domingo, 14 de febrero de 2010

La divina Circe

Tiempo hace ya que el astuto Odiseo abandonó estas tierras. Llegó a esta isla cruzando el mar en su negro navío, con la mitad de la tripulación perdida entre los embites del mar y los peligros de la tierra.

Su llegada fue anunciada por un ciervo de altas cornamentas, al que dio muerte Odiseo ensaetándolo con su lanza de cobre; así el ciervo, con un último mugido que alertó a toda la isla, murió. Con él alimentó a su tripulación, bebiendo vino y comiendo las entrañas del ilustre ciervo.

La Aurora los descubrió durmiendo en la orilla y los despertó. Se dividieron en dos grupos de hombres, uno liderado por Euríloco, otro por Odiseo; así Euríloco, con otros 22 compañeros, atravesaron los lindes del bosque y se internaron en él. Divisaron pronto el humo rojizo de mi morada, y hacia aquí se dirigieron.

Ya en la entrada, asustaron a los leones y a los lobos montaraces que la custodiaban. Me vieron en el interior y me llamaron a gritos, interrumpiendo mis dulces cantos y mi costura. Los invité a entrar, a pesar de sus ropas harapientas y sus ajados rostros, y les ofrecí la mesa dispuesta de exquisitos manjares. Sólo un hombre rehusó mi ofrecimiento, temiendo que sus compañeros, en su inconsciencia, hubieran aceptado una trampa. Se sentaron y mis sirvientas les dispusieron escabeles bajo los pies; los hombres, comportándose como terribles cerdos hambrientos, nada agradecieron. Tras el suculento banquete, les ofrecí una bebidas en copas áureas y las bebieron ávidamente, sin preguntarse cuál podía ser su contenido, tan seguros se sentían en la morada de una mujer que tenía tan sólo la ayuda de cuatro sirvientas. Saqué mi varita de la manga y sin ningún arrepentimiento convertí su apariencia en aquello que ya habían demostrado ser, aunque su mente permaneció intacta. Todo esto vio el hombre que había rechazado mi invitación, y huyó corriendo hasta la playa donde aguardaban el resto de sus compañeros. No me preocupó cuáles fueran sus palabras, tan segura estaba de que la negra nave alzaría sus velas huyendo de esta isla y su temible ama.

Odiseo, sin embargo, acudió en rescate de sus perdidos compañeros. No temía su llegada, aún cuando había escuchado toda suerte de hazañas y tretas que engañaban a sus múltiples enemigos. Llegó hasta mi morada, me llamó a gritos y acudí a su llamada. Le invité a entrar y le ofrecí mis manjares; Odiseo comió ávidamente, aunque su astuta mirada seguía todos mis movimientos. Para terminar la cena, le obsequié con bebida en una copa de plata que Odiseo tragó; mas cuando alcé la varita y pronuncié mi sortilegio, ningún cambio se hizo notar en él. “¡Vete a la pocilga y túmbate junto a tus compañeros!”, repetí sin cesar. Pero el hábil Odiseo desenvainó su larga espada y me amenazó de muerte con ella. Invadida por el temor ante aquel extraordinario hombre, me arrodillé a sus pies y le agarré las rodillas.

“¿Quién eres tú entre los humanos que no sucumbes a mis maleficios? Pues ninguno hasta ahora ha podido resistirse a mis hechizos y sin embargo tu ánimo se mantiene inalterado en tu pecho. ¿Acaso eres Odiseo, el de múltiples tretas, que me profetizó el Argifonte una y otra vez, que llegaría en una negra nave al volver de Troya? Envaina tu espada ahora y ven a acostarte en mi lecho para que en el amor podamos confiar mutuamente.”

“¡Ah! ¿Cómo voy a confiar en ti, tú que has convertido en cerdos a mis compañeros y que con tus artimañas quieres me acueste en tu lecho para que, desarmado, puedas dejarme tarado e impotente? No me meteré en tu cama hasta que no jures con firmeza que no intentarás ningún otro maleficio contra mí.”

Así lo juré y Odiseo me siguió hasta el lecho. Allí, ante mis preguntas, Odiseo me relató sus aventuras de regreso a su patria.

“¡Ah, pérfida! ¿De verdad quieres saber el destino que los dioses han trazado para mí? Muchos son los pesares que me han acontecido, y aún no he logrado ver el final; perdí muchos compañeros buenos y queridos en el viaje de regreso a nuestra patria, la gloriosa Ítaca y esperemos que los dioses hayan terminado de jugar con nuestro destino.

Cuando salimos de Ilión, el viento nos arrastró hasta la tierra de los cícones, en Ismaro. Saqueé la ciudad y di orden de partir enseguida, pero mis hombres no me obedecieron. Bebieron vino en la orilla y al final los cícones que habían conseguido huir llamaron a gritos a otros cícones vecinos, y todos juntos vinieron a presentarnos batalla. Murieron valientes compañeros, y los demás logramos escapar a la muerte y al destino.

De nuevo el viento nos guió, pero cuando parecía que ya iba a llegar por fin a mi amada tierra, los vientos se enfurecieron y nos alejaron de la costa; navegamos por el mar rica en peces durante 9 días, al décimo llegamos a la tierra de los lotófagos. Los habitantes del país dieron a probar a mis hombres aquella planta de la que se alimentaban, flor de loto. ¡Pobres desgraciados! Pues al instante olvidaron todo sobre su regreso y su amor a su patria, y decidieron quedarse en la isla y seguir nutriéndose con la flor de loto. Tuve que arrastrarlos hasta el barco y amarrarlos al fondo de los bancos, desoyendo sus súplicas y sus lágrimas, y nos alejamos de aquel país de lotófagos.

