jueves, 18 de diciembre de 2008

Libidus

Libidus entró en su despacho y se sentó frente al escritorio. Aunque no había ninguna luz encendida, pulsó el botón y escuchó la voz metálica: “No tiene ningún mensaje en el contestador”.
Libidus se encogió un poco sobre su sillón de piel. Últimamente eran pocas las llamadas que recibía, aunque durante un tiempo no fue así. Intentó recordar aquellos días, cuando una luz intermitente le saludaba por las mañanas y Libidus se sentaba en su sillón y escuchaba, con placer, los incontables mensajes que le habían enviado durante sus horas de ausencia.
Poco a poco, los otros demonios le habían abandonado. Los días antiguos de volar junto a Umbralis habían caído en el olvido; había probado a acompañar a Egolis, pero él sólo se veía a sí mismo. Su último compañero, Temptatius… Libidus cerró los ojos y sacudió la cabeza para ahuyentar los recuerdos. En realidad, Temptatius no le había abandonado, pero su trabajo se había vuelto escaso y había decidido unirse a un grupo de rebeldes.
Libidus se recompuso. Al fin y al cabo, sus circunstancias eran diferentes. Su trabajo nunca se agotaría, pero la idea de emprenderlo solo era inconcebible, necesitaba un nuevo compañero.
Libidus se levantó de su asiento y se dirigió a la puerta, pero antes de alcanzarla se detuvo unos instantes para estudiar su aspecto en un espejo de pared. Se alisó el cabello, se colocó el nudo de la corbata y sonrió. “Estoy listo”, pensó, y moviendo las caderas salió de su despacho.
Caminó por el pasillo examinando las diferentes puertas. La mayor parte pertenecían a demonios de rango menor, y Libidus no se detenía en una segunda mirada. Una puerta algo lejana le llamó la atención. Libidus leyó el rótulo, asintió con la cabeza y la abrió.
- Hola, Avaris, ¿llego en mal momento? –le preguntó a un enorme demonio que se retorcía por el suelo. Libidus esperó a que se levantara para dirigirle una mirada anhelante.
- Puedes ver que sí –le respondió Avaris mientras se volvía de nuevo a su escritorio, ignorando su presencia. Libidus observó el despacho escandalizado: un montón de papeles se entremezclaban y amontonaban por distintos lugares, ocultando el suelo excepto en una esquina, donde se podían apreciar algunos dibujos de brillo carmesí sobre un fondo negro. En el escritorio apreció más pilas de papeles y muchas luces encendidas. Además, una alarma insistente apagaba las quejas del demonio, cuyo rostro congestionado parecía a punto de estallar.
- Si quieres puedo ayudarte –se ofreció Libidus; se apoyó en el marco de la puerta y le sonrió de la única forma que sabía y que, hasta el momento, siempre le había funcionado. Sin embargo, Avaris pareció malinterpretar sus intenciones y se dedicó a gritar y a lanzarle toda clase de improperios, a cada cual más humillante. Libidus huyó ofendido, con la cabeza erguida y los hombros caídos, cubriéndose con su capa bermellón que le protegía de las posibles miradas recriminatorias. Era inútil luchar contra los prejuicios que los demás se habían ido formando de él; se negaban a escuchar que las intenciones de sus Deseos eran concedidas por ellos mismos.
Al fondo del pasillo divisó una figura conocida y se acercó para confirmar sus sospechas. “¡Temptatius!”, exclamó con una sonrisa, pero el demonio no lo escuchó. Parecía malhumorado y se dirigía con paso enérgico hacia su despacho. Libidus decidió acompañarle.
Cuando entró en la oficina, Temptatius estaba anotando algo en un cuaderno. Después, reconoció su parpadeo y saltó sobre él justo a tiempo antes de desaparecer. Apareció abrazado a Temptatius, aunque su cuerpo y sus brazos eran tan ligeros que resultaban inadvertidos. Decidió permanecer todavía en silencio para no desconcentrar al demonio,pues se encontraban en un lugar bastante elevado y, aunque nunca lo hubiera reconocido en público, Libidus tenía miedo a las alturas.
