domingo, 14 de febrero de 2010

La divina Circe

Tiempo hace ya que el astuto Odiseo abandonó estas tierras. Llegó a esta isla cruzando el mar en su negro navío, con la mitad de la tripulación perdida entre los embites del mar y los peligros de la tierra.

Su llegada fue anunciada por un ciervo de altas cornamentas, al que dio muerte Odiseo ensaetándolo con su lanza de cobre; así el ciervo, con un último mugido que alertó a toda la isla, murió. Con él alimentó a su tripulación, bebiendo vino y comiendo las entrañas del ilustre ciervo.

La Aurora los descubrió durmiendo en la orilla y los despertó. Se dividieron en dos grupos de hombres, uno liderado por Euríloco, otro por Odiseo; así Euríloco, con otros 22 compañeros, atravesaron los lindes del bosque y se internaron en él. Divisaron pronto el humo rojizo de mi morada, y hacia aquí se dirigieron.

Ya en la entrada, asustaron a los leones y a los lobos montaraces que la custodiaban. Me vieron en el interior y me llamaron a gritos, interrumpiendo mis dulces cantos y mi costura. Los invité a entrar, a pesar de sus ropas harapientas y sus ajados rostros, y les ofrecí la mesa dispuesta de exquisitos manjares. Sólo un hombre rehusó mi ofrecimiento, temiendo que sus compañeros, en su inconsciencia, hubieran aceptado una trampa. Se sentaron y mis sirvientas les dispusieron escabeles bajo los pies; los hombres, comportándose como terribles cerdos hambrientos, nada agradecieron. Tras el suculento banquete, les ofrecí una bebidas en copas áureas y las bebieron ávidamente, sin preguntarse cuál podía ser su contenido, tan seguros se sentían en la morada de una mujer que tenía tan sólo la ayuda de cuatro sirvientas. Saqué mi varita de la manga y sin ningún arrepentimiento convertí su apariencia en aquello que ya habían demostrado ser, aunque su mente permaneció intacta. Todo esto vio el hombre que había rechazado mi invitación, y huyó corriendo hasta la playa donde aguardaban el resto de sus compañeros. No me preocupó cuáles fueran sus palabras, tan segura estaba de que la negra nave alzaría sus velas huyendo de esta isla y su temible ama.

Odiseo, sin embargo, acudió en rescate de sus perdidos compañeros. No temía su llegada, aún cuando había escuchado toda suerte de hazañas y tretas que engañaban a sus múltiples enemigos. Llegó hasta mi morada, me llamó a gritos y acudí a su llamada. Le invité a entrar y le ofrecí mis manjares; Odiseo comió ávidamente, aunque su astuta mirada seguía todos mis movimientos. Para terminar la cena, le obsequié con bebida en una copa de plata que Odiseo tragó; mas cuando alcé la varita y pronuncié mi sortilegio, ningún cambio se hizo notar en él. “¡Vete a la pocilga y túmbate junto a tus compañeros!”, repetí sin cesar. Pero el hábil Odiseo desenvainó su larga espada y me amenazó de muerte con ella. Invadida por el temor ante aquel extraordinario hombre, me arrodillé a sus pies y le agarré las rodillas.

“¿Quién eres tú entre los humanos que no sucumbes a mis maleficios? Pues ninguno hasta ahora ha podido resistirse a mis hechizos y sin embargo tu ánimo se mantiene inalterado en tu pecho. ¿Acaso eres Odiseo, el de múltiples tretas, que me profetizó el Argifonte una y otra vez, que llegaría en una negra nave al volver de Troya? Envaina tu espada ahora y ven a acostarte en mi lecho para que en el amor podamos confiar mutuamente.”

“¡Ah! ¿Cómo voy a confiar en ti, tú que has convertido en cerdos a mis compañeros y que con tus artimañas quieres me acueste en tu lecho para que, desarmado, puedas dejarme tarado e impotente? No me meteré en tu cama hasta que no jures con firmeza que no intentarás ningún otro maleficio contra mí.”

Así lo juré y Odiseo me siguió hasta el lecho. Allí, ante mis preguntas, Odiseo me relató sus aventuras de regreso a su patria.

“¡Ah, pérfida! ¿De verdad quieres saber el destino que los dioses han trazado para mí? Muchos son los pesares que me han acontecido, y aún no he logrado ver el final; perdí muchos compañeros buenos y queridos en el viaje de regreso a nuestra patria, la gloriosa Ítaca y esperemos que los dioses hayan terminado de jugar con nuestro destino.

