacho con paso rápido, tropezando de vez en cuando con demonios que simulaban no verle.
La puerta estaba abierta. Se detuvo en el umbral y miró con precaución el interior del despacho. Un demonio dormitaba sobre el escritorio mientras su fornida secretaria disponía los archivos en los armarios y cajones, previamente vaciados.
- ¿Qué pasa aquí? ¿Qué hacéis con mi despacho? -les interrogó ansioso.
- Por favor, baje la voz -le respondió la secretaria sin detenerse en su tarea.
- Exijo que me deis una explicación -rogó Egolis con patente tormento.
La secretaria, al fin, interrumpió su trabajo y le miró por debajo de sus gafas estrelladas.
- ¿Quién es usted? -le preguntó examinándolo con la mirada.
- Soy Egolis y soy el dueño de este despacho -explicó con orgullo.
-¡Ah! -la secretaria pareció entender-. Lo siento, pero este despacho ahora pertenece al señor Ironis -y tras esas palabras, continuó su labor.
Egolis, confundido, contempló la placa de la puerta: sus antiguo letrero con su nombre en letras gigantescas había desaparecido; en su lugar habían colocado un modesto rótulo que rezaba “Ironis”.
Egolis se giró y caminó con paso lento a lo largo del pasillo. Un demonio ciego de ira tropezó con él sin disculparse; sólo al darse la vuelta lo reconoció como Temptatius y, aunque desconocía el motivo, eso le enfureció. Sin embargo, cuando después de varias horas lo vio salir de su antiguo despacho, decidió seguirlo.
Entró en el despacho de Temptatius tras él, que no pareció percibir su presencia. Lo observó mientras se apresuraba recogiendo datos del ordenador; después, guiñó los ojos y desapareció. Egolis dio un salto y desapareció también.
Aparecieron en una superficie circular. Temptatius invadía prácticamente la totalidad del círculo y Egolis se vio obligado a propinarle un ligero empujón, pero los pies de Temptatius, aunque parecían decididos a dar algún paso, se encontraban fuertemente arraigados. Egolis decidió encogerse tras él.
El círculo se movió de repente y Egolis espió entre sus piernas para conocer su destino.
Llegaron a un edificio blanco y esponjoso y una puerta se abrió ante ellos. Egolis entró tras Temptatius y no se molestó en mirar a su alrededor. No era la primera vez que se encontraba en esa zona.
Comprobó que Temptatius parecía interesado en un ángel que se hurgaba el cabello en una esquina y, tras concentrarse durante unos segundos, lo reconoció. Egolis se rió con gusto, aunque nadie se percató de ello. Aquel ángel había sido uno de sus mejores trabajos; le había costado introducir el Deseo en aquella cabecita ingenua, aunque sabía que eso no sería suficiente para que el ángel sucumbiera. Se necesitaba un demonio como Temptatius para que ese Deseo flotara entre los pensamientos más superficiales y el ángel, por fin, se abandonara a él.
Egolis confirmó sus ideas al observar que el ángel se había dado un tirón en el cabello, aunque el movimiento había resultado casi imperceptible.
Después, Temptatius parpadeó y desapareció de nuevo; Egolis dio un salto y lo persiguió hasta su despacho. Temptatius se sentó en su sillón con aspecto relajado y satisfecho mientras él deambulaba por el despacho, curioseando en los armarios y cajones sin que el otro demonio se diera cuenta.
Al cabo de media hora, otro demonio abrió la puerta y le entregó un comunicado a Temptatius. Egolis se situó a su lado y, de puntillas, leyó la noticia por encima de su hombro. Los ángeles se habían declarado en huelga, aquejados de exceso de trabajo.
Observó a Temptatius. En poco tiempo, ese nombre recorrería los infiernos y se convertiría en un demonio temido y admirado.
Sin embargo, Egolis vagaría como sombra de otros demonios, sin residencia, sin identidad; sin nadie que reconociera sus trabajos y recordando que su nombre, en otro tiempo el más venerado y glorioso, ahora era ignorado por todos.

sábado, 13 de diciembre de 2008

Avaris

Había oído hablar de la reunión de demonios, pero Avaris no tenía tiempo para eso. El trabajo se acumulaba sobre su escritorio y, desde hacía unos meses, también sobre las estanterías y cajones abiertos; las últimas semanas había empezado a cubrir el suelo, por lo que Avaris fue sorteando los papeles apilados hasta llegar a su sillón. Dio un manotazo al montón de hojas que descansaba sobre él y se sentó.
Miró a su alrededor intentando decidir por qué impresos empezar, pero todos parecían igual de sugerentes. Por fin, cogió los que yacían desparramados a sus pies y los hojeó. Eran casos sin sustancia, unos de tantos; tecleó algo en el ordenador, abrió un cajón y aplastó su contenido para hacer sitio a los nuevos documentos. Cuando comprobó que su esfuerzo era en vano, se levantó y se dirigió a un armario. Las puertas, a medio cerrar, ocultaban cajas y dosieres llenos de más encargos.
Avaris se enfureció. Hacía mucho tiempo que había solicitado un nuevo despacho, con más espacio y muebles para archivar sus casos, que cada día eran más numerosos. Pero no sólo se lo habían negado, sino que le habían recomendado triturar los registros antiguos, o incinerarlos, o destruirlos de la forma más cómoda. ¡Destruir sus archivos! Avaris nunca había escuchado una necedad semejante.
Para mayor ultraje, el despacho al que él aspiraba le había sido concedido a Ironis, un demonio somnoliento que relegaba su trabajo en sus discípulos y en máquinas poco competentes; aún así, Avaris prefería no enfrentarse a Ironis, pues aunque parecía dormido la mayor parte del tiempo, solía ser bastante sagaz en sus respuestas, por lo que era mejor no desafiarle en público.
Avaris empujó los documentos dentro del armario, entre varias carpetas, y lo cerró rápidamente, pues había observado un movimiento inusual que prefería no comprobar.
De pronto, el armario abrió sus puertas y desparramó su contenido sobre el suelo, ya saturado, de forma implacable. Avaris, conteniendo un gemido y con los ojos desorbitados, contemplaba impotente su trabajo de décadas diseminado por el suelo.
- ¿Qué es ese estruendo? -preguntó Egolis abriendo la puerta.
- ¡Nada! ¡No es nada! ¡No te metas en mis asuntos! -gritó Avaris mientras se lanzaba sobre las hojas y las recogía acunándolas.
- ¿Estás seguro? -preguntó ansioso Egolis-. Puedo ayudarte si quieres. Mi despacho está siempre muy vacío y últimamente he empezado a pensar que no me vendría mal un poco de compañía... de vez en cuando.
-¡Muy bien! ¡Muy bien! ¡Haz lo que quieras, pero no toques mis papeles!
Avaris alejó los documentos de los pies de Egolis y luego cerró la puerta.
Al contemplar el escenario devastado en que se había convertido su despacho, los ojos se le nublaron y se enjugó el sudor que le empañaba la frente. Se sentó en el suelo, decidido a ordenar cuidadosamente todo aquel papeleo. Mientras clasificaba los impresos, las luces de su escritorio comenzaron a encenderse de forma intermitente; poco después, las sirenas hacían lo mismo.
Avaris intentó acompasar su respiración entrecortada, pero sólo logró agotarse y agrietarse la lengua reseca. Gateó hasta el escritorio, tanteó la superficie buscando un botón y más papeles saltaron y aterrizaron sobre los que ya reposaban en el suelo. Avaris se detuvo, retando con la mirada a los recientes documentos caídos.
- Hola, Avaris. ¿Llego en mal momento? -preguntó Libidus desde la puerta. Cuando Avaris se giró hacia él, le lanzó una mirada pícara.
- Puedes ver que sí -respondió Avaris irguiéndose. Libidus se rió enseñando su dentadura inmaculada, que resaltaba el bermellón impecable de su piel. Se apoyó con el antebrazo en el marco de la puerta, mientras su otra mano descansaba sobre su cadera.
- Yo podría ayudarte -le insinuó guiñando un ojo.
Avaris permaneció unos segundos en silencio, perplejo.
-¡Adónde vamos a parar! -chilló-. ¡Ya ni se respetan los demonios entre sí!
Avaris continuó profiriendo gritos, mientras circulaba de un lado a otro de su despacho tropezando y dando puntapiés a sus archivos.
Otros demonios se pararon en la puerta, atónitos ante el patente desequilibrio de Avaris. Decidieron llamar a un médico.
Al cabo de 13 minutos, el doctor se abrió paso entre el gentío, entró en el despacho y cerró la puerta tras de sí. Al poco, salió y los demás le detuvieron acosándole a preguntas. El médico rogó silencio con las manos y después aclaró:
- Necesita descanso. El señor Avaris tiene un cuadro de estrés provocado por exceso trabajo. Sin embargo...-el doctor miró a un lado y a otro-. Sin embargo, mi sugerencia de abandonar su trabajo, temporalmente por supuesto, y dejarlo en manos de otros menos ocupados, no fue muy bien recibida... Ha punto he estado de provocar una desgracia -gimoteó el médico buscando compasión-; señores, ha sido necesaria toda mi habilidad para reanimarlo de la impresión. Por tanto, les suplico que no molesten al señor Avaris. Aún le queda mucho por hacer para lograr ponerse al día.
- Doctor... -una voz le llamó desde el fondo-. Los ángeles se han declarado en huelga.
El médico miró con compasión la puerta de Avaris unos segundos.
- ¡Por todos los diablos! -chilló-. Ya no hay salvación.

