miércoles, 26 de noviembre de 2008

Los anónimos

- Hola, me llamo Temptatius y soy un demonio.

- Hola, Temptatius – le corearon todos los presentes. Los miró con desconfianza, sintiéndose por primera vez descubierto ante un auditorio extraño. El estómago se le revolvió, se le nubló la vista y una voz le sostuvo un segundo antes de tambalearse: “Cuéntanos por qué estás aquí”.

- Bueno… Yo…- carraspeó para dominar aquella sensación desconocida que le erizaba la espalda-. Realmente no sé por dónde empezar.

- Tranquilo. Todos hemos pasado por lo mismo. Tenemos todo el tiempo del mundo; puedes tomarte el que necesites para explicarnos tu historia.

Temptatius trató de hacer memoria y comenzó:

- Yo antes era un demonio feliz. Al menos eso recuerdo, hace ya tanto tiempo… Sólo con echar un vistazo a una persona descubría cuáles eran sus más recónditos deseos, aquellos que ni ellos mismos se hubieran reconocido, y se los susurraba al oído; sentía el temblor de sus labios, el batir de sus párpados, el rubor de sus mejillas...

>> Tuve grandes éxitos, ¿sabéis? Algunas de las más nombradas guerras llevan mi nombre. Recuerdo que una vez incité a un pobre chico a robarle la mujer a un rey; hubo una gran guerra por esa causa en la que murieron miles de personas… Es curioso que no me acuerde de sus nombres… En fin, eso ocurrió hace mucho tiempo… - miró a la concurrencia buscando su admiración, pero sólo encontró expectación en sus miradas. Se recompuso y probó un nuevo intento- Bueno, también he realizado aportaciones eficaces en los últimos tiempos. Recuerdo haberle susurrado a un presidente de gobierno algo sobre la falda de su secretaria –el público se animó un poco-. Sin embargo… - Temptatius cerró los ojos para que nadie se percatara de que estaban empañados, pero no pudo evitar que su voz se quebrara un poco-. Últimamente tengo la sensación de llegar tarde siempre. Mis esfuerzos son inútiles. Tengo la impresión de que ya no quedan deseos perversos en el interior de las personas… No sé si me explico –buscó algún signo de asentimiento entre el público, pero sólo halló perplejidad.

>> En fin… Quiero decir que…- buscó las palabras entre su espeso vocabulario- las personas ya no necesitan mi ayuda para cumplir sus deseos. Mire donde mire, sólo encuentro crueldad, violencia, intolerancia… Pero, sobretodo, indiferencia-. Temptatius inspiró profundamente-. Con eso ya no puedo trabajar.- Alzó los ojos con pesadumbre y, ahora sí, encontró compasión.

- Por eso yo digo: ¡abajo los demonios!

- ¡Sí! ¡Abajo los demonios! – gritó el resto.

Otro demonio se levantó entre el público y se acercó al estrado. Todos guardaron un silencio ceremonioso.

- Tenéis razón, compañeros. El trabajo de demonio está superpoblado y ahora mismo resulta improductivo. Por eso estamos aquí reunidos. Necesitamos un cambio.- se giró hacia Temptatius y continuó hablando-. Temptatius ha dado un gran paso. Hoy es su 15º mes sin ejercer de demonio. Por eso vamos a celebrarlo – como una ola, algunos gritos del fondo comenzaron a propagarse. Intentó apaciguarlos con enormes ademanes-. Pero primero vamos a entregarle a Temptatius la placa Pichurri… - Observó algunas miradas interrogantes y aclaró: “la de los 15 meses”.

Un estrenduoso aplauso hizo estallar el suelo. Temptatius, orgulloso, enseñó su insignia a los demás asistentes.

El flautista

Yo antes era el alcalde de esta ciudad. Y he de confesar, sin que ello parezca algún tipo de vanidad, que era una ciudad hermosa a su manera. Las calles, si no cubiertas de adoquines, al menos lo estaban de un gentío feliz al que tampoco parecía importarle los muros cuarteados ni las casas medio derruidas que atestaban esta localidad. Pero eso era antes de que todas las falacias que se han ido pregonando últimamente ahondaran en el espíritu de mis ciudadanos y me despojaran de mi cargo, arrojándome a la inmundicia y la miseria.

Todo empezó el día que aquel canijo llegó a mi pueblo. He tenido que escuchar durante los últimos meses embustes cada vez mayores sobre la fisonomía de ese personaje: unos recuerdan a un tipo alto y enjuto, otros añaden un aire taciturno; ¡incluso hay algún osado que lo ha calificado de atractivo! Nada más lejos de la realidad. Oídme bien: el hombre que aquel día llamó a mis puertas no era más que un enano, con una cara boba y amoratada que señalaba a todas luces la procedencia de su estupidez. Sostenía en sus manos un objeto que en otros tiempos debía haber sido una flauta, y se ofreció para librarme de una hipotética plaga de ratones que asolaba la ciudad. Lo despaché deprisa y sin muchos miramientos, tenía otros asuntos más importantes de los que ocuparme.