Por fin llegaron a una especie de edificio blanco y Libidus, más relajado, desmontó de la espalda de Temptatius. Miró a su alrededor y descubrió, algo sorprendido, que Temptatius observaba a un ángel a través de él. Había olvidado retirarse la capa tras su huida, pero decidió no descubrirse todavía.
Se giró y examinó al ángel, que se entretenía despreocupadamente en una esquina. Percibió las intenciones de Temptatius y ahondó en la cabeza del ángel. “Así que ahí es donde fue a parar”, pensó con una sonrisa traviesa.
6 meses antes, mientras revisaba en su despacho los destinos de sus encargos, descubrió que un Deseo se había extraviado. Lo buscó durante semanas, pero aunque recorrió todos los lugares habitables no logró encontrarlo. Al fin, tras comprobar que todo seguía su curso normal, pensó que era mejor no preocuparse. De todas maneras, un Deseo sin más era algo inútil, requería otros poderes para tomar alguna forma.
Sonrió al descubrir la que habían otorgado al Deseo del ángel; aquello había tenido que ser trabajo de Egolis, de eso no cabía duda. Era una lástima que no estuviera presente para contemplar el resultado de su tarea.
Temptatius terminó su trabajo y pestañeó. Libidus saltó sobre su espalda, lo abrazó y ambos desaparecieron. Aterrizaron en el despacho de Temptatius y Libidus se apresuró a salir antes de apartarse la capa.
No tenía intención de volver a su despacho, al menos todavía. Caminó a lo largo del pasillo, pero una gran aglomeración frente a la puerta de Avaris le bloqueó el paso. Trató de hacerse espacio con pequeños empujones, pero los demonios, ante sus propósitos de avance, se giraban levemente hacia él y, cuando Libidus les regalaba alguna de sus codiciadas sonrisas, le devolvían el golpe; poco a poco, entre todos lo arrastraron hacia el exterior de la multitud.
Volvió sobre sus pasos y entró de nuevo en el despacho de Temptatius, que parecía acabar de recibir una buena noticia.
- Hola, Temptatius -le saludó con una sonrisa; pero Temptatius ignoró sus tentativas de entablar conversación: le saludó con un gruñido sin apartar la vista, más que unos instantes, de la pantalla del ordenador.
Libidus volvió hasta su despacho, arrastrando los pies. Cuando se encontraba prácticamente a la altura de la oficina de Avaris, hizo ademán de vestirse la capa, pero los demonios se habían dispersado.
Cuando entró en su oficina, espió de reojo su reflejo en uno de los espejos que inundaban la sala y enseguida comprendió. Se contempló durante unos minutos con mirada crítica, girando a menudo el cuello para observarse de espaldas. Su piel, antes de un bermellón reluciente, ahora estaba salpicada de pequeñas manchas rosadas; su rostro albergaba algunos pliegues alrededor de las comisuras y bajo los ojos, que le devolvían una mirada compasiva. Al menos, su cabello parecía conservar intactosu espléndido color...
Libidus se acercó más al espejo. Recogió entre sus dedos un pequeño mechón y fue liberando los cabellos poco a poco hasta retener uno solo. Lo arrancó y lo llevó a la luz. Después se arrastró hacia atrás, con aspecto asustado.
Se sentó sobre el suelo y reflexionó; decidió que era un buen momento para tomarse un descanso. Salió del despacho y cerró la puerta, pero no giró la llave. Al fin y al cabo tampoco es necesario, pensó; luego se guardó la llave en un bolsillo.
Advirtió movimientos inusuales entre los demonios. Parecían exaltados y, en muchos lugares, se podían observar pequeños grupos que discutían o escuchaban las noticias de algún mensajero. Libidus comenzó a acercarse con curiosidad a un grupo, pero sus pasos se hicieron cada vez más lentos y, al f inal, se detuvieron. Libidus descubrió horrorizado que, por primera vez, temía no ser bien recibido.

miércoles, 17 de diciembre de 2008

Umbralis

Umbralis se detuvo unos segundos en mitad del pasillo; rebuscó entre sus bolsillos laterales, en los delanteros, en los traseros y también en los interiores. Fue ahí donde encontró lo que buscaba: un papel bastante arrugado y de color antiguo, escrito con una tinta negra que ya había comenzado a perder su color.