viernes, 12 de diciembre de 2008

El encargo

Una secretaria fornida elevó sus ojos hacia él por encima de sus gafas estrelladas, increpándole con la mirada.
- Buenas tardes –murmuró Temptatius a regañadientes; luego se dirigió a la gran puerta caoba del fondo de la sala.
- Perdone –dijo la secretaria con voz aguda-. Perdone –repitió plantándose frente a él-. El señor Ironis está muy ocupado ahora mismo, ¿tiene usted cita previa?
- Tengo un asunto urgente que hablar con él -respondió Temptatius esquivando la pregunta.
- Si no tiene usted cita previa no puede pasar -aseguró ella; y apretando un botón situado sobre su escritorio hizo desaparecer el pomo de la puerta caoba.
- Muy bien...-Temptatius respiró profundamente un par de veces-. Me gustaría pedir una cita con el señor Ironis -mostró una sonrisa de encías sangrientas y dientes afilados y carcomidos.
- Rellene ese formulario y espere a que le llamemos -y le mostró una alta pila de papeles acomodados en una esquina.

Temptatius cogió el formulario con sus gruesas manos: 66 folios mecanografiados donde se solicitaban diversos datos, incluida una pequeña redacción sobre el motivo de la cita. Diligentemente, comenzó a rellenarlos con su pluma marfileña de tinta carmesí.
A las 6 horas y 6 minutos, Temptatius se levantó y se dirigió hacia el escritorio de la secretaria, con una nueva sonrisa más pacífica que la anterior.
- Terminé la solicitud -le explicó-, pero creo que ya no necesito la cita. Mi enfado se ha disipado con tanto papeleo.
- ¡Qué lástima! - exclamó la secretaria abriendo los ojos de forma excesiva-. Precisamente ahora existe un hueco en el ajetreado horario del señor Ironis.
Temptatius vaciló unos segundos, reprimiendo su ira renovada.
- ¿Puedo pasar entonces? -confirmó mientras se dirigía a la puerta caoba, que todavía carecía de pomo; sin embargo, pronto comprobó que resultaba innecesario, pues la puerta se abrió a su paso.
Halló a Ironis cabeceando sobre su escritorio, que abarcaba la mayor parte de la sala; una gran maquinaria cubría las paredes y parecía trabajar al máximo rendimiento, aunque el destino de sus productos parecía más lejano de lo que la máquina aparentaba alcanzar.
- Buenas tardes -saludó Temptatius.
Ironis se movió ligeramente al otro lado de la mesa y gruñó algunos sonidos a modo de bienvenida.
- ¿Qué haces tú por aquí? ¿No tienes ningún encargo? -le increpó.
- Supongo que sí... Tú deberías saberlo -Ironis no realizó ninguna señal de comprensión-. Tú me mandaste el encargo -le acusó con un dedo desafiante.
- Es posible... No pretenderás que recuerde todos mis trabajos -le recordó las máquinas que cubrían su despacho con un gesto vago de su mano izquierda-. Aún así, deberías comprobar ese aviso; ¿sabes? Los mensajes son reales, aunque a menudo el momento o el lugar de recibo resulten... incómodos.
- ¿Quieres decir que tengo trabajo? ¿En serio? -preguntó Temptatius entre sorprendido y halagado.
- Lo que me sorprende es que la curiosidad todavía no te haya dominado -musitó Ironis-. ¿Por qué no vuelves a tu despacho y compruebas esa llamada? Como ves, yo tengo mucho trabajo que hacer aquí -explicó con un bostezo.
Temptatius se dio la vuelta. A punto de abandonar el despacho, oyó unos ruidos extraños y giró la cabeza a tiempo para observar a Ironis lanzando juramentos contra la máquina, que al parecer había decidido tomarse un descanso.

Temptatius volvió a su despacho. La luz de la bombilla todavía llameaba con fuerza, iluminando de granate la habitación. Encendió la pantalla que cubría la pared derecha y apuntó los datos. Después, con un parpadeo de sus ojos sangrientos, desapareció.
Su figura resurgió en medio de una nada azul claro, aunque comprobó que bajo sus pies se había formado una circunferencia de una materia sin tacto, blanca y de aspecto esponjoso. Probó a dar un paso hacia delante, pero sus pies permanecían enganchados en aquella especie de algodón; sin embargo, la circunferencia pareció entender sus deseos y le llevó hacia un edificio de grandes dimensiones formado por la misma materia. Cuando estuvo a una distancia adecuada, una puerta apareció de la nada frente a él y Temptatius entró en la habitación, que se iluminó con el primer paso.
En una esquina encontró al individuo que buscaba: un ángel bajito y de mirada viva, que se entretenía en una esquina jugando con sus bucles dorados.
Temptatius cerró los ojos y se concentró. Profundizó entre aquella superficie de pensamientos fáciles, pacíficos y un tanto pueriles y, por fin, después de una larga búsqueda, encontró lo que buscaba. Temptatius abrió los ojos y en su rostro se encendió una sonrisa aviesa; poco después, estallaba en una perversa carcajada.
Temptatius soltó al Deseo de sus resistentes amarras y lo llevó a la superficie de pensamientos pacíficos. En ese momento, la mano del ángel pareció dudar entre los rizos y dio un pequeño tirón. Después siguió mesándose el cabello durante algunos minutos, pero a cada instante parecía más nervioso.
Por fin, se dio la vuelta y salió de la sala atravesando la pared. Temptatius pestañeó para volver a su despacho. Comprobó que la bombilla ya no lucía y se sentó en la butaca, respirando los momentos de tranquilidad y descanso que aún le sobraban. Sabía que pronto volvería a tener más encargos.