La siguiente noticia que tuve de aquel lunático fue unos días después, cuando me enteré de que lo habían arrestado por provocar disturbios. Según mis fuentes de información, el pobre hombre iba brincando por las calles mientras silbaba algunas notas discordantes, algunas veces con su vieja flauta, y de vez en cuando se agachaba para introducirla por las alcantarillas buscando, supongo, las ratas que estaban arrasando nuestra ciudad.

Fui a verlo a la celda. Lo encontré sentado y tembloroso en una esquina, con la mirada fija en la pared de enfrente; de pronto se levantó y saltó sobre la cama, profiriendo gritos aterrorizado. Decía haber visto ratones a través de unos agujeros en la pared. Me dio tanta lástima que di orden de que lo liberaran y que, de paso, le sirvieran un vaso bien cargado de alguna bebida fuerte.

Sin embargo, en cuanto se abrieron suficiente las puertas de la celda, aquel desgraciado salió corriendo, se escurrió entre los guardias de la entrada y comenzó a gritar por las calles, sacudiéndose monstruos invisibles de la ropa y del cabello. Los niños, que jugaban en el parque de enfrente, se acercaron al hombre extraño y gracioso, riéndose y mofándose; ante aquellas burlas pueriles, aunque no por ello desprovistas de crueldad, el hombre agarró su flauta, se la acercó a la boca y podría jurar que de ella salió el sonido más agudo y sobrecogedor que he escuchado jamás. Después, huyó desesperado hacia la salida del pueblo, cruzó el río y se adentró en el bosque, siempre seguido de aquel corrillo infantil que no parecía dispuesto a abandonar a un individuo tan entretenido.

Lo que ocurrió después, nadie lo sabe. Pero transcurrieron las horas y los niños no volvieron; ni aquel día, ni al siguiente. Todavía algunos tienen la esperanza de que, quizás, vuelvan alguna vez.

Al poco tiempo, rumores extraños llegaron hasta la alcaldía y comencé a encontrar rostros huraños. Tuve que buscar un aplomo del que carecía para hacer frente a los comentarios sobre mi avaricia, mi soberbia y mi falta de gratitud hacia aquel hombre que me había ofrecido sus servicios, pues era indudable la ausencia de ratones por las calles de la ciudad. Creo que fue en aquel momento cuando comencé a gritar y a jurar como una persona que ha perdido definitivamente el juicio.

Me relegaron de mi cargo y, con el tiempo, perdí mi casa. Aproveché mi nueva situación de viandante persistente para indagar los alrededores. Un día que caminaba por la orilla del río encontré junto a una roca una flauta bastante podre. La rescaté de la crueldad de las aguas y la guardé en un bolsillo de mi chaqueta. Desde entonces la llevo conmigo. A veces, cuando la miro, me pregunto qué fue de ese infeliz.

Y me sorprendo recordándolo al igual que otros como “el flautista”, cuando, si hay una cosa cierta, es que aquel canalla no había tenido en su vida ni una sola noción de solfeo.

Ejercicio Millás

Cuando llegué al despacho después de comer, encontré un sobre mi mesa. Lo abrí y volqué su contenido: “5:30 convergencia Islas Filipinas – Julio Casares” , decía una nota; encontré una cuartilla mecanografiada, supongo que con algunos datos del sujeto, y una foto adjunta para facilitar el proyecto. Se trataba de un hombre maduro, algunas mechas canas se entremezclaban con su cabello azabache dándole un aire distinguido. “Un hombre con clase”, pensé. No me gustaba aquel tipo.

Me presenté a la hora señalada; dejé el coche al otro lado de la calle en punto muerto, dispuesto a seguir a mi objetivo en cuanto lo tuviera a la vista. Había colgado su foto del espejo retrovisor, y comparaba aquel rostro con el de los hombres que abandonaban la consultoría donde trabajaba el individuo. La cuartilla con sus datos me acechaba desde el asiento del copiloto, pero me había negado a leer sus referencias para evitar los prejuicios; ni siquiera había mirado cuál era su nombre.

A las 6 en punto mi objetivo abandonó por fin la consultoría con aire jovial. Me sorprendieron su energía lozana y su autoridad; chasqueé la lengua con desagrado y comencé a seguir su coche a una distancia prudencial.

Lo seguí hasta el aparcamiento del aeropuerto; mi primera impresión fue que mi individuo se disponía a realizar un viaje de negocios, pero esa idea me abandonó cuando observé el beso apasionado que se intercambió con aquella fulana. Perdone la expresión, pero, sin entrar en detalles, es el único calificativo que se podría aplicar a aquella jovencita.