Umbralis lo leyó y continuó su camino con resolución. Cuando llegó a su destino, encontró la puerta cerrada. Ya había comenzado la reunión. Abrió la puerta con sigilo y se ocultó en un hueco libre cerca de la entrada.
- Llegas tarde -le dijo el demonio vecino.
Umbralis lo observó con paciencia; después, con disimulo, hurgó de nuevo en sus bolsillos hasta que encontró un largo papel que parecía una detallada lista de nombres y características. No tuvo que avanzar mucho en su lectura; ya entre los primeros encontró a su compañero.
- He tenido problemas para encontrar el lugar -le explicó girándose hacia él amistosamente.
- ¿Otra vez? -se sorprendió su amigo-. No me explico cómo todavía puedes perderte después de tanto tiempo.
- Ya sabes... Mi memoria... -se disculpó brevemente.
Su compañero bajó la vista visiblemente azorado. Un silencio incómodo se interpuso entre los dos, hasta que un demonio algo canijo abrió la puerta de entrada y se colocó a su lado. Umbralis lo examinó rigurosamente, dudando durante unos momentos si lo encontraría entre los nombres de su lista. Pero no, estaba seguro; aquel demonio era nuevo en la asamblea. Sin embargo, su apariencia le evocaba tiempos perdidos; Umbralis percibió que, en algún momento o lugar, habían sido compañeros... Aunque no sabría decir a ciencia cierta de qué tipo.
Umbralis se removió ansioso en su silla, estaba deseando entablar conversación con aquel curioso personaje.
Al terminar la reunión, Umbralis le tendió su mano amigablemente, aunque sintió cierto recelo al recibir la mano del otro, y se presentó. El otro demonio no correspondió a su cortesía. Se limitó a exponer su ausencia en posteriores ocasiones.
- ¿En serio? -se limitó a contestar Umbralis algo distraído-. Es una lástima -por un momento, un recuerdo antiguo pareció resurgir desde el fondo de sus ojos-. ¿Estás seguro de que no te interesa? Las reuniones son más amenas de lo que aparentan; y, después, solemos mantener largas conversaciones sobre nuestros soberbios pasados. Aunque yo... -el recuerdo se marchitó y expiró bajo una niebla espesa-. Yo ya no recuerdo a qué me dedicaba.
Le supuso un gran trabajo pronunciar las últimas palabras. En realidad, a veces algún comentario especialmente irritante le evocaba mediante un escalofrío sus antiguas tareas, pero tan pronto como el escalofrío terminaba de recorrer su espalda, arrastraba esa sensación tras él. Algunos demonios veteranos pretendían saber quién fue, y aunque muchas veces había pretendido preguntarles, nunca recordaba su consulta cuando conversaba con ellos.
- Dime, ¿a qué te dedicas? ¿Cómo te llamas? -le preguntó recuperando el sentido de su conversación. Sin embargo, en lugar de la respuesta esperada, el demonio canijo se enfureció y de pronto pareció menos insignificante. Una chispa inquieta se removió en los ojos de Umbralis, que probó a realizar otro intento en busca de su identidad.
- Yo soy Egolis -le contestó con orgullo.
Por fin, Umbralis lo reconoció. Habían sido compañeros de trabajo, un equipo compenetrado y temido en cualquier lugar que visitaban; si bien sus ocupaciones, a simple vista, no parecían muy afines, quienes los habían sufrido reconocían a ambos como próximos. Sin embargo, no recordaba...
- Y bien, ¿a qué te dedicas? -quiso saber Umbralis. Por un momento, creyó que su voz había delatado su inquietud, pero Egolis no prestó mucha atención a su tono de voz; le bastó con comprobar su ignorancia. Comenzó a chillarle en medio de la sala, atónito por sus palabras. Umbralis trató de calmarle, todavía no había terminado de conversar con aquel soberbio demonio. Pero sólo logró estimular la furia de Egolis, que sacudió su mano apaciguadora con un golpe rudo.
Umbralis reconoció el escalofrío de su espalda. El manotazo de Egolis había sido más eficaz que una larga conversación, aunque todavía necesitaba otro pequeño zarandeo para avivar sus recuerdos latentes.
