sábado, 2 de enero de 2010

La última tarde

Julián se hundió un poco más en su asiento. Sus aspecto denotaba una gran inquietud interior; se mesaba el pelo contínuamente con los dedos crispados de la mano derecha y, a veces, parecía pretender arrancarse algún mechón de cabello; la mano izquierda intentaba controlar los movimientos espasmódicos que afectaban a su pierna. Sus labios se contraían casi rítmicamente y un ligero temblor recorría su cuerpo de vez en cuando, arrugando sus ropas todavía más de lo que estaban. Desde mi posición era fácil verlo, aunque el resto de las personas que se encontraban en la sala no parecían percibirlo con la misma claridad que yo.
Recordé la primera vez que había visto a Elisabeth: Su hermoso pelo con bucles de fuego, sus ojos glaucos y alegres, su sonrisa espontánea que enseñaba todos los dientes; su forma de guiñar los ojos cuando reía a carcajadas, sus manos seductoras ahuecando su cabello. Poco importó que fuera la novia de su hermano; Julián se la arrebató con una estrategia propia de un rey David: trasladó a su hermano a una vacante del extranjero con la excusa de un trabajo mejor remunerado y de mayor prestigio. Elisabeth no quiso acompañarle. A los pocos meses y a base de persistencia, Julián logró su victoria: la convenció para enamorarse de él.
Pero el amor se desvaneció tan rápido como una ráfaga de viento, aunque sólo por parte de Julián. Y él la castigó por ello.
- ¿Cómo se declara el acusado?
- Inocente, Señoría.
Sí, ahora proclama su inocencia, pero tenían que haberle visto en años anteriores. El fuego del cabello de Elisabeth se apagó y sus ojos parecieron tornarse más oscuros, sumidos siempre en la tristeza y buscando una forma de olvido.
Yo la acompañaba entonces. Sobre la mesa o sobre sus manos, sus lágrimas me bañaban y pulían el acero de mis vértebras, se colaban por entre las rendijas y me inundaban de nostalgia, de desolación y unas gotas de rabia. Me sentía avergonzada de pertenecer a un hombre de tan baja calaña. Cuando sentía que llegaba la hora de la vuelta de Julián, ahogaba sus lágrimas y me devolvía al cajón del escritorio.
No siempre había sido ésa mi morada. Antes, cuando pertenecía al padre de Julián, me custodiaba en su caja fuerte, como si fuera una reliquia; y es que mi nombre sabe a historia y es el deseo de los coleccionistas. Javier lo sabía, claro está; por eso, todas las noches, abría la caja fuerte y, ofreciéndome un pequeño saludo con sus ojos, me agarraba entre sus manos con delicadeza; me sostenía a la altura de su pecho, me limpiaba con esmero con una pequeña gamuza y me contemplaba con verdadera devoción. ¡Cuántos recuerdos inolvidables! Allá, en la vieja guerra, habíamos sido grandes amigos.
- ¿Cuáles son las pruebas aportadas?
- Una Mauser C-96 de 9 mm., Señoría. Una vieja gloria.
¿Vieja gloria? Soy mucho más que eso. Yo, señor, era el arma predilecta de Winston Churchill; me utilizaron en grandes batallas, apagué la vida de más personas de las que ninguno de ustedes llegará a conocer. Y soy la principal controversia de la acusación planteada contra mi dueño y señor, Julián Reyes.
- ¿Se han encontrado huellas?
- Sí, Señoría.
Sí, señor, claro que se han encontrado huellas. Julián me sostuvo en prolongados momentos, durante la noche, igual que antaño había hecho su padre. ¡Qué diferencia! Las manos de Javier eran delicadas y firmes; las de Julián, ásperas y con una debilidad cruel. Ni siquiera sabía sujetarme, aunque practicó en numerosas ocasiones, emulando a su padre en la última guerra.
- ¿Y de quién son las huellas?
- Están las dos, Señoría; las del acusado y también las de la víctima.
Por supuesto que se encontraron las de los dos, señor. Ninguno de los dos se molestaba en limpiarme, como hacía Javier, con aquella suave gamuza azul que recorría todos mis recovecos y me dejaba reluciente, para que mi resplandor brillara en la oscuridad de la cámara que me custodiaba. Los únicos instantes en que relucía eran aquéllos en los que Elisabeth, con la nostalgia de sus ojos, derramaba sobre mí su interminable tristeza, una y otra vez, cada tarde, con los últimos rayos de sol.
Me hubiera gustado reconfortarla, pero mi naturaleza me impide sentir compasión por nadie. No siento lástima por ninguna de las personas que ayudé a morir. Al menos ellos saben lo que es la vida y la muerte; yo sólo conoceré el óxido, la herrumbre y el olvido.
- La defensa alega suicidio.
- La acusación afirma que el acusado preparó la escena para que pareciera un suicidio.
- ¿Hay alguna prueba de eso?
- La declaración de dos testigos que no presenciaron el crimen, pero sí las contínuos gritos de ambos cada vez que peleaban, que era bastante a menudo.
Qué me va a decir a mí, que lo presencié todo.
Cuando las manos finas, suaves y temblorosas de Elisabeth me abandonaban en el cajón, Julián aparecía a los pocos minutos. Su voz fluía con hastío al responder a las preguntas de ella y la intensidad de las palabras aumentaba a cada segundo. Aquellas pequeñas batallas solían terminar con un portazo que hacía vibrar hasta el cajón en que yo descansaba.
El última día, sin embargo, no me guardó en el cajón.
Julián llegó a la hora acostumbrada. Elisabeth, que aguardaba a un lado de la puerta, le saludó. La tristeza y la rabia se debatían por tener el control, mientras el miedo, silenciosamente, emergía de los ojos de ella y de las manos de él y se convertía en el dueño de la situación. Y allí, entre una debacle de manos confundidas y emociones ambiguas, me encontraba yo.