Cuando salimos de Ilión, el viento nos arrastró hasta la tierra de los cícones, en Ismaro. Saqueé la ciudad y di orden de partir enseguida, pero mis hombres no me obedecieron. Bebieron vino en la orilla y al final los cícones que habían conseguido huir llamaron a gritos a otros cícones vecinos, y todos juntos vinieron a presentarnos batalla. Murieron valientes compañeros, y los demás logramos escapar a la muerte y al destino.

De nuevo el viento nos guió, pero cuando parecía que ya iba a llegar por fin a mi amada tierra, los vientos se enfurecieron y nos alejaron de la costa; navegamos por el mar rica en peces durante 9 días, al décimo llegamos a la tierra de los lotófagos. Los habitantes del país dieron a probar a mis hombres aquella planta de la que se alimentaban, flor de loto. ¡Pobres desgraciados! Pues al instante olvidaron todo sobre su regreso y su amor a su patria, y decidieron quedarse en la isla y seguir nutriéndose con la flor de loto. Tuve que arrastrarlos hasta el barco y amarrarlos al fondo de los bancos, desoyendo sus súplicas y sus lágrimas, y nos alejamos de aquel país de lotófagos.

Llegamos poco después a la isla de los cíclopes, que ni plantan ni trabajan la tierra con sus manos. Nos quedamos prudentemente en la orilla, y cuando despuntó la Aurora de rizada melena me decidí a averiguar a qué tierra habíamos llegado y cómo eran sus habitantes. Encontré a un enorme monstruo de un sólo ojo que custodiaba su rebaño dentro de una enorme cueva; cuando sacó a su rebaño, nos refugiamos en la cueva y comimos queso hasta que llegó el ganado. El monstruo cerró la cueva con un gran peñasco, que no hubieran movido ni veintidós carros robustos de cuatro ruedas, y nos dejó allí encerrados. Le hablé y se presentó como Polifemo, hijo de Poseidón; al descubrir a mis compañeros, agarró a dos con sus grandes manos y los despedazó poco a poco, entre sus gritos y nuestras súplicas, y se los comió. Ante aquella crueldad, mis ojos se posaron sobre un tronco de olivo que se encontraba junto a la entrada, y comencé a imaginarme introduciendo aquel tronco ardiendo en su único ojo. Así mis compañeros y yo dejamos ciego al enorme y cruel cíclope; comenzó a gritar de agonía y al preguntar quién le había dejado ciego, le dije que me llamaba Nadie; pero aún seguíamos encerradas en su cueva. Me fijé entonces en el rebaño, y entretejí su sedosa lana en grupos de tres ovejas, de modo que mis compañeros se ocultaban bajo la lana del lomo de la oveja del medio. Yo me oculté en la última, agarrándome fuertemente a su lomo.

Así el gigante dejó salir a su rebaño, palpando bien los costados de sus carneros para que ninguno de nosotros pudiera huir entre ellos, me solté y acudí a rescatar a mis compañeros. Fue entonces cuando el necio cíclope se dio cuenta del ardid y llamó a sus vecinos, asegurándoles que Nadie le había dejado ciego y Nadie había dejado escapar su rebaño; ellos, ante estas afirmaciones, no pudieron hacer más que dejarlo solo.

Sin embargo, cuando ya nuestra negra nave se alejaba de la costa, seguíamos oyendo los gritos del cruel Polifemo y, envalentonado, le grité mi nombre, para que pudiera decirle a todo el mundo quien le había infligido aquellas heridas. El cíclope, entonces, llamó a su padre y le imploró venganza.

Nuestra nave consiguió llegar hasta las costas de isla Eolia, donde Eolo y sus hijos nos ofrecieron hospedaje. Al conocer nuestras desventuras, nos ofreció un odre de buey de 9 años, de modo que al partir de nuevo la negra nave, el viento soplaba a nuestro favor; pero mis compañeros, queriendo ver los hermosos presentes que el dios me había regalado de regreso a mi patria, abrieron el odre y así los vientos se desataron, provocando un huracán que sacudió la nave y la llevó de vuelta a la isla Eolia. Aunque rogué de nuevo al dios para que nos ayudara en nuestro regreso, Eolo nos expulsó de su casa y de su isla, temeroso de provocar la ira de los dioses que amenazaban mi vuelta a Ítaca.