Media hora más tarde, leyó el comunicado de la prensa: los ángeles, después de incalculables años sometidos a un trabajo que calificaban como inabarcable, se habían declarado en huelga.

miércoles, 10 de diciembre de 2008

Ironis

¡Aleluya! fue la última palabra que escuchó Temptatius antes de salir cabizbajo por la puerta. Tuvo que soportar aún algunos apretones de manos desconocidas que pretendían aliviar su pesadumbre y reconfortarlo. Todavía ostentaba la placa de los 15 meses en su pecho desnudo.
Consiguió alcanzar la puerta de su despacho y la cerró lentamente tras de sí. Contempló con nostalgia la mesa de estilo gótico que presidía la sala y el sillón de orejas que se elevaba tras ella, todo envuelto en aquel vivo color escarlata. Sobre la mesa, una bombilla granate parecía dormir desde hacía mucho tiempo; el polvo se había acumulado sobre ella en algunas formas estrambóticas. Temptatius se acercó y le pasó la mano por encima para quitarle el polvo; luego se agachó y miró extrañado el interior de la bombilla, donde una pequeña luz parecía dudar antes de encenderse completamente. Temptatius dio un respingo, mientras una pequeña sonrisa iba cubriendo sus horrorosas facciones. Sin embargo, al volver a mirar hacia abajo, sus ojos tropezaron con la placa que cubría su pecho y leyó su inscripción con impotencia: “15 MESES SIN DEMONIZAR”.
Se dejó caer sobre el sillón y se cubrió el rostro con las manos. Miraba horrorizado la bombilla, que ahora lucía provocadora, entre las rendijas de sus dedos. “No puede ser, es imposible”, murmuró entre dientes; pero aquella luz desafiaba todas sus posibilidades. “Es injusto”, gimoteó; “es... es...”. De pronto, enfurecido, se levantó de su asiento, empujó la puerta del despacho y recorrió el largo pasillo hasta que encontró la puerta que buscaba. “Ironis”, rezaba el rótulo. “Sí, eso tiene que ser”, confirmó Temptatius. “El único demonio que todavía necesita secretaria para cumplir los plazos”.
Y Temptatius abrió la puerta para enfrentarse a él.

miércoles, 26 de noviembre de 2008

Los anónimos

- Hola, me llamo Temptatius y soy un demonio.

- Hola, Temptatius – le corearon todos los presentes. Los miró con desconfianza, sintiéndose por primera vez descubierto ante un auditorio extraño. El estómago se le revolvió, se le nubló la vista y una voz le sostuvo un segundo antes de tambalearse: “Cuéntanos por qué estás aquí”.

- Bueno… Yo…- carraspeó para dominar aquella sensación desconocida que le erizaba la espalda-. Realmente no sé por dónde empezar.

- Tranquilo. Todos hemos pasado por lo mismo. Tenemos todo el tiempo del mundo; puedes tomarte el que necesites para explicarnos tu historia.

Temptatius trató de hacer memoria y comenzó:

- Yo antes era un demonio feliz. Al menos eso recuerdo, hace ya tanto tiempo… Sólo con echar un vistazo a una persona descubría cuáles eran sus más recónditos deseos, aquellos que ni ellos mismos se hubieran reconocido, y se los susurraba al oído; sentía el temblor de sus labios, el batir de sus párpados, el rubor de sus mejillas...

>> Tuve grandes éxitos, ¿sabéis? Algunas de las más nombradas guerras llevan mi nombre. Recuerdo que una vez incité a un pobre chico a robarle la mujer a un rey; hubo una gran guerra por esa causa en la que murieron miles de personas… Es curioso que no me acuerde de sus nombres… En fin, eso ocurrió hace mucho tiempo… - miró a la concurrencia buscando su admiración, pero sólo encontró expectación en sus miradas. Se recompuso y probó un nuevo intento- Bueno, también he realizado aportaciones eficaces en los últimos tiempos. Recuerdo haberle susurrado a un presidente de gobierno algo sobre la falda de su secretaria –el público se animó un poco-. Sin embargo… - Temptatius cerró los ojos para que nadie se percatara de que estaban empañados, pero no pudo evitar que su voz se quebrara un poco-. Últimamente tengo la sensación de llegar tarde siempre. Mis esfuerzos son inútiles. Tengo la impresión de que ya no quedan deseos perversos en el interior de las personas… No sé si me explico –buscó algún signo de asentimiento entre el público, pero sólo halló perplejidad.

>> En fin… Quiero decir que…- buscó las palabras entre su espeso vocabulario- las personas ya no necesitan mi ayuda para cumplir sus deseos. Mire donde mire, sólo encuentro crueldad, violencia, intolerancia… Pero, sobretodo, indiferencia-. Temptatius inspiró profundamente-. Con eso ya no puedo trabajar.- Alzó los ojos con pesadumbre y, ahora sí, encontró compasión.

- Por eso yo digo: ¡abajo los demonios!

- ¡Sí! ¡Abajo los demonios! – gritó el resto.

Otro demonio se levantó entre el público y se acercó al estrado. Todos guardaron un silencio ceremonioso.

- Tenéis razón, compañeros. El trabajo de demonio está superpoblado y ahora mismo resulta improductivo. Por eso estamos aquí reunidos. Necesitamos un cambio.- se giró hacia Temptatius y continuó hablando-. Temptatius ha dado un gran paso. Hoy es su 15º mes sin ejercer de demonio. Por eso vamos a celebrarlo – como una ola, algunos gritos del fondo comenzaron a propagarse. Intentó apaciguarlos con enormes ademanes-. Pero primero vamos a entregarle a Temptatius la placa Pichurri… - Observó algunas miradas interrogantes y aclaró: “la de los 15 meses”.

Un estrenduoso aplauso hizo estallar el suelo. Temptatius, orgulloso, enseñó su insignia a los demás asistentes.

El flautista

Yo antes era el alcalde de esta ciudad. Y he de confesar, sin que ello parezca algún tipo de vanidad, que era una ciudad hermosa a su manera. Las calles, si no cubiertas de adoquines, al menos lo estaban de un gentío feliz al que tampoco parecía importarle los muros cuarteados ni las casas medio derruidas que atestaban esta localidad. Pero eso era antes de que todas las falacias que se han ido pregonando últimamente ahondaran en el espíritu de mis ciudadanos y me despojaran de mi cargo, arrojándome a la inmundicia y la miseria.

Todo empezó el día que aquel canijo llegó a mi pueblo. He tenido que escuchar durante los últimos meses embustes cada vez mayores sobre la fisonomía de ese personaje: unos recuerdan a un tipo alto y enjuto, otros añaden un aire taciturno; ¡incluso hay algún osado que lo ha calificado de atractivo! Nada más lejos de la realidad. Oídme bien: el hombre que aquel día llamó a mis puertas no era más que un enano, con una cara boba y amoratada que señalaba a todas luces la procedencia de su estupidez. Sostenía en sus manos un objeto que en otros tiempos debía haber sido una flauta, y se ofreció para librarme de una hipotética plaga de ratones que asolaba la ciudad. Lo despaché deprisa y sin muchos miramientos, tenía otros asuntos más importantes de los que ocuparme.

La siguiente noticia que tuve de aquel lunático fue unos días después, cuando me enteré de que lo habían arrestado por provocar disturbios. Según mis fuentes de información, el pobre hombre iba brincando por las calles mientras silbaba algunas notas discordantes, algunas veces con su vieja flauta, y de vez en cuando se agachaba para introducirla por las alcantarillas buscando, supongo, las ratas que estaban arrasando nuestra ciudad.

Fui a verlo a la celda. Lo encontré sentado y tembloroso en una esquina, con la mirada fija en la pared de enfrente; de pronto se levantó y saltó sobre la cama, profiriendo gritos aterrorizado. Decía haber visto ratones a través de unos agujeros en la pared. Me dio tanta lástima que di orden de que lo liberaran y que, de paso, le sirvieran un vaso bien cargado de alguna bebida fuerte.

Sin embargo, en cuanto se abrieron suficiente las puertas de la celda, aquel desgraciado salió corriendo, se escurrió entre los guardias de la entrada y comenzó a gritar por las calles, sacudiéndose monstruos invisibles de la ropa y del cabello. Los niños, que jugaban en el parque de enfrente, se acercaron al hombre extraño y gracioso, riéndose y mofándose; ante aquellas burlas pueriles, aunque no por ello desprovistas de crueldad, el hombre agarró su flauta, se la acercó a la boca y podría jurar que de ella salió el sonido más agudo y sobrecogedor que he escuchado jamás. Después, huyó desesperado hacia la salida del pueblo, cruzó el río y se adentró en el bosque, siempre seguido de aquel corrillo infantil que no parecía dispuesto a abandonar a un individuo tan entretenido.

Lo que ocurrió después, nadie lo sabe. Pero transcurrieron las horas y los niños no volvieron; ni aquel día, ni al siguiente. Todavía algunos tienen la esperanza de que, quizás, vuelvan alguna vez.