No me importa cómo termine este juicio. Probablemente lo declaren inocente, con el pretexto de la ausencia de pruebas irrefutables. A mí me considerarán problemática y dudosa. Pero me es indiferente. Después de haber contemplado tantas muertes, no me derrumbaré por Elisabeth.
Aunque las llamas de su cabello se confundieran entre mi cuerpo y sus ojos acuosos me contemplaran con pesar; aunque la delicadeza de sus manos me hiciera rememorar tiempos pasados y me hiciera temblar al ritmo de su temor.
Mi memoria seguirá intacta mientras aguardo en la caja del “caso sin resolver” de Julián, en una estantería destartalada. Muchos policías me contemplarán, deseando resolver mi acertijo. Lucharán contra la tentación, me sostendrán entre sus manos, tal vez firmes como las de Javier, tal vez débiles y crueles como las de Julián; tal vez, trémulas como las de Elisabeth. Se preguntarán qué pasó aquel día y yo les responderé con el silencio: El secreto de aquella tarde se perderá para siempre conmigo.

Isis

El despertador roncaba insistentemente recordándome que era hora de ir a trabajar. Pero las mantas pesaban más que nunca sobre mi cuerpo convertido en ovillo y no conseguía zafarme de ellas. Por fin, deslizándome por debajo, conseguí llegar hasta el borde de la cama y me arrojé al suelo. Caí a cuatro patas, sobre las manos y los pies. Y entonces descubrí el pelaje fino y sedoso que había cubierto mis brazos y el dorso de mis manos durante la noche; las uñas se me habían afilado y lucían largas, finas y curvadas. ¿Cómo iba a vestirme ahora? ¡Mis uñas iban a desgarrar todas mis medias!

Intenté ponerme de pie, pero me resultaba muy difícil. No entendía por qué hasta que, al dar unos pasos, el espejo de la habitación reveló mi perfil. Me acerqué a él, incrédula: una larga cola sinuosa prolongaba mi columna vertebral; la vi moverse de un lado a otro, desafiándome. ¿Cómo iba a esconder aquella cola debajo de la falda?

Bien mirado, en realidad tampoco hubiera podido ponerme ninguna falda: mi metro sesenta había disminuido hasta los 30 centímetros, por no hablar de aquel lustroso bigote que se había adueñado de mi rostro. Al menos, había conservado mis ojos verdes, aunque el iris se había alargado verticalmente.

Crucé la casa, buscando el teléfono. Tendría que llamar al trabajo y anunciar que estaba enferma, pero, ¿cómo iba a marcar los números con aquellas zarpas? Me tumbé desolada en el sofá del salón. Con un poco de suerte, Miguel llegaría pronto. Él sabría qué hacer, siempre lo solucionaba todo.

Escuché el ascensor antes que sus pasos: mi oído se había aguzado de forma casi infinita. Miguel abrió la puerta y yo me abalancé hacia él.

- ¿Qué pasa, Isis? -preguntó Miguel-. ¿Tienes hambre?

Negué con la cabeza, pero no me vio. Me apartó con el pie y atravesó el pasillo. Lo seguí silenciosamente hasta la habitación. Miguel empezó a cambiarse de ropa, ignorándome por completo. Me acerqué y le mordí la pernera, intentando captar su atención.