El mar y el viento nos llevaron hasta la escarpada Ciudadela de Lamos, a Telépilo de Lestrigonia, donde los habitantes nos dijeron que el rey se debía hallar en la casa de altos techos. Mandé a unos compañeros a la casa, pero al llegar vieron a una mujer alta como una montaña, que enseguida llamó a su marido Antífates; entre ellos y otros lestrígones se zamparon a varios hombres y estrellaron rocas contra las naves. Salimos huyendo de aquella isla maldita y quisieron los vientos y los dioses, por desgracia o por ventura, que mi siguiente destino fuera esta isla, Eea, siendo su dueña Circe, la terribe diosa de voz humana, de trenzados cabellos, la famosa hermana del despiadado Eetes.”

Viendo descubierto mi nombre, admiré aún más a aquel valiente Odiseo, el de las muchas tretas, que había burlado a la muerte en tantas ocasiones.

Al día siguiente le ofrecí mis más exquisitos alimentos, pero el astuto Odiseo no probaba bocado.

“¿Por qué no pruebas la comida, Odiseo? ¿Acaso temes que haya dispuesto otro maleficio entre tus manjares? Nada debes temer ya, pues te aseguré con un firme juramento que no volvería a utilizar mis hechizos contra ti.”

El prudente Odiseo me respondió entonces que le era difícil probar bocado cuando sus compañeros seguían encerrados en las pocilgas, padeciendo como cerdos. Sin esperar más respuesta me fui a las pocilgas, y allí unté a los cerdos con un ungüento que les hizo perder los pelos, los rabos y las orejas, devolviéndoles su apariencia humana, pero más limpios, jóvenes y robustos de lo que antes eran. No agradecieron mucho mi perdón, aunque desde entonces fueron más temerosos y precavidos con mi magia.

Odiseo ordenó recoger a los tripulantes que aún aguardaban en el negro navío, y todos juntos celebraron su reencuentro con mis bebidas y mis alimentos.

Tuve ocasión de admirar a Odiseo largo tiempo; sus ropajes ajados fueron cambiados por otros más lustrosos, su melena creció y su atenta mirada se anticipaba a los hechos y las palabras. Mi devoción creció, pero aunque le propuse quedarse como rey, rehusó, tan ansioso estaba de volver a su patria y a su paciente esposa. Le ofrecí mi tierra, mi casa y mi lecho, mas sabía que su estancia sería corta y esperaba temerosa que su impaciencia le persuadiera de continuar su regreso.

Así pasaron los meses y las estaciones, y cuando había pasado un año y los días volvieron a ser largos, los hombres convencieron sin mucho esfuerzo a Odiseo de regresar a su patria.

“Circe, cumple la promesa que hiciste antaño de devolverme a mi hogar”.

Habiendo esperado aquel día, estaba preparada y así le dije:

“Divino hijo de Laertes, muy mañoso Odiseo, tiempo es ya de que regreses; sin embargo, antes de volver a Ítaca, tendrás que encontrar al adivino Tiresio en la tierra de Hades, pues él te guiará en tu regreso”

Odiseo, horrorizado, lloró.

“¿Cómo cruzaré yo esas tierras de las que ningún mortal vivo ha vuelto?”

Y le expliqué lo que debía hacer.

Así marchó Odiseo en su negra nave, llegando hasta el Hades donde habló con Tiresio y con otras almas que encontró, que le guiaron en la ruta que debía seguir a partir de ese momento. Aún volvió por la isla Odiseo, para enterrar a un compañero que había muerto al caer desde el tejado; sin embargo, también se despidió de mí, y agradecida le relaté los peligros que su nave encontraría, y cuál era la mejor manera de atravesarlos.

Y esa fue la última vez que vi al valiente hijo de Laertes, el muy mañoso Odiseo, de muchas tretas, zarpando en su negra nave hacia su destino. Hasta mí han llegado sus noticias, de cómo se salvó del canto de las Sirenas y de ser devorado por Escila gracias a mis buenos consejos; de cómo llegó hasta la isla de la diosa Calipso, quien le ofreció la inmortalidad a cambio de su amor y consiguió retenerlo aún más que yo, durante siete años, hasta que el Padre de los hombres la obligó a ayudarlo a llegar por fin a su ansiada patria. Aún tuvieron que participar los feacios en su regreso, cuando su nave fue atravesado por un rayo de Zeus.

Y así pasaron veinte años desde la guerra de Ilión hasta el regreso del rey Odiseo a Ítaca; veinte años de los cuales sólo retuve uno, que valió como toda una vida.