Al poco tiempo, rumores extraños llegaron hasta la alcaldía y comencé a encontrar rostros huraños. Tuve que buscar un aplomo del que carecía para hacer frente a los comentarios sobre mi avaricia, mi soberbia y mi falta de gratitud hacia aquel hombre que me había ofrecido sus servicios, pues era indudable la ausencia de ratones por las calles de la ciudad. Creo que fue en aquel momento cuando comencé a gritar y a jurar como una persona que ha perdido definitivamente el juicio.

Me relegaron de mi cargo y, con el tiempo, perdí mi casa. Aproveché mi nueva situación de viandante persistente para indagar los alrededores. Un día que caminaba por la orilla del río encontré junto a una roca una flauta bastante podre. La rescaté de la crueldad de las aguas y la guardé en un bolsillo de mi chaqueta. Desde entonces la llevo conmigo. A veces, cuando la miro, me pregunto qué fue de ese infeliz.

Y me sorprendo recordándolo al igual que otros como “el flautista”, cuando, si hay una cosa cierta, es que aquel canalla no había tenido en su vida ni una sola noción de solfeo.

Ejercicio Millás

Cuando llegué al despacho después de comer, encontré un sobre mi mesa. Lo abrí y volqué su contenido: “5:30 convergencia Islas Filipinas – Julio Casares” , decía una nota; encontré una cuartilla mecanografiada, supongo que con algunos datos del sujeto, y una foto adjunta para facilitar el proyecto. Se trataba de un hombre maduro, algunas mechas canas se entremezclaban con su cabello azabache dándole un aire distinguido. “Un hombre con clase”, pensé. No me gustaba aquel tipo.

Me presenté a la hora señalada; dejé el coche al otro lado de la calle en punto muerto, dispuesto a seguir a mi objetivo en cuanto lo tuviera a la vista. Había colgado su foto del espejo retrovisor, y comparaba aquel rostro con el de los hombres que abandonaban la consultoría donde trabajaba el individuo. La cuartilla con sus datos me acechaba desde el asiento del copiloto, pero me había negado a leer sus referencias para evitar los prejuicios; ni siquiera había mirado cuál era su nombre.

A las 6 en punto mi objetivo abandonó por fin la consultoría con aire jovial. Me sorprendieron su energía lozana y su autoridad; chasqueé la lengua con desagrado y comencé a seguir su coche a una distancia prudencial.

Lo seguí hasta el aparcamiento del aeropuerto; mi primera impresión fue que mi individuo se disponía a realizar un viaje de negocios, pero esa idea me abandonó cuando observé el beso apasionado que se intercambió con aquella fulana. Perdone la expresión, pero, sin entrar en detalles, es el único calificativo que se podría aplicar a aquella jovencita.

Se dirigieron muy zalameros al mostrador de Salidas Nacionales para tomar el avión de las 20.30 del trayecto Madrid – Alicante. Este pobre investigador tuvo que soportar una larga espera hasta que por fin consiguió embarcar en el último momento, pues el avión, en principio, estaba al completo.

Desde mi asiento, pude observar las continuas carantoñas que se prodigaban el uno al otro; parecían no haberse visto en largo tiempo, pero por las escasas palabras que pude atrapar de su conversación, realizaban aquellos viajes con bastante frecuencia. Me imaginé entonces que se trataba de un amor ilícito, pues tanto embeleso me extrañaría en una relación convencional.

Una vez en Alicante, los escolté hasta un lujoso hotel en la playa, demasiado ostentoso para mi gusto. Solicité una habitación a regañadientes, después de comprobar que mi objetivo se había encerrado en la habitación 334 con la muchacha y no parecían dispuestos a abandonarla por el momento.

Durante su estancia, que comprendió las noches del viernes, sábado y domingo, comprobé que los tórtolos sólo se ausentaban de su nido de amor para dar tranquilos paseos por la playa; no los calificaría de románticos, dado que mi sujeto era muy frecuente que liara un cigarrillo, supongo que de hachís por los efectos hilarantes que producían en él, y lo fumara solo. Su acompañante, pese a los continuos ruegos de mi sujeto, nunca aceptó ninguno. En esas ocasiones, ella solía responderle con una sonrisa artificial y de compromiso a la que él no solía prestar mucha atención.

La mañana del domingo, sorprendí a mi sujeto solo en la recepción del hotel, así que me senté con discreción en una esquina y me dediqué a observarlo a placer. Su rostro no revelaba emoción ninguna, parecía completamente relajado y absorto en la lectura, por lo que deduje que mi hombre había preferido no interrumpir el descanso de su compañera. La lectura del libro, sin embargo, debía resultar bastante soporífera, pues su cabeza sufría continuos desvanecimientos sobre las páginas. Aproveché esta debilidad para acercarme y estudiarlo más intensamente. Su rostro, durante la viligia, mantenía las arrugas en continua tensión, pero ahora aprovechaba su descanso para relajar todos sus pliegues y le confería una nueva imagen, menos sometida y más poderosa incluso.

La entrada de la chica interrumpió mi análisis, y observé con pesadumbre como se escapaba la pareja hacia algún destino que no quise investigar. Sin embargo, no llegaron muy lejos, pues todavía se encontraban en la puerta cuando comenzaron una acalorada discusión. No fue necesario que me levantara de mi asiento, y tampoco eché en falta los micrófonos direccionales y otros sofisticados medios que suelo utilizar en las investigaciones y de los que no pude dotarme debido a la premura con que esta investigación fue encargada: el volumen de la discusión era tan elevado que fue imposible para todos los presentes no escuchar al menos parte de su conversación.

Para mi satisfacción, el detonante de la discusión fue la chica; según sus propias palabras, no podía aguantar más aquella situación ni las continuas prórrogas de divorcio con las que él pretendía aliviarla; quería, dijo, poder proclamar a los cuatro vientos que él era su amante. Creo que a todos los presentes nos quedó bastante claro.

La disputa terminó cuando ella se dio la vuelta y se dirigió de nuevo a la habitación, dejando a su amante como cebo para las miradas de los presentes, algunas curiosas, otras acusatorias, y al menos una de admiración.

Mi sujeto, con gran dignidad y mi aprobación secreta, salió por la puerta del hotel; yo me levanté raudo y logré alcanzarlo a los pocos metros. Le pregunté si tenía fuego, aunque yo no fumo; cuando ambos nos dimos cuenta de la incongruencia de la situación, nos reímos y aproveché para pedirle un cigarrillo de los que le había visto liar. La sorpresa y la duda traspasaron su rostro unos segundos; después me acercó el cigarrillo a la boca y con un gesto impresionante lo encendió.

Pasamos la tarde juntos, fumando y riéndonos. A las pocas horas, él me abrió su corazón y me contó muchas cosas de su vida y su adulterio que no voy a poner sobre el papel; yo no me atreví a hacer lo mismo.

Al día siguiente, regresaron a Madrid en el vuelo de las 7,50. La chica lo acompañaba en silencio. Enrique me saludó al verme, alegrándose de la coincidencia. Es evidente que mi alegría fue mayor.

Se separaron al llegar al aeropuerto. Ella se dio la vuelta un par de veces, contemplando impotente la pérdida de su amante. Enrique caminó de frente, sin volver la vista atrás; supongo que, en esos momentos, ya la había olvidado.

Soy consciente de que mi investigación concluye aquí, que mi seguimiento ha finalizado. Sin embargo, somos amigos, le insto para vernos todos los días, lo persigo por las calles cuando no estamos juntos. Desde hace unos días ha empezado a esquivarme.