Sin embargo, un demonio amigo al que Umbralis no reconoció se interpuso entre los dos, atenuando sus pobres esperanzas. Egolis pronunció con orgullo su nombre y, tras clasificar al inmenso grupo de ignorante, salió por la puerta entre murmullos acobardados. “¡Qué insolente!”, decían algunos; otros, más precisos y acertados, afirmaban: “¡Qué engreído!”.
Al oír ese comentario, Umbralis comprendió. Muchos recuerdos volvieron a sus ojos, que se encendieron acercándose desde la distancia y pronto se convirtieron en llamas poderosas que expulsaron el oscuro vacío que antes colmaba sus cuencas.
“Egolis...”, saboreó; “sí, por supuesto...”. La inmensa alegría por recuperar sus memorias perdidas dio pronto paso a una furia ciega contra su antiguo compañero. Ni siquiera lo había reconocido.
Habían trabajado durante siglos. ¿O eran milenios? Eso no lo recordaba. Pero se acordaba bien de él, de sus eternas conversaciones sobre sí mismo, su vanidad y su falso compañerismo.
Umbralis sintió el peso de su propia impotencia al recordar cómo había llegado sin memoria, hacía 6 siglos, a la reunión de demonios. Entendió muchas sonrisas disimuladas que en aquellos momentos le habían parecido inexplicables. En realidad, Umbralis reconoció que tenía cierta gracia si lo considerabas un momento. Ironis hacía bien trabajo, nada se le podía reprochar.
No ocurría lo mismo con Egolis, sin embargo. Y ahora Umbralis recuperaría el tiempo perdido con aquel canijo arrogante.
Voló tras él como Sombra, evitando cualquier mirada curiosa. Lo alcanzó poco antes de que llegara a su despacho y, aunque hacía tiempo que no practicaba sus artes, le llevó poco tiempo envolverle en su manto invisible y extraviar sus escasas pertenencias. Lo persiguió hasta el que había sido el despacho de Egolis y se le escapó una sonrisa resignada al leer el nuevo rótulo de la entrada.
Escuchó complacido la incomprensión de Egolis sobre su nueva situación de demonio nómada y aún se alegró más cuando observó cómo llegaba hasta el despacho de Temptatius sin que éste lo percibiera. De pronto ambos desaparecieron; Umbralis los divisó con sus ojos llameantes y voló tras ellos. Llegó a tiempo para contemplar a Egolis introduciendo su cabeza entre las piernas de Temptatius y, sin poder contenerse, profirió una gran carcajada.
Cuando terminó, ambos se habían deslizado hasta un edificio cercano. Distinguió a los dos demonios en una esquina y percibió cómo Temptatius rescataba un Deseo de la cabeza de un ángel para depositarla entre sus pensamientos sencillos.
Umbralis dirigió una mirada de desprecio a los dos demonios. ¡Ingenuos!, pensó; cómo si eso fuera suficiente para derribar la integridad de un ángel. Sin embargo, consideró la situación unos instantes y, al fin, decidió ayudarles. Voló sobre el ángel, apartó a un lado el Deseo y dejó caer un pequeño manto invisible sobre los demás pensamientos.
Advirtió que los otros demonios ya habían marchado, pero resolvió no regresar al despacho de Temptatius. Egolis ya no era asunto suyo. Además, había recordado dónde se encontraba su propio despacho y debía volar pronto hacia él antes de perder otra vez la memoria de ese lugar.
Dentro le esperaba una mujer demonio. Sólo la había visto una vez en toda su existencia, pero era difícil no saber su nombre, aunque debía pronunciarse con prudencia si no se quería provocar su ira. Y su furia era la más difícil de de combatir.
- Has vuelto -le dijo con voz cantarina.
- Sí -confirmó Umbralis-. He vuelto.
- Te he esperado mucho tiempo -le recriminó la mujer. Umbralis permaneció en silencio, con los ojos ardiendo y los labios curvados en una ligera sonrisa-. Tienes mucho trabajo pendiente. Y supongo que sabrás que los ángeles se han declarado en huelga.
- Lo sé -respondió Umbralis-. Y descuida... No volveré a fracasar.
