sábado, 18 de abril de 2009

El sueño de un español

La vida es como se presenta. Deseaba tener una habitación limpia e individual, una cama muy blanca, un lavabo resplandeciente, una mesa con una lámpara de luz suave. Pero debía matar a alguien. Al menos ése había sido el trato.

Había quedado con el dueño el martes a las once y media en una cafetería cercana a la casa en venta. Llegué puntual y me senté en una mesa apartada con la mirada fija en la puerta. Pedí un café solo; tomé un trago largo y me quemé la lengua. Justo en ese momento, un hombre de aspecto extravagante atravesó la entrada. Miró a uno y otro lado a través de sus gafas ahumadas y con paso decidido se acercó a mi mesa.

- ¿Es usted el señor Gutiérrez? -me preguntó. Sin esperar mi respuesta se sentó y pidió una clara-. Está usted interesado en la casa -afirmó sin mirarme-. No le he engañado, el chalet es cómo se describe en el anuncio. Y el precio es inmejorable. Pero debe saber que existen una serie de condiciones -por fin, me miró a los ojos, o al menos eso me pareció; yo no pude distinguir nada tras los cristales oscuros.- Muchos han venido antes que usted y han fracasado. Espero que no me defraude -realizó una breve pausa mientras se bebía la cerveza de un trago-. Venga, le enseñaré la casa y hablaremos de las condiciones -Dejó un billete de 5 euros, se levantó y se dirigió rápidamente hacia la puerta, sin volver la vista atrás. Después de unos segundos de vacilación, decidí seguirle; tuve que apresurarme para darle alcance.

Atravesamos la entrada. Nos encontramos en un largo camino rodeado de manzanos; seguí al vendedor hasta el porche. Al abrir la puerta, la luz de la ventana me cegó unos instantes; parpadeé y giré la cabeza. No entraré en detalles sobre la descripción de la casa, sólo diré que era el sueño de cualquier español. Miré al dueño con la boca abierta, pero él no me prestó atención; estaba acostumbrado a aquella reacción en los candidatos.

- ¿Cuánto? -le pregunté.

- Por favor, señor Gutiérrez, no me haga preguntas estúpidas -contestó con un bostezo suspirado-. El precio es el estipulado en el anuncio. Pero ésa no es la cuestión.

Permaneció en silencio durante unos minutos que me parecieron insoportables.

- ¿Qué estaría dispuesto a hacer por esta casa?- me preguntó de pronto.

- Cualquier cosa -respondí sin vacilar.

Sonrió complacido.

- Ésa es la respuesta que esperaba -respondió-. Bien, hablemos de las condiciones -dijo señalándome un asiento. - Llegamos a un punto delicado, señor Gutiérrez. Todos los candidatos que he entrevistado han rechazado el chalet al exponerles las condiciones. Pero espero que usted sea diferente; tengo el presentimiento de que así es -comenzó-. Verá, señor Gutiérrez, este chalet lo construí yo mismo hace 20 años. Hace poco decidí ponerlo en venta, pero el nuevo inquilino debe amar esta casa tanto como yo. Ésa es la razón de las peculiares condiciones: necesito saber que la persona que la va a ocupar es capaz de hacer cualquier cosa por ella, ¿entiende? Cualquier cosa -esperó unos instantes para que pudiera captar todo el significado de sus palabras-. Es por eso que debe matar a alguien.

Estudiaba atentamente la expresión de mi rostro, intentando adivinar mis pensamientos. Pero, en aquel momento, yo no pensaba nada. Sólo sabía que necesitaba aquella casa.

- ¿A quién? -pregunté tras unos minutos.

- Eso lo dejo a su elección -contestó-. Pero necesito pruebas.

- Entiendo -asentí con la cabeza. Él sonrió y me tendió la mano. Luego nos levantamos y abandonamos el chalet.

Mientras me dirigía a mi casa, empecé a preguntarme a quién sacrificaría. Recordé uno por uno a todos mis conocidos, pero los deseché enseguida; les tenía demasiado cariño. Además, resultaba más fácil que me descubrieran si la víctima se encontraba entre mis conocidos. Después comencé a estudiar los rostros de las personas que se cruzaban en mi camino, pero ninguna logró hacerme sentir deseos de matarla.

Por fin llegué a mi casa. Vivía en el cuarto piso de un viejo edificio; un olor a humedad inundaba la entrada. Una pequeña bombilla invadía de penumbras el rellano, pero mi piso estaba prácticamente a oscuras, sólo iluminado por la luz de la luna que entraba por la ventana. Aún así, aquella habitación con cocina y baño parecía más grande de noche, cuando las sombras alargaban el suelo más allá de las paredes que lo limitaban.

Me encerré durante los siguientes días, no sabría decir cuántos fueron, preparando hasta los últimos detalles del plan que me había propuesto. Cuando por fin salí a la calle, ya había escogido a mi víctima y había decidido el momento.

Esperé hasta la noche delante de su casa. Le vi entrar y salir un par de veces, pero me escondí y estoy seguro de que no llegó a verme. Calculé que serían más de las doce de la noche cuando atravesé la entrada. El camino resultaba sobrecogedoramente romántico. Abrí la cerradura con una ganzúa, sin hacer ruido; había estado practicando muchas horas en los días anteriores y mi mano no temblaba cuando giré el pomo de la puerta.

Subí silenciosamente los escalones; ya en el primer piso, seguí los ronquidos de mi víctima hasta la habitación en la que dormía. Lo encontré boca arriba, con los brazos a los lados del cuerpo, sobre la cama. Tenía los ojos cerrados.

Me acerqué de puntillas hasta la cabecera. Entonces saqué el revólver del bolsillo, le quité el pestillo y coloqué suavemente la boca del cañón sobre su frente.

- Buenas noches -saludé.

El vendedor abrió los ojos; me sorprendió la ausencia de cualquier expresión de sorpresa o temor en su rostro.

- Buenas noches, señor Gutiérrez -me contestó-. Así que ésta es su elección.

No respondí. Él intentó sentarse, pero se lo impedí empujándole con fuerza con el revólver.

- No intente levantarse o disparo -le amenacé.

- Como usted quiera – contestó tranquilamente-. He de reconocer que nadie había intentado esto hasta ahora, tiene usted agallas -cerró un momento los ojos y sonrió con satisfacción-. Le felicito, señor Gutiérrez. La casa es suya.