Se dirigieron muy zalameros al mostrador de Salidas Nacionales para tomar el avión de las 20.30 del trayecto Madrid – Alicante. Este pobre investigador tuvo que soportar una larga espera hasta que por fin consiguió embarcar en el último momento, pues el avión, en principio, estaba al completo.

Desde mi asiento, pude observar las continuas carantoñas que se prodigaban el uno al otro; parecían no haberse visto en largo tiempo, pero por las escasas palabras que pude atrapar de su conversación, realizaban aquellos viajes con bastante frecuencia. Me imaginé entonces que se trataba de un amor ilícito, pues tanto embeleso me extrañaría en una relación convencional.

Una vez en Alicante, los escolté hasta un lujoso hotel en la playa, demasiado ostentoso para mi gusto. Solicité una habitación a regañadientes, después de comprobar que mi objetivo se había encerrado en la habitación 334 con la muchacha y no parecían dispuestos a abandonarla por el momento.

Durante su estancia, que comprendió las noches del viernes, sábado y domingo, comprobé que los tórtolos sólo se ausentaban de su nido de amor para dar tranquilos paseos por la playa; no los calificaría de románticos, dado que mi sujeto era muy frecuente que liara un cigarrillo, supongo que de hachís por los efectos hilarantes que producían en él, y lo fumara solo. Su acompañante, pese a los continuos ruegos de mi sujeto, nunca aceptó ninguno. En esas ocasiones, ella solía responderle con una sonrisa artificial y de compromiso a la que él no solía prestar mucha atención.

La mañana del domingo, sorprendí a mi sujeto solo en la recepción del hotel, así que me senté con discreción en una esquina y me dediqué a observarlo a placer. Su rostro no revelaba emoción ninguna, parecía completamente relajado y absorto en la lectura, por lo que deduje que mi hombre había preferido no interrumpir el descanso de su compañera. La lectura del libro, sin embargo, debía resultar bastante soporífera, pues su cabeza sufría continuos desvanecimientos sobre las páginas. Aproveché esta debilidad para acercarme y estudiarlo más intensamente. Su rostro, durante la viligia, mantenía las arrugas en continua tensión, pero ahora aprovechaba su descanso para relajar todos sus pliegues y le confería una nueva imagen, menos sometida y más poderosa incluso.

La entrada de la chica interrumpió mi análisis, y observé con pesadumbre como se escapaba la pareja hacia algún destino que no quise investigar. Sin embargo, no llegaron muy lejos, pues todavía se encontraban en la puerta cuando comenzaron una acalorada discusión. No fue necesario que me levantara de mi asiento, y tampoco eché en falta los micrófonos direccionales y otros sofisticados medios que suelo utilizar en las investigaciones y de los que no pude dotarme debido a la premura con que esta investigación fue encargada: el volumen de la discusión era tan elevado que fue imposible para todos los presentes no escuchar al menos parte de su conversación.

Para mi satisfacción, el detonante de la discusión fue la chica; según sus propias palabras, no podía aguantar más aquella situación ni las continuas prórrogas de divorcio con las que él pretendía aliviarla; quería, dijo, poder proclamar a los cuatro vientos que él era su amante. Creo que a todos los presentes nos quedó bastante claro.

La disputa terminó cuando ella se dio la vuelta y se dirigió de nuevo a la habitación, dejando a su amante como cebo para las miradas de los presentes, algunas curiosas, otras acusatorias, y al menos una de admiración.

Mi sujeto, con gran dignidad y mi aprobación secreta, salió por la puerta del hotel; yo me levanté raudo y logré alcanzarlo a los pocos metros. Le pregunté si tenía fuego, aunque yo no fumo; cuando ambos nos dimos cuenta de la incongruencia de la situación, nos reímos y aproveché para pedirle un cigarrillo de los que le había visto liar. La sorpresa y la duda traspasaron su rostro unos segundos; después me acercó el cigarrillo a la boca y con un gesto impresionante lo encendió.

Pasamos la tarde juntos, fumando y riéndonos. A las pocas horas, él me abrió su corazón y me contó muchas cosas de su vida y su adulterio que no voy a poner sobre el papel; yo no me atreví a hacer lo mismo.

Al día siguiente, regresaron a Madrid en el vuelo de las 7,50. La chica lo acompañaba en silencio. Enrique me saludó al verme, alegrándose de la coincidencia. Es evidente que mi alegría fue mayor.

Se separaron al llegar al aeropuerto. Ella se dio la vuelta un par de veces, contemplando impotente la pérdida de su amante. Enrique caminó de frente, sin volver la vista atrás; supongo que, en esos momentos, ya la había olvidado.

Soy consciente de que mi investigación concluye aquí, que mi seguimiento ha finalizado. Sin embargo, somos amigos, le insto para vernos todos los días, lo persigo por las calles cuando no estamos juntos. Desde hace unos días ha empezado a esquivarme.

Pero lo siento, Enrique. No puedo desprenderme de ti.