miércoles, 26 de marzo de 2008

Los intrusos

Varias hileras de pupitres se extendían por el aula; Iván caminó hasta el suyo y se sentó.

El griterío fue apagándose poco a poco, y el profesor comenzó a explicar la lección.

Iván, con la mirada perdida, dibujaba pequeños soldados en su hoja de papel, apuntando con sus armas hacia ninguna parte.

Sin tener conciencia del tiempo, las clases terminaron. Iván se dirigió de vuelta a su casa, a paso rápido.

Algunos niños correteaban en el camino, encaminándose con tranquilidad hacia la escuela. Lo miraban con insistencia, pero Iván mantenía los ojos bajos, intentando pasar desapercibido.

Él nunca jugaba en la calle, ni ninguno de sus amigos. Bajo la mirada de atentos militares, en el patio del colegio, fantaseaban con jugar hasta la noche, delante de sus portales.

Días antes, una compañera había sido agredida mientras se divertía en el patio de su casa. Ya ningún sitio era seguro.


Temor y rabia luchaban en su interior. Preguntas difusas se hacinaron hasta reducirse a una: ¿Por qué tanto odio entre albaneses y serbios?

viernes, 14 de marzo de 2008

Miguel

Miguel corrió con todas sus fuerzas. Sintió la sangre golpeándole en los oídos y el aire aspirado le resultaba insuficiente para saciar sus pulmones. Los gritos resonaban en su cabeza de forma insoportable.

- ¡Albóndiga!

En un momento, completamente rodeado, las piedras llovían desde todos los ángulos. Miguel cayó al suelo, asfixiado, intentando recuperar un poco de resuello; sus propios latidos le impedían oír todos los improperios que proferían a su alrededor.

- ¡Creías que te ibas a escapar!

- ¡Eres una vergüenza!

- ¡Fijaos! ¡Las piedras se quedan clavadas en la grasa!

El cuerpo, inmóvil, parecía encajar sumisamente la continuidad de golpes y pedradas.

Los que veían desde lejos la escena giraban la cabeza y proseguían su camino en otra dirección.

Aburridos al comprobar la completa inmovilidad de su cuerpo orondo, se alejaron entre risas.

Al día siguiente, en la escuela, el asiento de Miguel estaba vacío.

- Miguel no puede venir hoy a clase. Unos salvajes lo asaltaron por la calle y le han dado una paliza. ¿Alguno de vosotros ha visto algo?

Durante unos segundos, la clase entera enmudeció.

- ¿Qué ha dicho Miguel?

- No reconoció a nadie.

La mirada del profesor escrutó a los alumnos, uno por uno. Vencido, se arrellanó detrás de su mesa, mientras exclamaba:

- ¡No hay excusa para tanta violencia!

La eterna excusa

La albóndiga cayó del plato y rebotó sobre el suelo. Todos nos quedamos mirando aquella esfera de carne, que parecía vacilante sobre las resbaladizas baldosas. Por fin, tras varios segundos de expectación, mi madre alargó la mano desde el otro lado de la mesa y la tiró a la basura.

Terminamos la comida. Mi hermano se levantó y salió de la cocina, mientras mi madre y yo recogíamos y metíamos los platos en el lavavajillas.

- ¿Vas a estudiar ahora?

- Dentro de un rato – contestó mi hermano.

Al terminar, entré en el salón. Mi hermano miraba la televisión tumbado en el sofá. Intenté encontrar un hueco en vano, y me fui a mi habitación.

Mientras escuchaba algo de música, mi hermano abrió la puerta.

- ¿Qué haces? Estoy aburrido.

Luego salió, y al cabo de un rato lo escuché caminar hacia la entrada. Mi madre lo perseguía por toda la casa:

- Pero, ¿cuándo vas a estudiar?

- No sé, ahora estoy ocupado.

- ¡Siempre con excusas!

Extranjeros


La albóndiga cayó del plato y rebotó sobre el suelo. Tras breves instantes de oscilación, prosiguió su recorrido hasta la mesa vecina. Sentí su impacto contra mi bota.

Alguien se levantó y se acercó.

- Excuse me.

A lo lejos, el Big Ben anunció la una en punto.

Diálogos familiares

- Estoy agotada. ¿No podrías hacer tú hoy la cena? Sólo tienes que...
- Hoy hay Champion. Otro día, ¿vale?

- ¡Siempre lo mismo! ¡Cuando no es una cosa es otra!

- ¡Ya estamos! ¿No puede uno descansar un poco cuando llega del trabajo? ¡Sólo quiero ver el fútbol!


- ¿No has ido a comprar?

- A mediodía.

- ¿Y las cervezas?

- ¡En la tienda!

- ¡Cómo te gusta fastidiarme!



- ¡Cuántas veces te he dicho que no pongas los pies ahí!

- ¡Calla ya!, ¡estoy viendo el partido!


- ¿Cuándo va a estar la cena, mamá?

- Estará cuando tenga que estar.


- ¿Vas a ponerle un posavasos a eso?

- ¡Gooool!... ¿Decías algo? ¡Quita, que no me dejas ver!


- La cena está lista.


- ¿Qué tal en el colegio?

- Bien, mamá.

- ¿Habéis aprendido mucho?