- Así lo espero -la demonio alzó los brazos y se envolvió con una inmensa y roja capa que se fundió en un humo con fragancia a rosas.
Umbralis se sentó en la butaca al frente de su escritorio. Recorrió su superficie con una mirada satisfecha y rozó con sus manos el tapete negro que lo cubría, después encendió la lámpara, que lució con insistencia y acarició los folios que reposaban a su lado. Tendría que adaptarse a los nuevos tiempos y utilizar esas máquinas que había visto en los despachos de Temptatius y de Ironis.
- Ordenadores -recordó complacido. De alguna forma, vinculó esa palabra con una idea que necesitaba escribir. Abrió los cajones, buscó en los armarios, vació estanterías. Por fin, encontró unos post-it en una papelera cercana a su despacho.
Volvió hasta su escritorio y se apresuró a escribir: “Demonio del Olvido”; después lo pegó en el interior del bolsillo superior izquierdo de su traje oscuro.
Ya está -declaró más tranquilo apoyando los pies sobre su escritorio-. Al menos de eso ya no me volveré a olvidar.

lunes, 15 de diciembre de 2008

Egolis

Egolis se alzó sobre su asiento y dirigió una mirada a su alrededor. Las antes vacías paredes se hallaban ahora cubiertas de diferentes ordenadores que le habían librado de la mayor parte de su trabajo. Su escritorio, en otro tiempo saturado de papeles y documentos, sólo albergaba una pantalla, un minúsculo teclado con 13 botones, cada uno con su propia función, y una pequeña lámpara fucsia que irradiaba luces y sombras por toda la sala.
El despacho, de grandes dimensiones, presentaba una vista despejada que no acababa de convencer a Egolis. Prefería, pensó, las antiguas montañas caóticas dispersadas por el suelo de la habitación; el aspecto actual le confería un cariz frívolo que le producía una sensación extraña que, desde hacía unos pocos meses, comenzaba a resultarle algo molesta.
Lo alarmante es que, hacía unos días, había empezado a afectar a su comportamiento. Pasaba menos tiempo en el despacho, hablaba más con otros demonios... Esa misma mañana se había sorprendido ofreciendo su ayuda a Avaris cuando organizaba su despacho y él había respondido cerrándole la puerta. Fue en ese momento cuando Egolis comprendió su error.
Sin embargo, de vuelta en su despacho, la sensación persistía y le incitaba a salir, a explorar nuevas experiencias.
Egolis resopló con hastío y saltó de su asiento. Caminó lentamente hacia la puerta, murmurando palabras inaudibles entre dientes. Alzó el brazo hacia el pomo, mientras recordaba que el despacho seguía sin ser adaptado a sus medidas.
El pasillo estaba vacío, pero escuchó voces debilitadas por la distancia. Poco después, el eco de un escandaloso aplauso le ayudó a encontrar al gentío.
“Ah, sí”, pensó; “la reunión de demonios”. Había recibido, como todos, el panfleto que anunciaba la asamblea, pero no le había prestado mucha atención. Las multitudes nunca le habían interesado. Sin embargo, abrió la puerta y se confundió entre la muchedumbre; incluso se atrevió a dar alguna pequeña palmada simulando un aplauso, pero nadie pareció reparar en su presencia. Egolis hinchó el pecho y giró la cabeza de un lado a otro; después, se enderezó sobre la silla y buscó, entre los hombros de los demonios que le ocultaban la vista, el objeto de su atención.
Por fin, reconoció a Temptatius al fondo de la sala, sobre el estrado. Otro demonio, desconocido para Egolis, pero que evidentemente ostentaba un rango superior entre los presentes, le colocaba una placa sobre el pecho. El auditorio estalló de nuevo en aplausos; Egolis se agarró con fuerza a los posabrazos para no rebotar sobre su asiento. Empezaba a sentirse algo incómodo; irritado.
Cuando el aplauso terminó, los demonios se levantaron y saludaron a sus vecinos.
Egolis observó la mano huesuda que le tendía aquel sombrío demonio. Su piel, en lugar de las diferentes tonalidades de rojo que solían exhibir los demonios, era atezada, un poco sucia y apagada. Con ciertas reservas, Egolis estrechó su mano.