Pero lo siento, Enrique. No puedo desprenderme de ti.

martes, 22 de julio de 2008

La casa de campo

Nos encontrábamos en la sala de estar, sentados frente al calor del hogar en unos sillones colocados en ángulo oblicuo. La única luz de la estancia provenía del fuego de la chimenea y de unos candelabros empotrados en la pared que adornaban las esquinas del salón. El rostro de mi amigo estaba tiznado de sombras y una expresión mortecina le nublaba las facciones. El crepitar de las llamas era el único sonido audible en la casa.
- En verdad es un caso extraño – comentó mi amigo de pronto, aludiendo con un ademán de su mano hacia la reseña del periódico, extendido sobre la mesa situada a su izquierda. Una copa vacía, con algunos restos de vino en su fondo, se hallaba cerca del diario-. La simplicidad del caso es lo que lo hace tan extraño. ¿No lo cree usted así? La resolución del crimen es sencilla para cualquier mente despierta. Sin embargo, el criminal quedará impune de su delito por falta de pruebas.

- Si lo piensa un momento, no es tan insólito. Muchos asesinos han escapado a la justicia a lo largo de los siglos, generalmente por falta de datos concretos que prueben su culpabilidad. Es más, le diré que en muchos casos es probable que se le hayan imputado a un inocente los actos de otro más sagaz que, previendo la imposibilidad de que se cierre un caso sin resolver, haya decidido proporcionar un culpable verosímil a las mentes policiales.

Mi amigo me miró estupefacto ante aquella hipótesis, que sin duda había pasado por alto su estrecha inteligencia.
- ¡No! No puedo creer eso que insinúa. La policía siempre es muy minuciosa a la hora de recopilar pruebas contra una persona y considero que su trabajo es, casi siempre, eficaz. Pero supongo que estaba usted bromeando. No creo que ponga en tela de juicio la capacidad del Cuerpo - sonrió en respuesta a mi supuesta burla.

- ¡Ah, querido amigo, qué ingenuo es usted! Pues yo mismo le puedo contar un caso de esas características aquí, en nuestra misma ciudad.
-¿Me está diciendo que circula por nuestras calles un asesino que ha evadido con éxito las leyes penales? - me preguntó incrédulo.
- Tan cierto como que usted y yo estamos sentados aquí ahora mismo – le aseguré con resolución.
- ¿Y usted lo conoce? ¿Cómo lo ha averiguado? Y aún en caso de que todo esto sea cierto, ¿por qué no ha revelado su identidad a la policía?
- Mi querido amigo, ¿cómo podría hacerlo? ¿Qué pruebas puedo aportar salvo mi absoluta certeza sobre su culpabilidad? No dispongo de nada tangible que pueda inculparlo. Sólo mi razonamiento me ha llevado a conocer la verdad, pero eso, para la policía, no contaría más que una simple intuición.

Nos quedamos en silencio. Yo contemplaba la lumbre, mientras mi amigo cavilaba sobre las posibilidades de la teoría que le acababa de exponer. Advertí la creciente tensión en su interior. Sus manos crispadas se cerraron con fuerza sobre los brazos del sillón.
- Pero, ¿cómo...? - con aquella simple palabra supe que abarcaba multitud de preguntas, cada una con su propia respuesta.
- ¿Cómo lo supe? Hubo muchos indicios que me llevaron a la única solución posible: una mirada, algunos objetos casuales encontrados a lo largo de mi pequeña investigación, mentiras deliberadas que escuché de sus propios labios... ¿Cómo logró realizar, con éxito, su crimen? Creo que ese punto ya quedó sobradamente aclarado: proporcionando un falso culpable. ¿Cómo lo llevó a cabo? Bien, ésa es una pregunta que exige un mayor detenimiento.

>> Para empezar, vamos a ubicar en un contexto apropiado al criminal. Esta persona, a quien llamaremos, para un mejor entendimiento, señor Verdugo (aunque éste, desde luego, no sea su verdadero nombre), ya desde pequeño mostró cierta tendencia a obsesiones, digamos... perversas; su afán de posesividad llegaba al extremo de destruir sus propiedades antes que cederlas a otras personas. Recuerdo, en cierta ocasión, una fiesta con motivo de su cumpleaños. Había muchos niños y muchos regalos, pero uno llamó su atención en particular: una caja de cartón, con tres agujeros perforados en la tapa, que se movía con un pequeño vaivén en la mesa del comedor. El pequeño Verdugo se dirigió hacia ella, levantó la cubierta y descubrió un pequeño animal en su interior. Era un roedor, creo que se llama hámster a esa variedad en especial. Lo cogió entre sus manos y se lo acercó al rostro, extasiado de felicidad. De pronto un amigo suyo se acercó y se lo arrebató de las manos. Fue asombroso el cambio producido en un sólo instante en el pequeño Verdugo; casi enloquecido, derribó de un empujón a su compañero, agarró al animal por la cola y, de un sólo movimiento, lo tiró por la ventana. El hámster, desde luego, no sobrevivió, pero el impacto que causó su propia acción sobre la mente del niño perduró durante mucho tiempo.

>> Pasaron muchos años y el pequeño Verdugo se convirtió en un adolescente. Pronto su inteligencia despierta destacó entre sus compañeros y consiguió una beca para estudiar en una de las mejores universidades del país. Lejos de su familia y del entorno en el que había crecido, se sintió por fin libre de la carga que había soportado sobre sus espaldas durante tanto tiempo. Dejó aflorar de nuevo sus ideas, sus obsesiones, convencido de que todo era fruto de su mente privilegiada.

>> Una noche se celebró una fiesta en la residencia de estudiantes donde se alojaba. Abandonando el pequeño santuario en el que había convertido su habitación, se dispuso a disfrutar una agradable velada tomando cerveza junto a algunos de sus compañeros. Cuando sintió por fin que el sueño le vencía, se dirigió a su habitación, descubriendo con sorpresa que había sido asaltada en su ausencia por un alumno de su misma escuela, el cual, probablemente, había confundido el dormitorio con el suyo dominado por un estado de gran embriaguez. El adolescente Verdugo lo tomó por el cuello de la camisa y lo arrastró hacia fuera y a lo largo de todo el pasillo y, por fin, lo arrojó escaleras abajo. Subyugado por el pánico, abandonó esa misma noche la residencia y volvió al hogar de sus padres, donde, a pesar de todas las tentativas por comprender su precipitada huida, no consiguieron adivinar nada.

>> Por fin llegamos al adulto Verdugo. Cree que el tiempo ha aliviado sus impulsos, aunque en ocasiones todavía resurge la antigua llama de sus delirios cuando su jefe, al que considera de una inteligencia mediocre, se burla de sus sueños tardíos de una segunda etapa de estudios. Tiene una novia, a la que ama con una ciega devoción, lo único que su alma puede abrigar. La chica le corresponde con un cariño apagado, perezoso, pero el corazón de Verdugo no aspira a más.

>> Posee también algunas amistades, entre ellas la del señor Cándido, un hombre que desprende un gran dinamismo, aficionado a colecciones extravagantes; el único capaz de hacerle olvidar los oscuros y recónditos lugares de su espíritu.

>> Sin embargo, el día que su amigo Cándido por fin conoce a su novia, un abismo infranqueable se abre de pronto entre ellos. Comprende cuál es el sombrío destino que les aguarda, aunque esta vez su respuesta no ha sido inmediata.

>> ¿Qué le pasa, amigo? ¿Le aburre mi discurso? No se alarme y aplace su sueño un poco más, que pronto llegaremos al final de esta historia.

>> Continuemos, entonces. El señor Verdugo prepara minuciosamente su plan de venganza. Sabe que tienen que morir los dos, pero le aterra no poder evitar esta vez el castigo por los actos cometidos. Por fin un día, al leer un periódico, una brillante idea asalta su mente enloquecida. ¿Por qué no hacer pasar a uno por el asesino del otro? Una vez planificados todos los detalles, escoge el día para llevarlo a cabo. Se supone a su amigo de viaje, pero él sabe que está descansando en el campo. Conoce bien sus movimientos cuando se halla en la finca, pues él mismo los ha estudiado en ocasiones anteriores en que ha sido invitado. Hay un bosque cerca de la casa y el señor Cándido es un amante de la Naturaleza, por lo que, por el día, se sumerge entre los árboles, paseando y descubriendo nuevos brotes, nuevos lugares.