- Sí, mamá.

- Así me gusta. No querréis acabar como vuestro padre.

- ¿Y ahora qué pasa?


- ¿Tengo que recoger yo también?

- Déjalo; ya recojo mañana.

- Es igual, ya lo hago yo.


- ¡Mamá!

- ¡Mira que eres chivato!



- ¡Ya estáis otra vez! ¡Por qué tenéis que estar siempre peleando!

domingo, 9 de marzo de 2008

Tiempo muerto

Lucía llegó a casa. Dejó las bolsas de la compra en la puerta y se fue desnudando mientras caminaba hacia su habitación, dejando caer la ropa en el suelo. Se miró en el espejo durante un rato y, mientras alisaba las pequeñas arrugas de su rostro, intentaba recordar su cara de diez años atrás, sin lograrlo. Frunció el ceño y no le gustó su aspecto, se dio la vuelta y se quedó quieta contemplando su habitación. Al cabo de un rato, fue a la ventana y observó el suelo liso y duro 5 pisos más abajo, atestado de gente. Corrió las cortinas, se tumbó en la cama y cerró los ojos. Después de un largo rato, oyó cómo sonaba su móvil en el bolso, a la entrada de su casa, pero no se movió. Cuando enmudeció, se dio la vuelta en la cama y encogió las piernas. Pasó más tiempo y el móvil volvió a sonar; esperó otra vez al silencio y entonces se levantó y apagó el móvil, sin mirar las llamadas. Fue hasta la bañera, abrió el grifo y terminó de desnudarse de espaldas al espejo. Cuando la bañera terminó de llenarse, cogió el jabón y las sales del estante y las echó todas al agua. Luego se sentó al borde de la bañera y comenzó a hacer pequeñas olas en la superficie del agua, hasta que se llenó de espuma; entonces se levantó, metió las piernas en el agua y lentamente se tumbó. El tiempo pasó sin detenerse en ella y su piel comenzó a arrugarse. Mientras, una puerta se abrió en el piso de arriba y unos tacones comenzaron a caminar por el techo. Lucía se sumergió un poco más en el agua. La espuma le entraba por los oídos, le acariciaba la boca, le hacía cosquillas en la nariz, le escocía en los ojos. Se sumergió un poco más, hasta que la espuma cubrió su pelo y ya no se vio nada de ella. Los minutos transcurrían mientras las burbujas jugaban en la superficie...

De pronto el agua estalló y se derramó, su cabeza partió la espuma e hizo volar libremente las pompas, mientras su boca se deleitaba con el fluir del aire.

Al lado de la bañera, de pie, con los brazos cruzados, se encontraba su marido.

- No has ido a recoger a los niños – le recriminó.

Lucía descubrió sus ojos, coléricos y llenos de reproche.

- Lo siento – dijo a media voz.

Su marido observó el agua derramada. Sin volver a mirar a Lucía salió de la habitación dando un portazo mientras gritaba “¡Para lo único que tienes que hacer en todo el día…!”.

jueves, 6 de marzo de 2008

Ikea

no entiendo qué hacen tus cosas en la entrada dime

por qué esta casa desnuda si en Ikea te la visten

por completo en un instante sin gastar apenas nada


no entiendo el motivo de tus quejas qué importa

ahogarnos juntos en la noche o escondernos por el día

en los reproches de todas las facturas impagadas


dime qué más da de quién sea el espejo del recibidor

el sofá del salón si al fin entiendo por qué huiste

de este infierno nuestro Ikea laberinto de quimeras

miércoles, 5 de marzo de 2008

El autor censurado

Todo el mundo comentaba sus obras. Las críticas le abordaban por todas partes. Sin embargo, nadie le reconocía.

Tarde o temprano, su rostro saldría en las noticias y miles de voces gritarían su nombre.

Por ahora, a salvo de la multitud, vagaba por las calles en busca de la que, quizás, sería su última víctima.


Aquellos maravillosos años

Por las noches sentía pasar las horas sin poder dormir. Era ya tarde cuando veía encenderse la luz al otro lado del pasillo; mi padre se levantaba, iba al baño y salía completamente vestido. “¿Adónde vas, papá?”, “A trabajar; y vuelve a la cama, que es muy tarde”.


Al llegar la mañana, dejaba sonar el despertador hasta que venía mi madre y lo apagaba. “Levanta, que vas a llegar tarde al colegio”. Me dejaba arrastrar hasta la ducha y luego bajaba a desayunar. Después me llevaba en coche a la escuela; quería contarle muchas cosas, pero nunca decíamos nada. “Pásalo bien”; “sí”.


Cuando volvía de clase me quedaba en la cocina, mirando los libros. Mi madre corría de un lado para otro recogiendo cosas. Más tarde, venía a preguntarme la lección; a veces le decía la del día anterior, pero ella no se enteraba. Cenábamos juntas. Yo la miraba, ella me sonreía. Después me llevaba a la cama.


Más tarde llegaba mi padre. Se acercaba a mi habitación y yo cerraba los ojos. “Si está dormida no la despiertes”. Mi padre se volvía en silencio. Luego se daban las buenas noches y mi madre se iba a la habitación de al lado.


Mi padre se alejaba por el pasillo y cerraba la puerta del salón.