Llegamos poco después a la isla de los cíclopes, que ni plantan ni trabajan la tierra con sus manos. Nos quedamos prudentemente en la orilla, y cuando despuntó la Aurora de rizada melena me decidí a averiguar a qué tierra habíamos llegado y cómo eran sus habitantes. Encontré a un enorme monstruo de un sólo ojo que custodiaba su rebaño dentro de una enorme cueva; cuando sacó a su rebaño, nos refugiamos en la cueva y comimos queso hasta que llegó el ganado. El monstruo cerró la cueva con un gran peñasco, que no hubieran movido ni veintidós carros robustos de cuatro ruedas, y nos dejó allí encerrados. Le hablé y se presentó como Polifemo, hijo de Poseidón; al descubrir a mis compañeros, agarró a dos con sus grandes manos y los despedazó poco a poco, entre sus gritos y nuestras súplicas, y se los comió. Ante aquella crueldad, mis ojos se posaron sobre un tronco de olivo que se encontraba junto a la entrada, y comencé a imaginarme introduciendo aquel tronco ardiendo en su único ojo. Así mis compañeros y yo dejamos ciego al enorme y cruel cíclope; comenzó a gritar de agonía y al preguntar quién le había dejado ciego, le dije que me llamaba Nadie; pero aún seguíamos encerradas en su cueva. Me fijé entonces en el rebaño, y entretejí su sedosa lana en grupos de tres ovejas, de modo que mis compañeros se ocultaban bajo la lana del lomo de la oveja del medio. Yo me oculté en la última, agarrándome fuertemente a su lomo.

Así el gigante dejó salir a su rebaño, palpando bien los costados de sus carneros para que ninguno de nosotros pudiera huir entre ellos, me solté y acudí a rescatar a mis compañeros. Fue entonces cuando el necio cíclope se dio cuenta del ardid y llamó a sus vecinos, asegurándoles que Nadie le había dejado ciego y Nadie había dejado escapar su rebaño; ellos, ante estas afirmaciones, no pudieron hacer más que dejarlo solo.

Sin embargo, cuando ya nuestra negra nave se alejaba de la costa, seguíamos oyendo los gritos del cruel Polifemo y, envalentonado, le grité mi nombre, para que pudiera decirle a todo el mundo quien le había infligido aquellas heridas. El cíclope, entonces, llamó a su padre y le imploró venganza.

Nuestra nave consiguió llegar hasta las costas de isla Eolia, donde Eolo y sus hijos nos ofrecieron hospedaje. Al conocer nuestras desventuras, nos ofreció un odre de buey de 9 años, de modo que al partir de nuevo la negra nave, el viento soplaba a nuestro favor; pero mis compañeros, queriendo ver los hermosos presentes que el dios me había regalado de regreso a mi patria, abrieron el odre y así los vientos se desataron, provocando un huracán que sacudió la nave y la llevó de vuelta a la isla Eolia. Aunque rogué de nuevo al dios para que nos ayudara en nuestro regreso, Eolo nos expulsó de su casa y de su isla, temeroso de provocar la ira de los dioses que amenazaban mi vuelta a Ítaca.

El mar y el viento nos llevaron hasta la escarpada Ciudadela de Lamos, a Telépilo de Lestrigonia, donde los habitantes nos dijeron que el rey se debía hallar en la casa de altos techos. Mandé a unos compañeros a la casa, pero al llegar vieron a una mujer alta como una montaña, que enseguida llamó a su marido Antífates; entre ellos y otros lestrígones se zamparon a varios hombres y estrellaron rocas contra las naves. Salimos huyendo de aquella isla maldita y quisieron los vientos y los dioses, por desgracia o por ventura, que mi siguiente destino fuera esta isla, Eea, siendo su dueña Circe, la terribe diosa de voz humana, de trenzados cabellos, la famosa hermana del despiadado Eetes.”

Viendo descubierto mi nombre, admiré aún más a aquel valiente Odiseo, el de las muchas tretas, que había burlado a la muerte en tantas ocasiones.

Al día siguiente le ofrecí mis más exquisitos alimentos, pero el astuto Odiseo no probaba bocado.

“¿Por qué no pruebas la comida, Odiseo? ¿Acaso temes que haya dispuesto otro maleficio entre tus manjares? Nada debes temer ya, pues te aseguré con un firme juramento que no volvería a utilizar mis hechizos contra ti.”

El prudente Odiseo me respondió entonces que le era difícil probar bocado cuando sus compañeros seguían encerrados en las pocilgas, padeciendo como cerdos. Sin esperar más respuesta me fui a las pocilgas, y allí unté a los cerdos con un ungüento que les hizo perder los pelos, los rabos y las orejas, devolviéndoles su apariencia humana, pero más limpios, jóvenes y robustos de lo que antes eran. No agradecieron mucho mi perdón, aunque desde entonces fueron más temerosos y precavidos con mi magia.

Odiseo ordenó recoger a los tripulantes que aún aguardaban en el negro navío, y todos juntos celebraron su reencuentro con mis bebidas y mis alimentos.

Tuve ocasión de admirar a Odiseo largo tiempo; sus ropajes ajados fueron cambiados por otros más lustrosos, su melena creció y su atenta mirada se anticipaba a los hechos y las palabras. Mi devoción creció, pero aunque le propuse quedarse como rey, rehusó, tan ansioso estaba de volver a su patria y a su paciente esposa. Le ofrecí mi tierra, mi casa y mi lecho, mas sabía que su estancia sería corta y esperaba temerosa que su impaciencia le persuadiera de continuar su regreso.

Así pasaron los meses y las estaciones, y cuando había pasado un año y los días volvieron a ser largos, los hombres convencieron sin mucho esfuerzo a Odiseo de regresar a su patria.

“Circe, cumple la promesa que hiciste antaño de devolverme a mi hogar”.

Habiendo esperado aquel día, estaba preparada y así le dije:

“Divino hijo de Laertes, muy mañoso Odiseo, tiempo es ya de que regreses; sin embargo, antes de volver a Ítaca, tendrás que encontrar al adivino Tiresio en la tierra de Hades, pues él te guiará en tu regreso”

Odiseo, horrorizado, lloró.

“¿Cómo cruzaré yo esas tierras de las que ningún mortal vivo ha vuelto?”

Y le expliqué lo que debía hacer.

Así marchó Odiseo en su negra nave, llegando hasta el Hades donde habló con Tiresio y con otras almas que encontró, que le guiaron en la ruta que debía seguir a partir de ese momento. Aún volvió por la isla Odiseo, para enterrar a un compañero que había muerto al caer desde el tejado; sin embargo, también se despidió de mí, y agradecida le relaté los peligros que su nave encontraría, y cuál era la mejor manera de atravesarlos.