>> Le dice a su novia que el señor Cándido los ha invitado a disfrutar el fin de semana en su casa de campo. Sabe que al llegar tendrá que actuar con rapidez, pues el paseo de Cándido puede terminar en cualquier momento.

>> Precavidamente, y con la excusa del frío invierno, ha resguardado sus manos en unos guantes de piel. Abre la puerta, llama a su amigo y finge sorprenderse ante su ausencia. Sugiere tomar un poco del vino que ha dejado abierto sobre la mesa. Sin que ella se dé cuenta, incorpora una somnífero insípido en su copa. Por fin, tras unos minutos llenos de agonía, ella se desploma sobre la mesa. La coge con cuidado y la traslada al dormitorio del señor Cándido, donde la amarra con fuerza a la cama utilizando sus mismas sábanas. No son unas correas excesivamente resistentes, pero serán suficientes para una mujer adormecida.

>> Luego espera pacientemente la llegada de su amigo, que se produce tan sólo un par de horas después. Finge una amarga aflicción, que atribuye a una disputa reciente con su novia, de la cual no quiere hablar por el momento. Propone disfrutar de una copa frente a las llamas de la chimenea y prepara otra dosis de somnífero, esta vez mortal. La deposita en la copa de su amigo y se sienta tranquilamente a esperar el acto final.

>> ¿Escuchas, amigo mío? Estamos a punto de terminar.

>> Cuando el señor Cándido cae rendido por el efecto del somnífero, lo traslada a la habitación donde duerme la mujer.

Por un momento, el techo pareció derrumbarse sobre nosotros. Un golpe seco, producido posiblemente por la caída de algún objeto, había interrumpido mis palabras.
- ¿Qué ha sido eso? - preguntó mi amigo sorprendido.
- Habrá sido el viento. No te preocupes por eso. Descansa mientras te cuento el desenlace de la historia.
- Creo que prefiero no saberlo – sentenció mi amigo con labios temblorosos -. No es una noche adecuada para hablar de ciertas cosas -. Su sonrisa se congeló y sus ojos se entrecerraron.
- Pero amigo mío, tienes que escuchar cómo termina todo.

>> Una vez en la habitación, el señor Verdugo deposita una pistola en la mano derecha del señor Cándido y la oprime fuertemente con su mano enguantada; aprieta el gatillo y dispara a la mujer que yace despierta en la cama e intenta zafarse, sin éxito ninguno, de sus ataduras. Como remate final, coloca un recorte sobre la mesita de noche, como posible explicación a tan cruel asesinato, mientras aguarda paciente observando cómo se consume la vida del señor Cándido por efecto de la droga.

Un lamento agonizante se extendió por la casa de un extremo a otro.

El eco de aquel gemido perseguía nuestros oídos.

El sueño se apoderaba cruelmente de mi amigo, que hacía inútiles esfuerzos por seguir desvelado.
- Pero... ¿por qué?

Su pregunta me irritó hasta extremos insospechados. Me alcé de un salto y me coloqué frente a él.
- ¿Por qué? - repetí-. ¿Es que mi relato no ha sido suficientemente explícito?

Exasperado, descubrí de pronto que mi amigo estaba vencido. Lo aupé sobre mis hombros y me dirigí a la habitación donde esperaba mi novia, ya despierta. Al volver sus ojos hacia mí, advertí su recelo.

Contemplé el reloj derribado que yacía en el suelo a un lado de la cama. Sus manecillas, inmóviles, no producían sonido alguno.

Tras realizarlo todo tal como había planeado, me senté en una silla y contemplé a mi amigo mientras escuchaba su cada vez más pesada respiración. En el exterior la oscuridad avanzaba y el silencio sólo era interrumpido por el rumor del aire, que inclinaba los árboles en un extraño guiño de asentimiento. Encendí una pequeña lámpara de queroseno que encontré sobre la mesita de noche e iluminé con ella su pálido rostro, hasta que me cercioré de que su aliento sólo era ya fruto de mi imaginación. Me levanté, cerré la válvula de la lámpara y la llama se extinguió.

Antes de abandonar la casa dejé, sobre la mesita de noche, un trozo de papel que había recortado de una carta en la que mi amigo comentaba su arrebato por una nueva pieza de colección:

“Si no es mía, no será de nadie".

sábado, 24 de mayo de 2008

Epílogo

“¿Cuándo vas a terminar ese maldito libro?”, preguntabas. Yo agachaba la cabeza mientras rezaba para que tu mirada no encontrara la respuesta en mi rostro; y esperaba paciente a que terminara la crisis para volver a refugiarme en mi obra. ¡Si lo hubiera sabido, Marta! ¿Por qué no me lo dijiste? ¿Cómo podía saber que el término de mi novela sería también el tuyo? Aquí te la dejo, Marta, encima de tu sepultura. Que el azar decida su destino. Ya no quiero publicarla.

El libro en sus manos

“¿Son todos para mí?”, preguntó al ver las paredes totalmente cubiertas libros. “Todos los que puedas llevarte”, respondió alguien detrás de él. Un rápido vistazo a la estancia le descubrió unas cajas vacías en la esquina. Cogió una y la llenó raudo con los libros que encontró más a mano. Cuando estaba a punto de alcanzar la puerta, se le nubló la vista y su respiración se hizo entrecortada. Se despertó preso de una crisis neviosa, sosteniendo con fuerza un libro en sus manos.

La última oración

“Usted nos enterrará a todos”, decía Miriam con una sonrisa. “Ya ha superado la crisis”; los ojos se me cerraban, la morfina estaba haciendo efecto, “ya verá como se encuentra mucho mejor enseguida”. Su voz trémula, ahora tan distante, no me ayudaba a sentirme mejor. Aquella muchacha pretendía engañarme, pero no le iba a negar el consuelo de haberme animado en mi último aliento. “Dile a Marta que la quiero”. Mis palabras expiraron en aquella oración.

viernes, 23 de mayo de 2008

Concurso Cadena Ser (2)

Miriam arrugó en sus manos el garabato ilegible que había dibujado. Cogió otro folio y comenzó de nuevo. Lo miró unos segundos, volvió a arrugar la hoja y lo tiró a la papelera. Por fin, comprobó que su dibujo era igual al que había encontrado.

- ¡Papá, ya sé escribir!

Su padre lo leyó y se derrumbó temblando en el sofá.

- ¿Qué te pasa, papá?

- Nada... Vete a jugar y no le digas nada a mamá.

Cuando Miriam salió de la habitación, volvió a leer la nota que había escondido en su maletín: “Tenemos a su hija. Espere instrucciones y no llame a la policía”.

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Miriam arrugó en sus manos el garabato ilegible que había dibujado Miguel.

- ¡No sabes escribir, tonto!

- Claro que sé- Miguel cogió el papel de las manos de Miriam-. Lo que pasa es que tú no puedes leerlo. Es un código secreto.

Miriam, sin creer una palabra, se dio la vuelta y se tumbó en la cama. Cuando Miguel marchó, examinó la hoja, que estaba plagada de dibujos y signos extraños. Algo perpleja, comenzó a analizarla tratando de descubrir el mensaje oculto. Al cabo de media hora consiguió descifrarlo: “Lo sé todo, Miriam, se acabó el juego”.


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Miriam arrugó en sus manos el garabato ilegible que había dibujado y lo estrelló contra la pared. Su madre lo recogió y lo metió en la papelera.

- No puedes ir tirándolo todo por ahí, Miriam -le recriminó.

Miriam no respondió. Cogió otro folio y trazó unas líneas sobre el papel. Cuando terminó, miró unos segundos la hoja y la rompió con furia en mil pedazos, que quedaron esparcidos por el suelo. Ignoró los reproches de su madre y observó con impotencia la lámina en blanco que, de nuevo, volvía a descansar sobre el escritorio. “Me rindo”, pensó mientras las lágrimas resbalaban por su mejilla: “He olvidado cómo escribir mi nombre”.

domingo, 18 de mayo de 2008

Concurso Cadena Ser

- Entonces, ¿cómo podemos saber que esto no es un sueño?- decía Ana.