- ¡Quita, bicho! -me gritó lanzando patadas al aire. Tuve que retroceder para que no me golpeara la cara. Estaba empezando a enfadarme: el reloj de la habitación marcaba las 9:47. ¡Ya llegaba una hora tarde al trabajo! Decidí que era hora de explicarme, abrí la boca y dije:

- Miau.

Hasta yo me sorprendí. Me quedé petrificada, mientras Miguel me dirigía una mirada furiosa.

- ¡Isis, sal de aquí de una vez!

Abandoné la habitación cabizbaja. Empezaba a entender que no había esperanza. Tendría que aguardar; a lo mejor todo era sólo un mal sueño y me despertaba enseguida. Contemplaría mis manos y pies humanos, y la cola y el bigote se habrían desvanecido. Sí, seguro que sí. Lo único que tenía que hacer era cerrar los ojos.

Me despertó el sonido estridente del timbre. ¿Quién podría ser a estas horas? Me acerqué a la puerta con cautela, agaché el hocico y olisqueé una fragancia de rosas. Un perfume caro, diagnostiqué. Un perfume de mujer.

Intuí a Miguel antes de que se acercara a la puerta: olía a la colonia que le había regalado por su cumpleaños. Se había acicalado hasta el extremo: el pelo, repeinado hacia atrás con gomina; el traje azul marino de las ocasiones; incluso se había puesto esa sonrisa que raras veces le observaba últimamente. Un rubor extraño le cubría las mejillas.

Abrió la puerta y aquella desconocida entró en mi casa.

- Hola, Miguel -le susurró al oído mientras le daba un beso en la comisura de los labios.

- Hola, Marta -la saludó efusivamente él. Sus ojos relampagueaban de expectación.

Me interpuse entre los dos, haciendo constar mi presencia.

- ¡Esta estúpida gata! -exclamó Miguel-. ¡Siempre igual! Un día de éstos la voy a tirar por la ventana.

Marta le obsequió con una risa seductora. Miguel me apartó con un puntapié y supe que ambos me habían olvidado cuando empezaron a besarse. Se besaban con prisa, con urgencia, mientras sus dedos se deslizaban por debajo de las prendas y jugaban a desabrochar los botones. Caminaron uno frente al otro, sin separarse, hasta llegar a la habitación.

Mi instinto me impedía seguirles, pero al final me acerqué hasta el cuarto. No habían desaprovechado los minutos que pasaron hasta que llegué a ellos: Se revolcaban semidesnudos sobre la cama, sobre mi cama; las sábanas que por la mañana tanto me había costado retirar se apartaban suavemente ante sus movimientos rítmicos y, al fin, se desplomaron apáticamente sobre el suelo. Me aparté de un salto para que no me cubrieran.

Me obligué a contemplarlos; el corazón me latía cada vez más fuerte y la sangre palpitaba en mis oídos, pero ninguna lágrima acudió a mis ojos para rescatarme de aquella visión. Perdí el sentido. Noté la presencia del animal surgiendo en algún punto de aquel pequeño cuerpo gris y dejé que fuera él quien dominara aquella situación. Me abandoné a sus instintos.

En un instante, sentí que flotábamos en el aire y nos abatimos sobre su espalda. Yo aparté la vista y cerré los ojos, aunque los del animal continuaron abiertos y observé todo como un espectador pasivo. Sus zarpas se clavaron una y otra vez sobre aquella espalda arqueada y desgarraron su piel en largos jirones; escuché gritos que retumbaron en nuestros tímpanos y, antes de que me diera cuenta, aquella espalda se giró y observé el rostro de nuestra víctima. Le clavamos las uñas en los ojos mientras se retorcía de dolor. El espectáculo era tan horrible que, entonces sí, se me nubló la vista.

Me desperté en el suelo en el mismo lugar en el que me había desmayado, sintiendo que alguien me lamía los labios. Aparté a Isis con un suave empujón y me levanté. Observé mis manos: 5 dedos cortos y gruesos, pero increíblemente ágiles; me palpé el cuerpo con ellas, comprobando que mi cola había desaparecido y el bigote también. Me acerqué caminando sobre mis pies humanos hasta el espejo: Por fin volvía a ser yo.

Entonces descubrí a Miguel. Estaba tendido en la cama, vuelto hacia arriba. Las sábanas blancas se habían teñido parcialmente de rojo oscuro.

No quise ver más. Aparté la mirada hacia el suelo: entre mis piernas, Isis me miraba interrogante, acariciándose contra mi gemelo derecho. La agarré por el lomo y la acerqué a mi rostro; le di un beso en el hocico, murmuré “lo entiendo” y, acunándola como si fuera un bebé, abandoné la casa.