Y esa fue la última vez que vi al valiente hijo de Laertes, el muy mañoso Odiseo, de muchas tretas, zarpando en su negra nave hacia su destino. Hasta mí han llegado sus noticias, de cómo se salvó del canto de las Sirenas y de ser devorado por Escila gracias a mis buenos consejos; de cómo llegó hasta la isla de la diosa Calipso, quien le ofreció la inmortalidad a cambio de su amor y consiguió retenerlo aún más que yo, durante siete años, hasta que el Padre de los hombres la obligó a ayudarlo a llegar por fin a su ansiada patria. Aún tuvieron que participar los feacios en su regreso, cuando su nave fue atravesado por un rayo de Zeus.

Y así pasaron veinte años desde la guerra de Ilión hasta el regreso del rey Odiseo a Ítaca; veinte años de los cuales sólo retuve uno, que valió como toda una vida.

sábado, 2 de enero de 2010

La última tarde

Julián se hundió un poco más en su asiento. Sus aspecto denotaba una gran inquietud interior; se mesaba el pelo contínuamente con los dedos crispados de la mano derecha y, a veces, parecía pretender arrancarse algún mechón de cabello; la mano izquierda intentaba controlar los movimientos espasmódicos que afectaban a su pierna. Sus labios se contraían casi rítmicamente y un ligero temblor recorría su cuerpo de vez en cuando, arrugando sus ropas todavía más de lo que estaban. Desde mi posición era fácil verlo, aunque el resto de las personas que se encontraban en la sala no parecían percibirlo con la misma claridad que yo.
Recordé la primera vez que había visto a Elisabeth: Su hermoso pelo con bucles de fuego, sus ojos glaucos y alegres, su sonrisa espontánea que enseñaba todos los dientes; su forma de guiñar los ojos cuando reía a carcajadas, sus manos seductoras ahuecando su cabello. Poco importó que fuera la novia de su hermano; Julián se la arrebató con una estrategia propia de un rey David: trasladó a su hermano a una vacante del extranjero con la excusa de un trabajo mejor remunerado y de mayor prestigio. Elisabeth no quiso acompañarle. A los pocos meses y a base de persistencia, Julián logró su victoria: la convenció para enamorarse de él.
Pero el amor se desvaneció tan rápido como una ráfaga de viento, aunque sólo por parte de Julián. Y él la castigó por ello.
- ¿Cómo se declara el acusado?
- Inocente, Señoría.
Sí, ahora proclama su inocencia, pero tenían que haberle visto en años anteriores. El fuego del cabello de Elisabeth se apagó y sus ojos parecieron tornarse más oscuros, sumidos siempre en la tristeza y buscando una forma de olvido.
Yo la acompañaba entonces. Sobre la mesa o sobre sus manos, sus lágrimas me bañaban y pulían el acero de mis vértebras, se colaban por entre las rendijas y me inundaban de nostalgia, de desolación y unas gotas de rabia. Me sentía avergonzada de pertenecer a un hombre de tan baja calaña. Cuando sentía que llegaba la hora de la vuelta de Julián, ahogaba sus lágrimas y me devolvía al cajón del escritorio.
No siempre había sido ésa mi morada. Antes, cuando pertenecía al padre de Julián, me custodiaba en su caja fuerte, como si fuera una reliquia; y es que mi nombre sabe a historia y es el deseo de los coleccionistas. Javier lo sabía, claro está; por eso, todas las noches, abría la caja fuerte y, ofreciéndome un pequeño saludo con sus ojos, me agarraba entre sus manos con delicadeza; me sostenía a la altura de su pecho, me limpiaba con esmero con una pequeña gamuza y me contemplaba con verdadera devoción. ¡Cuántos recuerdos inolvidables! Allá, en la vieja guerra, habíamos sido grandes amigos.
- ¿Cuáles son las pruebas aportadas?
- Una Mauser C-96 de 9 mm., Señoría. Una vieja gloria.
¿Vieja gloria? Soy mucho más que eso. Yo, señor, era el arma predilecta de Winston Churchill; me utilizaron en grandes batallas, apagué la vida de más personas de las que ninguno de ustedes llegará a conocer. Y soy la principal controversia de la acusación planteada contra mi dueño y señor, Julián Reyes.
- ¿Se han encontrado huellas?
- Sí, Señoría.
Sí, señor, claro que se han encontrado huellas. Julián me sostuvo en prolongados momentos, durante la noche, igual que antaño había hecho su padre. ¡Qué diferencia! Las manos de Javier eran delicadas y firmes; las de Julián, ásperas y con una debilidad cruel. Ni siquiera sabía sujetarme, aunque practicó en numerosas ocasiones, emulando a su padre en la última guerra.
- ¿Y de quién son las huellas?
- Están las dos, Señoría; las del acusado y también las de la víctima.
Por supuesto que se encontraron las de los dos, señor. Ninguno de los dos se molestaba en limpiarme, como hacía Javier, con aquella suave gamuza azul que recorría todos mis recovecos y me dejaba reluciente, para que mi resplandor brillara en la oscuridad de la cámara que me custodiaba. Los únicos instantes en que relucía eran aquéllos en los que Elisabeth, con la nostalgia de sus ojos, derramaba sobre mí su interminable tristeza, una y otra vez, cada tarde, con los últimos rayos de sol.
Me hubiera gustado reconfortarla, pero mi naturaleza me impide sentir compasión por nadie. No siento lástima por ninguna de las personas que ayudé a morir. Al menos ellos saben lo que es la vida y la muerte; yo sólo conoceré el óxido, la herrumbre y el olvido.
- La defensa alega suicidio.
- La acusación afirma que el acusado preparó la escena para que pareciera un suicidio.
- ¿Hay alguna prueba de eso?
- La declaración de dos testigos que no presenciaron el crimen, pero sí las contínuos gritos de ambos cada vez que peleaban, que era bastante a menudo.
Qué me va a decir a mí, que lo presencié todo.
Cuando las manos finas, suaves y temblorosas de Elisabeth me abandonaban en el cajón, Julián aparecía a los pocos minutos. Su voz fluía con hastío al responder a las preguntas de ella y la intensidad de las palabras aumentaba a cada segundo. Aquellas pequeñas batallas solían terminar con un portazo que hacía vibrar hasta el cajón en que yo descansaba.
El última día, sin embargo, no me guardó en el cajón.
Julián llegó a la hora acostumbrada. Elisabeth, que aguardaba a un lado de la puerta, le saludó. La tristeza y la rabia se debatían por tener el control, mientras el miedo, silenciosamente, emergía de los ojos de ella y de las manos de él y se convertía en el dueño de la situación. Y allí, entre una debacle de manos confundidas y emociones ambiguas, me encontraba yo.