“Buena pregunta”, quise contestar; pero me mordí la lengua y seguí caminando. Observé el horizonte, a lo lejos, donde el sendero de arena roja se perdía en el infinito. Mis pies se movían por inercia, ya había perdido el dominio sobre ellos.

Otro chasquido, un dolor afilado en la espalda, una voz cavernosa que gritaba: “¡Seguid caminando!”; “¿Hacia dónde?”, “¡Adelante, siempre adelante!”. Me apresuré a seguir sus órdenes, sabía lo que ocurriría si osaba desobedecer.

Un sueño... Sí, uno del que no despertaré.

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- Entonces, ¿cómo podemos saber que esto no es un sueño?- decía Ana.

El eco de sus palabras se repetía sin descanso. Delante de mí, con la cabeza levantada, Ana esperaba impaciente mi respuesta. Miré sus pies, embutidos en unas medias color canela y unos zapatos carmesí. Su vestido blanco pronto se confundió con la niebla.

Levanté la cabeza. Ahí seguía Ana, esperando.

- ¿Un sueño, Ana? - le dije antes de besarla-. Si lo es, no quiero despertar.

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- Entonces, ¿cómo podemos saber que esto no es un sueño?- decía Ana.

- No lo sé. Supongo que... si no puedes recordar cómo has llegado hasta aquí...

- ¿Hasta aquí?- repetía Ana mirándome atentamente, como si en mi cara estuvieran grabadas todas las respuestas.

- ¿Qué hiciste esta mañana?- me decidí a preguntar.

- Me levanté, desayuné un café, fui al baño a ducharme...

Asaltado por una idea, la interrumpí triunfante: “Dicen que en los sueños no sientes dolor”.

Ana me miró boquiabierta.

- Bueno, entonces creo que ha llegado el momento.

Tras unos segundos, imagino que para crear efecto, continuó:

- Lo siento, Miguel, pero lo nuestro no funciona.

El dolor fue tan intenso que me caí de la cama.

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- Entonces, ¿cómo podemos saber que esto no es un sueño?- decía Ana, mientras sus ojos negros se alejaban en la distancia.

- Si fuera un sueño, su ignorancia la despertaría – contestó el profesor. Sus compañeros estallaron en carcajadas. Ana se escondió más entre sus libros, haciéndose invisible unos instantes.

Las luces se apagaron, y la oscuridad lo invadió todo. El silencio se impuso sobre todos los sonidos.

De nuevo la luz, el griterío de estudiantes. Ana detrás de sus libros, sus ojos negros dominando la clase. La misma pregunta, la misma respuesta. La vi desaparecer ante mí, un momento antes de que todo se volviera nada.

Por fin entiendo los ojos de Ana.

miércoles, 16 de abril de 2008

El engaño

- Hermanos, el papiro aristotélico ha desaparecido.

Todos alzaron la cabeza hacia el enorme pedestal donde debía descansar. La vitrina, iluminada por la luz de un candelabro de siete brazos, estaba vacía.

- Sabemos la hora exacta en la que ha ocurrido este terrible suceso. Os hemos llamado porque sabemos que el culpable es uno de los presentes.

Se miraron con recelo unos a otros. Las acusaciones se extendieron por toda la sala, y los inculpados se defendían con nuevas recriminaciones. Las discordias se hicieron insuperables.

- Hermanos, éste no es el camino.

Pero sus palabras se perdieron entre las protestas y abandonó la sala. Por el pasillo le abordó uno de los congregantes. Al quitarse la máscara descubrió el rostro de una mujer.

- No deben verte aquí – le susurró mirando a su alrededor.

- No pude evitarlo – le respondió ella.

El silencio les acompañó durante gran parte de su recorrido. Al terminar el pasaje, ella le asió por el brazo y le murmuró: “Damián...”.

- Ahora no – posó su mano sobre la de ella y durante un instante se sintió reconfortado. Luego, con un movimiento, se apartó y la dejó bajo el arco de entrada, mientras sus ojos le perseguían hasta que cerró la puerta. Con un suspiro de alivio, giró la llave en la cerradura.

Observó la habitación. Sobre la cama revuelta habían volcado el contenido de los cajones del armario. Habían levantado la alfombra, que ahora yacía arrugada en una esquina, y todos los muebles estaban corridos y separados de la pared.

Corrió hacia el sillón, donde habían rajado el cojín y esparcido sus entrañas a su alrededor. Se agachó y le palpó el vientre. Allí, escondido, había una pequeño bolsillo, disimulado por un pliegue del tapiz. Levantó la pestaña e introdujo la mano, hasta que halló lo que estaba buscando.

En sus manos sostenía un pequeño fancín que le había regalado uno de los miembros. Al pasar las páginas, descubrió oculto un pergamino.


En ese momento, a sus espaldas, escuchó un tenue chasquido. Apenas le dio tiempo a darse la vuelta. Sintió un estallido en su cabeza y la oscuridad se cernió sobre él.

Unas manos atraparon el fancín y, sigilosamente, huyeron de la escena.

SKULD

Observó el tejido de lana. Estaba formado por distintos hilos de distintos colores, unos blancos, otros grises, verdes, azules; unos pocos tenían varios colores. También tenían distinto grosor, algunos había momentos que ocupaban todo el manto, y el resto de hilos se enrollaban alrededor de ellos.

- Corta -le decía alguna de sus hermanas. Y Skuld, obediente, cogía unas tijeras y cortaba unos cuantas hebras; lo hacía con los ojos cerrados y sabía que, si algún día los abría, sería incapaz de cortar ninguno.

Skuld preguntaba sin cesar cuál era la utilidad de aquel telar, y sus hermanas le respondían sonriendo enigmáticas: “eres demasiado pequeña para entenderlo”.

Pero Skuld se impacientaba. Por muchos años que pasaran, ella siempre tenía el mismo tamaño, así que decidió comprobar por sí misma el poder de la manta. La cogió en un momento de despiste, la enrolló sobre sus hombros y salió al mundo exterior.

Se mezcló entre la gente, pero nadie la vio. Caminó entre los hombres hasta que, de pronto, el mundo se detuvo. Sorprendida, corrió entre unos y otros, buscando algún movimiento entre las figuras inertes y, sin que se diera cuenta, el manto que la cubría fue desenrollándose poco a poco, dejando una estela de lana detrás de ella.

Pero unos hilos se enredaron en una zarza, desgarrándose con el correr de Skuld y, delante de ella, cayeron al suelo dos hombres. Al intentar socorrerlos, se dio cuenta de que estaban muertos y volvió hacia sus hermanas, comprendiendo cuál había sido su papel durante tantos años.

- No volveré a cortar ningún hilo – les dijo-, seré una valquiria y curaré a los guerreros moribundos antes de que vosotras decidáis su destino.

martes, 15 de abril de 2008

Ocaso

- Inimitable. Es realmente admirable.

- Ya lo creo – le apoyó su compañero de mesa -. La naturaleza es fascinante, ¿verdad?

Transcurrido el tiempo que consideró prudencial, el doctor recomenzó su discurso donde lo había detenido. Su amigo lo miraba sonriente, con los ojos entrecerrados; su expresión bien podía ser fruto de la concentración o del sueño. Giró la cabeza de forma imperceptible, coontemplando a las dos mujeres que, sentadas en la misma mesa, discutían sobre “cuestiones femeninas”.

De pronto, al pie de la terraza se armó un revuelo. Inmediatamente, las dos señoras cesaron su parloteo, y escucharon interesadas las voces que llegaban a tavés del viento: “...un chico...”, “...llamad a un médico...”, “...no sabemos qué le pasa...”.

- Creo que necesitan un médico – anunció una de las mujeres.

El doctor la miró durante unos segundos, molesto ante la interrupción de su debate.

- Estoy de vacaciones – sus labios se curvaron en un esbozo de sonrisa. - No te preocupes... Será por médicos – concluyó; ante la mirada interrogante de los otros, respondió degustando el café vienés que aún humeaba sobre la mesa.

Cuando comenzó a hacer frío, el médico y su mujer volvieron a su casa. Un silencio expectante los recibió en la entrada, y poco a poco fueron acomodándose delante del fuego.