No me importa cómo termine este juicio. Probablemente lo declaren inocente, con el pretexto de la ausencia de pruebas irrefutables. A mí me considerarán problemática y dudosa. Pero me es indiferente. Después de haber contemplado tantas muertes, no me derrumbaré por Elisabeth.
Aunque las llamas de su cabello se confundieran entre mi cuerpo y sus ojos acuosos me contemplaran con pesar; aunque la delicadeza de sus manos me hiciera rememorar tiempos pasados y me hiciera temblar al ritmo de su temor.
Mi memoria seguirá intacta mientras aguardo en la caja del “caso sin resolver” de Julián, en una estantería destartalada. Muchos policías me contemplarán, deseando resolver mi acertijo. Lucharán contra la tentación, me sostendrán entre sus manos, tal vez firmes como las de Javier, tal vez débiles y crueles como las de Julián; tal vez, trémulas como las de Elisabeth. Se preguntarán qué pasó aquel día y yo les responderé con el silencio: El secreto de aquella tarde se perderá para siempre conmigo.

Isis

El despertador roncaba insistentemente recordándome que era hora de ir a trabajar. Pero las mantas pesaban más que nunca sobre mi cuerpo convertido en ovillo y no conseguía zafarme de ellas. Por fin, deslizándome por debajo, conseguí llegar hasta el borde de la cama y me arrojé al suelo. Caí a cuatro patas, sobre las manos y los pies. Y entonces descubrí el pelaje fino y sedoso que había cubierto mis brazos y el dorso de mis manos durante la noche; las uñas se me habían afilado y lucían largas, finas y curvadas. ¿Cómo iba a vestirme ahora? ¡Mis uñas iban a desgarrar todas mis medias!

Intenté ponerme de pie, pero me resultaba muy difícil. No entendía por qué hasta que, al dar unos pasos, el espejo de la habitación reveló mi perfil. Me acerqué a él, incrédula: una larga cola sinuosa prolongaba mi columna vertebral; la vi moverse de un lado a otro, desafiándome. ¿Cómo iba a esconder aquella cola debajo de la falda?

Bien mirado, en realidad tampoco hubiera podido ponerme ninguna falda: mi metro sesenta había disminuido hasta los 30 centímetros, por no hablar de aquel lustroso bigote que se había adueñado de mi rostro. Al menos, había conservado mis ojos verdes, aunque el iris se había alargado verticalmente.

Crucé la casa, buscando el teléfono. Tendría que llamar al trabajo y anunciar que estaba enferma, pero, ¿cómo iba a marcar los números con aquellas zarpas? Me tumbé desolada en el sofá del salón. Con un poco de suerte, Miguel llegaría pronto. Él sabría qué hacer, siempre lo solucionaba todo.

Escuché el ascensor antes que sus pasos: mi oído se había aguzado de forma casi infinita. Miguel abrió la puerta y yo me abalancé hacia él.

- ¿Qué pasa, Isis? -preguntó Miguel-. ¿Tienes hambre?

Negué con la cabeza, pero no me vio. Me apartó con el pie y atravesó el pasillo. Lo seguí silenciosamente hasta la habitación. Miguel empezó a cambiarse de ropa, ignorándome por completo. Me acerqué y le mordí la pernera, intentando captar su atención.

- ¡Quita, bicho! -me gritó lanzando patadas al aire. Tuve que retroceder para que no me golpeara la cara. Estaba empezando a enfadarme: el reloj de la habitación marcaba las 9:47. ¡Ya llegaba una hora tarde al trabajo! Decidí que era hora de explicarme, abrí la boca y dije:

- Miau.

Hasta yo me sorprendí. Me quedé petrificada, mientras Miguel me dirigía una mirada furiosa.

- ¡Isis, sal de aquí de una vez!

Abandoné la habitación cabizbaja. Empezaba a entender que no había esperanza. Tendría que aguardar; a lo mejor todo era sólo un mal sueño y me despertaba enseguida. Contemplaría mis manos y pies humanos, y la cola y el bigote se habrían desvanecido. Sí, seguro que sí. Lo único que tenía que hacer era cerrar los ojos.

Me despertó el sonido estridente del timbre. ¿Quién podría ser a estas horas? Me acerqué a la puerta con cautela, agaché el hocico y olisqueé una fragancia de rosas. Un perfume caro, diagnostiqué. Un perfume de mujer.

Intuí a Miguel antes de que se acercara a la puerta: olía a la colonia que le había regalado por su cumpleaños. Se había acicalado hasta el extremo: el pelo, repeinado hacia atrás con gomina; el traje azul marino de las ocasiones; incluso se había puesto esa sonrisa que raras veces le observaba últimamente. Un rubor extraño le cubría las mejillas.

Abrió la puerta y aquella desconocida entró en mi casa.

- Hola, Miguel -le susurró al oído mientras le daba un beso en la comisura de los labios.

- Hola, Marta -la saludó efusivamente él. Sus ojos relampagueaban de expectación.

Me interpuse entre los dos, haciendo constar mi presencia.

- ¡Esta estúpida gata! -exclamó Miguel-. ¡Siempre igual! Un día de éstos la voy a tirar por la ventana.

Marta le obsequió con una risa seductora. Miguel me apartó con un puntapié y supe que ambos me habían olvidado cuando empezaron a besarse. Se besaban con prisa, con urgencia, mientras sus dedos se deslizaban por debajo de las prendas y jugaban a desabrochar los botones. Caminaron uno frente al otro, sin separarse, hasta llegar a la habitación.

Mi instinto me impedía seguirles, pero al final me acerqué hasta el cuarto. No habían desaprovechado los minutos que pasaron hasta que llegué a ellos: Se revolcaban semidesnudos sobre la cama, sobre mi cama; las sábanas que por la mañana tanto me había costado retirar se apartaban suavemente ante sus movimientos rítmicos y, al fin, se desplomaron apáticamente sobre el suelo. Me aparté de un salto para que no me cubrieran.

Me obligué a contemplarlos; el corazón me latía cada vez más fuerte y la sangre palpitaba en mis oídos, pero ninguna lágrima acudió a mis ojos para rescatarme de aquella visión. Perdí el sentido. Noté la presencia del animal surgiendo en algún punto de aquel pequeño cuerpo gris y dejé que fuera él quien dominara aquella situación. Me abandoné a sus instintos.

En un instante, sentí que flotábamos en el aire y nos abatimos sobre su espalda. Yo aparté la vista y cerré los ojos, aunque los del animal continuaron abiertos y observé todo como un espectador pasivo. Sus zarpas se clavaron una y otra vez sobre aquella espalda arqueada y desgarraron su piel en largos jirones; escuché gritos que retumbaron en nuestros tímpanos y, antes de que me diera cuenta, aquella espalda se giró y observé el rostro de nuestra víctima. Le clavamos las uñas en los ojos mientras se retorcía de dolor. El espectáculo era tan horrible que, entonces sí, se me nubló la vista.

Me desperté en el suelo en el mismo lugar en el que me había desmayado, sintiendo que alguien me lamía los labios. Aparté a Isis con un suave empujón y me levanté. Observé mis manos: 5 dedos cortos y gruesos, pero increíblemente ágiles; me palpé el cuerpo con ellas, comprobando que mi cola había desaparecido y el bigote también. Me acerqué caminando sobre mis pies humanos hasta el espejo: Por fin volvía a ser yo.

Entonces descubrí a Miguel. Estaba tendido en la cama, vuelto hacia arriba. Las sábanas blancas se habían teñido parcialmente de rojo oscuro.

No quise ver más. Aparté la mirada hacia el suelo: entre mis piernas, Isis me miraba interrogante, acariciándose contra mi gemelo derecho. La agarré por el lomo y la acerqué a mi rostro; le di un beso en el hocico, murmuré “lo entiendo” y, acunándola como si fuera un bebé, abandoné la casa.

sábado, 28 de noviembre de 2009

Olor a jazmín

- Raúl, ¿en qué grupos se clasifican los invertebrados? -preguntó el profesor desde la pizarra. El niño llevaba un rato con la mirada fija en el jersey del compañero de delante y eso le molestaba; nunca atendía, siempre le miraba de esa forma, como si no le viera y él sentía que esos ojos lo atravesaban y le hacían recordar cosas que prefería olvidar. Le enfurecía, ésa era la verdad. Por eso alzó la voz y le gritó: “¡Raúl, baja de las nubes y contesta! ¿En qué grupos se clasifican los invertebrados?”

Raúl brincó en el asiento. Sus pensamientos estaban muy lejos y aquella voz le había hecho volver bruscamente. Titubeó:

- Gusanos...- el profesor se impacientaba; intentó en vano recordar el esquema que había tenido frente a él, durante horas, el día anterior-. Crustáceos...

- No, Raúl, los crustáceos no.

Una mano se levantó tímidamente en otro pupitre.

- A ver, Nieves -la aleccionó el profesor con una sonrisa. Aquella pequeña niña-robot nunca lo inquietaba.

- Medusas, gusanos, moluscos y artrópodos -dijo maquinalmente la niña.

- ¡Ah, sí! ¡Eso! ¡Artrópodos! -exclamó Raúl dándose una palmada en la frente. ¡Cómo si a él le importaran los artrópodos! Y, por cierto, ¿qué eran los artrópodos? Comprobó que el profesor lo ignoraba otra vez y su mirada se sumergió de nuevo en el jersey de enfrente; sus pensamientos volaron por la ventana, intentaba volver a su casa. Aunque, ¿dónde estaba su casa? ¿Sería ese edificio de allá enfrente?

Quería volver a la de antes, ésa que olía a bizcocho por la mañana y a jazmín por la tarde. La casa en la que vivía ahora no olía a nada; sólo en el portal, de vez en cuando, olía a meadas de perro. Y ese olor no le gustaba. A su madre, seguramente, tampoco; por eso ponía siempre esa cara cuando cruzaban la puerta. Claro que por las mañanas, cuando entraba en su habitación y le abría las persianas, le solía despertar con la misma expresión mientras le decía: “Raúl, levanta que hay que ir al colegio”. Y no era porque él no le gustara; sabía que no era así, aunque últimamente su voz, que antes siempre le hacía reír, tenía un deje que le entristecía y le encogía el corazón. Ya no hacía bizcochos por las mañanas; esos desayunos se habían terminado: le compraba unos cereales de maíz, “para que crezcas sano y fuerte” y le daba un paquete de galletas para la merienda del colegio. Pero Raúl no se atrevía a decir que echaba de menos sus bizcochos; a veces, mientras se bebía la leche en el desayuno, la miraba y se inclinaba hacia la mesa, abriendo a medias la boca, pero siempre se detenía antes de comenzar la frase. Su madre ni siquiera lo miraba: sus ojos traspasaban su jersey puesto con prisas, su piel y sus huesos y se clavaban en la pared de enfrente; los ojos de su madre también le entristecían.

- ¡Raúl! -le llamó el profesor de matemáticas-. ¿Qué tipo de ángulo es éste?- le preguntó señalando la pizarra. Raúl miró las líneas que se cruzaban, pero no dijo nada; el jersey de delante se giró y le susurró algo al oído.

- ¡Ah, sí! ¡Obtuso! -exclamó Raúl. El profesor sacudió la cabeza y le conminó: “¡Tú sí que eres obtuso! Es un ángulo recto, Raúl; a ver si atendemos un poco más”.

- ¿Y cuál es este de aquí, Nieves? -La niña se levantó y dijo:

- Es un ángulo agudo.

- Muy bien, Nieves -la felicitó, mientras pensaba que la voz de esa sabelotodo le hacía rechinar los dientes.

Raúl abandonó el jersey de enfrente y se dedicó a contemplar a Nieves. Antes, él también solía saber las respuestas y los profesores siempre le felicitaban; se preguntó cuándo había dejado de importarte lo que los profesores pensaban de él. Sí, debió ser aquel día, hacía ya dos meses, cuando se padre les había anunciado que se marchaba. “¿Y adónde te vas, papá? ¿A Argentina?”; su padre siempre estaba viajando a Argentina; aunque nunca le había preguntando el motivo, sabía que su contestación hubiera sido: “Son asuntos de trabajo, Raúl. Bien sabes que que a mí me gustaría estar aquí, pero alguien tiene que trabajar en esta familia”.