- Qué raro que Javier no haya vuelto todavía – dijo la mujer.

- Se habrá entretenido con los amigos. Ya lo conoces.

Trataron de conversar sobre temas diversos, pero sus palabras fueron apagándose poco a poco.


El teléfono les sobresaltó en mitad de la noche. El médico corrió a contestar. Su mujer, en la cama, cerró los ojos.

El marido volvió a los pocos minutos y se quedó de pie, en medio de la habitación.

martes, 8 de abril de 2008

Cachazudo

El profesor Cachaza abrió lentamente la puerta y se dirigió hacia el final de la clase. Posó su maletín encima de la mesa y lo abrió. Comenzó a buscar sus libros y apuntes sin prisa, mientras a su alrededor el bullicio se iba sosegando poco a poco. Por fin, con una hoja en la mano, comenzó a escribir en la pizarra, deteniéndose cada pocos minutos para relamerse la tiza que impregnaba sus dedos.

De vez en cuando, al descubrir murmullo de risas a sus espaldas, se daba la vuelta, miraba a través de sus gafas hacia algún punto indefinido de la pared y se volvía de nuevo hacia sus fórmulas.

Terminó de escribir y dejó la hoja encima de la mesa. Con las manos en los bolsillos, caminó enre las filas de pupitres explicando la lección a media voz.

De pronto se detuvo y se agachó. Cuando se levantó tenía un papel entre las manos. Lo ojeó unos segundos y, tartamudeando un poco al principio, siguió explicando la lección de espaldas a sus alumnos, mientras escondía el cuello por debajo de la camisa.

Terminó la clase. Los niños salieron en tropel por la puerta.

- Mmmh... Vosotros dos, esperad un momento... - murmuró con timidez. - Eh... Esta tarde vais a hacer horas extraescolares.

- Es que no puedo.

Cachaza lo miró interrogante.

- ¿Por qué no?

- Porque tengo otras clases.

Cachaza se miró las manos, todavía con algunos restos de tiza, y por un momento pareció olvidarse de los dos niños. De pronto, su cara se tornó en un mal gesto, y se alzó desafiante desde su asiento, impelido por las palabras garabeatas en el trozo de papel.

- ¡Pues hoy no vas a ir!

Los niños lo observaron en silencio, dudando si debían hacer un último intento.

Pero descubrieron, asombrados, que el viejo Cachazudo ausente e indeciso había desaparecido. Ante ellos se alzaba un titán desafiante y de mirada inexorable.

miércoles, 26 de marzo de 2008

Los intrusos

Varias hileras de pupitres se extendían por el aula; Iván caminó hasta el suyo y se sentó.

El griterío fue apagándose poco a poco, y el profesor comenzó a explicar la lección.

Iván, con la mirada perdida, dibujaba pequeños soldados en su hoja de papel, apuntando con sus armas hacia ninguna parte.

Sin tener conciencia del tiempo, las clases terminaron. Iván se dirigió de vuelta a su casa, a paso rápido.

Algunos niños correteaban en el camino, encaminándose con tranquilidad hacia la escuela. Lo miraban con insistencia, pero Iván mantenía los ojos bajos, intentando pasar desapercibido.

Él nunca jugaba en la calle, ni ninguno de sus amigos. Bajo la mirada de atentos militares, en el patio del colegio, fantaseaban con jugar hasta la noche, delante de sus portales.

Días antes, una compañera había sido agredida mientras se divertía en el patio de su casa. Ya ningún sitio era seguro.


Temor y rabia luchaban en su interior. Preguntas difusas se hacinaron hasta reducirse a una: ¿Por qué tanto odio entre albaneses y serbios?

viernes, 14 de marzo de 2008

Miguel

Miguel corrió con todas sus fuerzas. Sintió la sangre golpeándole en los oídos y el aire aspirado le resultaba insuficiente para saciar sus pulmones. Los gritos resonaban en su cabeza de forma insoportable.

- ¡Albóndiga!

En un momento, completamente rodeado, las piedras llovían desde todos los ángulos. Miguel cayó al suelo, asfixiado, intentando recuperar un poco de resuello; sus propios latidos le impedían oír todos los improperios que proferían a su alrededor.

- ¡Creías que te ibas a escapar!

- ¡Eres una vergüenza!

- ¡Fijaos! ¡Las piedras se quedan clavadas en la grasa!

El cuerpo, inmóvil, parecía encajar sumisamente la continuidad de golpes y pedradas.

Los que veían desde lejos la escena giraban la cabeza y proseguían su camino en otra dirección.

Aburridos al comprobar la completa inmovilidad de su cuerpo orondo, se alejaron entre risas.

Al día siguiente, en la escuela, el asiento de Miguel estaba vacío.

- Miguel no puede venir hoy a clase. Unos salvajes lo asaltaron por la calle y le han dado una paliza. ¿Alguno de vosotros ha visto algo?

Durante unos segundos, la clase entera enmudeció.

- ¿Qué ha dicho Miguel?

- No reconoció a nadie.

La mirada del profesor escrutó a los alumnos, uno por uno. Vencido, se arrellanó detrás de su mesa, mientras exclamaba:

- ¡No hay excusa para tanta violencia!

La eterna excusa

La albóndiga cayó del plato y rebotó sobre el suelo. Todos nos quedamos mirando aquella esfera de carne, que parecía vacilante sobre las resbaladizas baldosas. Por fin, tras varios segundos de expectación, mi madre alargó la mano desde el otro lado de la mesa y la tiró a la basura.

Terminamos la comida. Mi hermano se levantó y salió de la cocina, mientras mi madre y yo recogíamos y metíamos los platos en el lavavajillas.

- ¿Vas a estudiar ahora?

- Dentro de un rato – contestó mi hermano.

Al terminar, entré en el salón. Mi hermano miraba la televisión tumbado en el sofá. Intenté encontrar un hueco en vano, y me fui a mi habitación.

Mientras escuchaba algo de música, mi hermano abrió la puerta.

- ¿Qué haces? Estoy aburrido.

Luego salió, y al cabo de un rato lo escuché caminar hacia la entrada. Mi madre lo perseguía por toda la casa:

- Pero, ¿cuándo vas a estudiar?

- No sé, ahora estoy ocupado.

- ¡Siempre con excusas!

Extranjeros


La albóndiga cayó del plato y rebotó sobre el suelo. Tras breves instantes de oscilación, prosiguió su recorrido hasta la mesa vecina. Sentí su impacto contra mi bota.

Alguien se levantó y se acercó.

- Excuse me.

A lo lejos, el Big Ben anunció la una en punto.

Diálogos familiares

- Estoy agotada. ¿No podrías hacer tú hoy la cena? Sólo tienes que...
- Hoy hay Champion. Otro día, ¿vale?

- ¡Siempre lo mismo! ¡Cuando no es una cosa es otra!

- ¡Ya estamos! ¿No puede uno descansar un poco cuando llega del trabajo? ¡Sólo quiero ver el fútbol!


- ¿No has ido a comprar?

- A mediodía.

- ¿Y las cervezas?

- ¡En la tienda!

- ¡Cómo te gusta fastidiarme!



- ¡Cuántas veces te he dicho que no pongas los pies ahí!

- ¡Calla ya!, ¡estoy viendo el partido!


- ¿Cuándo va a estar la cena, mamá?

- Estará cuando tenga que estar.


- ¿Vas a ponerle un posavasos a eso?

- ¡Gooool!... ¿Decías algo? ¡Quita, que no me dejas ver!


- La cena está lista.


- ¿Qué tal en el colegio?

- Bien, mamá.

- ¿Habéis aprendido mucho?

- Sí, mamá.

- Así me gusta. No querréis acabar como vuestro padre.

- ¿Y ahora qué pasa?


- ¿Tengo que recoger yo también?

- Déjalo; ya recojo mañana.

- Es igual, ya lo hago yo.


- ¡Mamá!

- ¡Mira que eres chivato!



- ¡Ya estáis otra vez! ¡Por qué tenéis que estar siempre peleando!