Pero, esta vez, su padre no se iba a Argentina. “No, Raúl. Me marcho”. Raúl recordó que fue entonces cuando su madre puso, por primera vez, ese gesto que tanto le entristecía.

- Raúl, léenos tu redacción sobre los dinosaurios -pidió la profesora de lengua. Raúl la miró sin comprender y, al fin, contestó:

- No la hice, profe.

- Está bien, Raúl. Me hubiera gustado escucharla, pero qué se le va a hacer. Prepárala para mañana. Nieves, léenos la tuya -terminó la profesora. Le aburrían las redacciones de Nieves, carentes completamente de imaginación; aquella niña ni siquiera parecía una niña. Era una lástima lo de Raúl; le emocionaban su candidez y su fantasía, y había algo en sus ojos, siempre buscando un punto donde posarse desoladamente, que le producían un estremecimiento que le recorría toda la columna vertebral, de arriba abajo. Allí estaba otra vez, sumido en sus propios pensamientos; lejos de los otros niños, de ella, de la redacción de Nieves. Sin saber que los demás profesores se inquietaban, a sus espaldas, por su lentitud; sin saber que ella lo defendía. No, eso a Raúl no le importaba.

Raúl intentaba recordar la cara de su padre. ¿Cómo había podido olvidarla? Frunció el ceño y se golpeó la frente, tratando de extraer a golpes un recuerdo de su rostro. Pero lo único que le venía a la memoria era su espalda cruzando el umbral de la puerta mientras en sus manos sostenía unas maletas.

- Raúl, ¿te pasa algo? -le preguntó la profesora. Pero Raúl no respondió. No sabía cómo explicarle que echaba de menos el olor a jazmín. Unas lágrimas comenzaron a cruzar su rostro. La profesora se levantó y le pidió amablemente que saliera de la clase, para tranquilizarse.

- Raúl, cuéntame, ¿qué te pasa? -preguntó la profesora. Y Raúl quería contestar, de verdad. Pero no sabía cómo expresar lo que se puede echar de menos el olor del bizcocho nada más levantarse; le faltaban palabras para explicarle que su madre ni siquiera miraba su jersey, puesto con prisas y con arrugas; que sus ojos le entristecían y que no le gustaba el olor <<a nada>> de su casa. Pero, sobretodo, no se atrevía a decirle que había olvidado el rostro de su padre; aquel rostro que había venerado durante años y que, ahora, se esfumaba de su mente sin dejar rastro. No, no podía decirle nada. Se enjugó las lágrimas y volvió a la clase.

Durante el resto del día, trató en vano de acordarse de la cara de su padre. Al llegar a casa, el olor a jazmín inundaba las paredes. Corrió a la cocina y a su madre, pero no encontró su mirada.

Se dirigió a su habitación, a sentarse enfrente de los libros, aunque era consciente de que no los iba a leer.

Al menos, había recuperado el olor a jazmín. Quizá el resto sólo fuera cuestión de tiempo.

jueves, 27 de agosto de 2009

La resurrección de Marcial

A Marcial no le gustaban los nuevos vecinos franceses. Bueno, ni los italianos; ni los portugueses, ni los alemanes. En realidad, no estoy seguro de que le gustaran tampoco los españoles. O la gente con la que había convivido a diario durante los últimos 40 años.

Algunos atribuían su personalidad huraña a su condición de escritor; claro que también atribuían a esta cualidad el resto de sus numerosas virtudes: Cuando alguien saludaba a Marcial y éste respondía con un gruñido, la persona ofendida solía suspirar y murmuraba: “Es escritor”; cuando el cartero introducía las cartas diligentemente en el buzón, al cabo de pocos instantes Marcial recogía su correo y, tras echarle un vistazo, golpeaba con el puño o con el pie -según correspondiera- su propio buzón haciendo que éste perdiera su estabilidad, el vecino fisgón que en ese momento le observara miraba hacia el cielo, se encogía de hombros y pensaba: “Es escritor”; cuando Marcial entraba en un bar, pedía una pinta y, una vez ésta servida, se la bebía de un solo trago y acto seguido estrellaba la jarra contra la pared, los clientes tanto como el propio dueño lo disculpaban: “Es escritor”.

En realidad, si alguna vez hubieran conocido a algún otro escritor, probablemente se hubieran sentido obligados a retirar su absurda acusación como excusa para su comportamiento; sin embargo, como todavía no se había dado el caso, seguían pronunciando la misma cantinela ante cada situación extravagante en que se veía envuelto Marcial.

Como, por ejemplo, el día en que resucitó.

Todo comenzó un martes, a las 10 de la mañana, cuando Marcial decidió no recoger el correo. A decir verdad, estaba ocupado en algunos asuntos que en ese momento requerían toda su atención.

Sin embargo, los vecinos de X no lo sintieron de esa manera; realmente, no hubieran sabido describir lo que sentían. Acostumbrados como estaban a los ataques de ira de Marcial, aquella mañana se sintieron más felices sin saber por qué, aunque al mismo tiempo presentían que algo no estaba bien.

Al llegar la tarde, cuando los parroquianos se reunieron en el bar acostumbrado, la cerveza y la risa se distribuyeron por igual por todo el local. No fue hasta bien entrada la noche, cuando todos se encontraban ya retirados en su propia cama y con los ojos cerrados dispuestos a dormir, que se dieron cuenta de que en todo el día no había habido ni rastro de Marcial.

Al día siguiente, por supuesto, los rumores no se hicieron esperar. La desaparición de Marcial fue el tema del día, podría decirse incluso que de toda la semana. Las personas más cercanas -al menos espacialmente- afirmaron haber escuchado ruidos extraños durante la noche anterior, aunque no formulaban una verdadera hipótesis que explicara su desaparición; otros, quizá mejor informados -o quizá no- pretendían haber divisado una figura similar a la de Marcial cerca de la estación. Por supuesto, no faltaron los creyentes fanáticos que declararan como algún tipo de exorcismo aquella extraña volatilización, o los románticos que sostenían un amor furtivo como explicación ante tan insólita huida. Sin embargo, la opinión más extendida se refería a algún tipo de muerte fortuita y de procedencia y justicia divinas, aunque nadie podría decir cómo había surgido aquella fantástica idea.

Tras 6 días de divagaciones, algunos vecinos comenzaron a difundir noticias sobre un olor nauseabundo procedente de la casa de Marcial. Así, para silenciar y tranquilizar a los vecinos inquietos, la policía decidió investigar su desaparición

Dos policías fueron a registrar la casa y derribaron la puerta de entrada entre la multitud aglomerada a su alrededor. Uno de ellos, respondiendo a las aclamaciones del público, causó sensación al desenfundar su pistola y se introdujo en la casa apuntando frente a él, como había visto hacer en las películas que solía ver en el cine todos los sábados por la noche. El otro, menos cinéfilo, corrió tras su compañero mirando hacia el suelo, por lo que tropezó con él cuando éste se detuvo. Se colocó a su lado y se arrepintió de hacerlo. El espectáculo era realmente repulsivo.

Un hombre, de unos 40 años de edad, yacía en el suelo con la cabeza abierta; la sangre coagulada y seca estaba desparramada sobre el rostro, el suelo y la escalera. Cerca de mil moscas -al menos eso le pareció al segundo policía- volaban sobre el cráneo fracturado y algún horrible animal -probablemente un perro- había desgarrado la piel en varios lugares del cuerpo.

Los policías retiraron al público indiscreto que trataba de curiosear desde algunas posiciones adelantadas. Llamaron al juez, al forense y a todos los que consideraron oportunos para poder levantar el cadáver de Marcial.

El funeral se celebró al día siguiente. Acudió todo el pueblo, vestido de luto y guardando silencio por el muerto. Algunos incluso se atrevieron a dejar escapar alguna que otra lágrima al escuchar la plegaria del cura, bien por convicción o quizá por todo lo contrario.

Trasladaron el féretro al cementerio, con todos los vecinos de procesión tras él, cabizbajos y aparentemente apenados. De pronto, poco antes de la entrada al cementerio, la procesión se detuvo y a punto estuvieron de dejar caer el ataúd al suelo.

Marcial, frente a ellos, les encaraba desconcertado, con un puro entre los dientes, desde detrás de sus gafas redondas y ahumadas. Durante unos minutos nadie dijo una palabra, tras los cuales todos comenzaron a gritar: “¡Es un milagro!”; “¡Alabado sea el Señor!” y otras exclamaciones similares que suelen pronunciarse en estos casos. Por supuesto, no podía faltar la popular explicación: “¡Es escritor!”.

Marcial, por toda respuesta, gruñó.

Siguió bufando y refunfuñando mientras la policía lo escoltaba a comisaría y le tomaba declaración. Mientras tanto, la noticia de su resurrección se extendía entre las pocas personas que se habían perdido aquel funeral tan espectacular.

Aunque nunca se descubrió la identidad de la auténtica víctima, Marcial fue declarado culpable por unanimidad, si no por el juez, sí al menos por el pueblo, convirtiéndose en una celebridad espeluznante mientras seguía fumando sus puros y estrellando las jarras de cerveza contra la pared del bar. No se percibió ninguna diferencia notable en su personalidad, aunque sí es cierto que dejó de gruñir y bufar ante los saludos de sus vecinos.

Claro que es difícil de saber de forma inequívoca, porque lo realmente cierto es que ninguno de ellos le volvió a saludar.

miércoles, 3 de junio de 2009

La Página Blanca

- ¡Hasta luego, profesor! - se despidieron los alumnos.

Miguel hizo una señal con la cabeza y caminó apresuradamente hacia su despacho. Cerró la puerta con llave tras de sí, inspeccionó todos los rincones y, cuando por fin se aseguró de que estaba solo, encendió tímidamente la lamparilla de la mesa y se sentó en el sillón. Abrió con cuidado el cajón inferior del escritorio y rebuscó por debajo de un paquete de folios en blanco hasta que encontró una hoja de periódico:

“Extraña muerte de un estudiante de Glasgow”, rezaba un pequeño titular al final de la página; “El joven W. P. falleció el pasado domingo a las 3 p.m. Fue encontrado por un familiar en su dormitorio, con un libro en las manos; algunos amigos aseguran que lo había comprado el día anterior a raíz de una extraño rumor, que se ha ido extendiendo por el campus a lo largo del día, acerca de un libro con una página en blanco. Hasta el momento se desconoce la causa de su muerte”.

Miguel había esperado aquel momento desde hacía años. Como profesor de Parapsicología, conocía aquel rumor y lo había estudiado con interés durante mucho tiempo. ¡El “Libro de la Página Blanca”!, recordó; uno de los libros más misteriosos que existen. En cualquier otro momento podrás leerlo y no sucederá nada, no llegarás a apreciar su valor. Pero si lo lees el tercer martes después de la Luna Llena, a una hora determinada... Volvió a leer el recorte con avidez: ¡Las tres de la tarde! Cerró los ojos complacido y se durmió sobre la mesa.

Cuando se despertó, comprobó el calendario con manos temblorosas y se dirigió a la librería. Encontró fácilmente el libro que buscaba; era muy conocido. Miguel se sonrió: ¡Si la gente supiera...!, pensó, ¡Si tan sólo supiera buscar la página...!

Con el libro ya en sus manos, volvió a su despacho. Cerró de nuevo la puerta con llave. Se sentó en el sillón y encendió la lámpara, que iluminó tenuemente la cubierta del libro. Lo acarició con los dedos, ¡por fin!, miró el calendario, hoy es el día, y comprobó la hora: Ya falta poco.

Comenzó la lectura, ojeando cada poco el reloj, observando cómo pasaban los segundos, los minutos, las horas.

A las 2:58 p.m. comenzó a buscar con los dedos sudorosos la tan ansiada página. A las 2:59 p.m., revolvió el libro de adelante atrás, de atrás adelante, pero la página se hacía esperar. A las 3:00 p.m. el libro cayó de sus manos, abriéndose en una pagina aleatoria, llena de líneas y párrafos.

A las 3:01 p.m., los ojos muertos de Miguel se inundaron con las palabras de la página, ahora en blanco, que estaba abierta frente a él.

sábado, 18 de abril de 2009

El sueño de un español

La vida es como se presenta. Deseaba tener una habitación limpia e individual, una cama muy blanca, un lavabo resplandeciente, una mesa con una lámpara de luz suave. Pero debía matar a alguien. Al menos ése había sido el trato.

Había quedado con el dueño el martes a las once y media en una cafetería cercana a la casa en venta. Llegué puntual y me senté en una mesa apartada con la mirada fija en la puerta. Pedí un café solo; tomé un trago largo y me quemé la lengua. Justo en ese momento, un hombre de aspecto extravagante atravesó la entrada. Miró a uno y otro lado a través de sus gafas ahumadas y con paso decidido se acercó a mi mesa.

- ¿Es usted el señor Gutiérrez? -me preguntó. Sin esperar mi respuesta se sentó y pidió una clara-. Está usted interesado en la casa -afirmó sin mirarme-. No le he engañado, el chalet es cómo se describe en el anuncio. Y el precio es inmejorable. Pero debe saber que existen una serie de condiciones -por fin, me miró a los ojos, o al menos eso me pareció; yo no pude distinguir nada tras los cristales oscuros.- Muchos han venido antes que usted y han fracasado. Espero que no me defraude -realizó una breve pausa mientras se bebía la cerveza de un trago-. Venga, le enseñaré la casa y hablaremos de las condiciones -Dejó un billete de 5 euros, se levantó y se dirigió rápidamente hacia la puerta, sin volver la vista atrás. Después de unos segundos de vacilación, decidí seguirle; tuve que apresurarme para darle alcance.

Atravesamos la entrada. Nos encontramos en un largo camino rodeado de manzanos; seguí al vendedor hasta el porche. Al abrir la puerta, la luz de la ventana me cegó unos instantes; parpadeé y giré la cabeza. No entraré en detalles sobre la descripción de la casa, sólo diré que era el sueño de cualquier español. Miré al dueño con la boca abierta, pero él no me prestó atención; estaba acostumbrado a aquella reacción en los candidatos.

- ¿Cuánto? -le pregunté.

- Por favor, señor Gutiérrez, no me haga preguntas estúpidas -contestó con un bostezo suspirado-. El precio es el estipulado en el anuncio. Pero ésa no es la cuestión.

Permaneció en silencio durante unos minutos que me parecieron insoportables.

- ¿Qué estaría dispuesto a hacer por esta casa?- me preguntó de pronto.

- Cualquier cosa -respondí sin vacilar.

Sonrió complacido.

- Ésa es la respuesta que esperaba -respondió-. Bien, hablemos de las condiciones -dijo señalándome un asiento. - Llegamos a un punto delicado, señor Gutiérrez. Todos los candidatos que he entrevistado han rechazado el chalet al exponerles las condiciones. Pero espero que usted sea diferente; tengo el presentimiento de que así es -comenzó-. Verá, señor Gutiérrez, este chalet lo construí yo mismo hace 20 años. Hace poco decidí ponerlo en venta, pero el nuevo inquilino debe amar esta casa tanto como yo. Ésa es la razón de las peculiares condiciones: necesito saber que la persona que la va a ocupar es capaz de hacer cualquier cosa por ella, ¿entiende? Cualquier cosa -esperó unos instantes para que pudiera captar todo el significado de sus palabras-. Es por eso que debe matar a alguien.

Estudiaba atentamente la expresión de mi rostro, intentando adivinar mis pensamientos. Pero, en aquel momento, yo no pensaba nada. Sólo sabía que necesitaba aquella casa.

- ¿A quién? -pregunté tras unos minutos.

- Eso lo dejo a su elección -contestó-. Pero necesito pruebas.

- Entiendo -asentí con la cabeza. Él sonrió y me tendió la mano. Luego nos levantamos y abandonamos el chalet.

Mientras me dirigía a mi casa, empecé a preguntarme a quién sacrificaría. Recordé uno por uno a todos mis conocidos, pero los deseché enseguida; les tenía demasiado cariño. Además, resultaba más fácil que me descubrieran si la víctima se encontraba entre mis conocidos. Después comencé a estudiar los rostros de las personas que se cruzaban en mi camino, pero ninguna logró hacerme sentir deseos de matarla.

Por fin llegué a mi casa. Vivía en el cuarto piso de un viejo edificio; un olor a humedad inundaba la entrada. Una pequeña bombilla invadía de penumbras el rellano, pero mi piso estaba prácticamente a oscuras, sólo iluminado por la luz de la luna que entraba por la ventana. Aún así, aquella habitación con cocina y baño parecía más grande de noche, cuando las sombras alargaban el suelo más allá de las paredes que lo limitaban.

Me encerré durante los siguientes días, no sabría decir cuántos fueron, preparando hasta los últimos detalles del plan que me había propuesto. Cuando por fin salí a la calle, ya había escogido a mi víctima y había decidido el momento.

Esperé hasta la noche delante de su casa. Le vi entrar y salir un par de veces, pero me escondí y estoy seguro de que no llegó a verme. Calculé que serían más de las doce de la noche cuando atravesé la entrada. El camino resultaba sobrecogedoramente romántico. Abrí la cerradura con una ganzúa, sin hacer ruido; había estado practicando muchas horas en los días anteriores y mi mano no temblaba cuando giré el pomo de la puerta.

Subí silenciosamente los escalones; ya en el primer piso, seguí los ronquidos de mi víctima hasta la habitación en la que dormía. Lo encontré boca arriba, con los brazos a los lados del cuerpo, sobre la cama. Tenía los ojos cerrados.

Me acerqué de puntillas hasta la cabecera. Entonces saqué el revólver del bolsillo, le quité el pestillo y coloqué suavemente la boca del cañón sobre su frente.

- Buenas noches -saludé.

El vendedor abrió los ojos; me sorprendió la ausencia de cualquier expresión de sorpresa o temor en su rostro.

- Buenas noches, señor Gutiérrez -me contestó-. Así que ésta es su elección.

No respondí. Él intentó sentarse, pero se lo impedí empujándole con fuerza con el revólver.

- No intente levantarse o disparo -le amenacé.

- Como usted quiera – contestó tranquilamente-. He de reconocer que nadie había intentado esto hasta ahora, tiene usted agallas -cerró un momento los ojos y sonrió con satisfacción-. Le felicito, señor Gutiérrez. La casa es suya.