- Hola -le dijo con voz ronca y siniestra -. Me llamo Umbralis -sus labios se entreabrieron en lo que parecía una sonrisa cavernosa-. Eres nuevo por aquí, ¿verdad? Llevo 6 siglos en el grupo y nunca te había visto.
- Pues sí -respondió Egolis mientras dudaba si limpiarse la mano-. Y lo cierto es que no creo que vuelva.
- ¿En serio? -los extremos de las cuencas de sus ojos se giraron hacia abajo-. Es una lástima -guardó silencio unos segundos; en el fondo de las cavidades se encendió una pequeña chispa de luz muy lejana-. ¿Estás seguro de que no te interesa? Las reuniones son más amenas de lo que aparentan; y, después, solemos mantener largas conversaciones sobre nuestros soberbios pasados. Aunque yo...-las cuevas de sus ojos se nublaron con una espesa bruma-. Yo ya no recuerdo a qué me dedicaba.
Las últimas palabras las había pronunciado en voz baja, casi en un susurro, y su voz, ya de por sí grave, había resonado en los oídos de Egolis como las notas de un contrabajo. Miró hacia la puerta y calculó el tiempo que tardaría en alcanzarla.
- Dime, ¿a qué te dedicas? -le preguntó Umbralis-. ¿Cómo te llamas?
Egolis detuvo sus pensamientos de huida y observó fijamente a su adversario.
- ¿Cómo? -preguntó asombrado-. ¿No sabes quién soy?
- ¿Cómo podría saberlo? -Umbralis frunció sus puntiagudos hombros-. Todavía no has mencionado tu nombre.
Egolis titubeó, buscando alguna incongruencia en su respuesta, pero no logró encontrar ninguna.
- Yo soy Egolis -se irguió en su escasa estatura y sumergió sus ojos en la profundidad de los de Umbralis. La luz que antes había descubierto en ellos se movió ligeramente; Egolis comprobó, bastante sorprendido, que parecía divertirse.
- Y bien, ¿a qué te dedicas? -inquirió con otra de sus tenebrosas sonrisas.
- ¡Qué insolencia! -bramó Egolis mientras sus mejillas se volvían cada vez más oscuras-. ¡Fingir que no sabe quién es Egolis!
- Perdona mi ignorancia, amigo -Umbralis palpó su hombro con pesar, pero Egolis la espantó de un manotazo.
- ¿Qué sucede, Umbralis? -preguntó un demonio cercano-. ¿Quién es tu combativo amigo?
- Soy Egolis -clamó-. Y vosotros, me parece, sois un montón de demonios ignorantes.
Después, Egolis recorrió con dignidad el camino hasta la puerta, con la vista al frente, mientras escuchaba con satisfacción algunos murmullos sobre su identidad. Se dirigió hacia su despacho con paso rápido, tropezando de vez en cuando con demonios que simulaban no verle.
La puerta estaba abierta. Se detuvo en el umbral y miró con precaución el interior del despacho. Un demonio dormitaba sobre el escritorio mientras su fornida secretaria disponía los archivos en los armarios y cajones, previamente vaciados.
- ¿Qué pasa aquí? ¿Qué hacéis con mi despacho? -les interrogó ansioso.
- Por favor, baje la voz -le respondió la secretaria sin detenerse en su tarea.
- Exijo que me deis una explicación -rogó Egolis con patente tormento.
La secretaria, al fin, interrumpió su trabajo y le miró por debajo de sus gafas estrelladas.
- ¿Quién es usted? -le preguntó examinándolo con la mirada.
- Soy Egolis y soy el dueño de este despacho -explicó con orgullo.
-¡Ah! -la secretaria pareció entender-. Lo siento, pero este despacho ahora pertenece al señor Ironis -y tras esas palabras, continuó su labor.
Egolis, confundido, contempló la placa de la puerta: sus antiguo letrero con su nombre en letras gigantescas había desaparecido; en su lugar habían colocado un modesto rótulo que rezaba “Ironis”.
Egolis se giró y caminó con paso lento a lo largo del pasillo. Un demonio ciego de ira tropezó con él sin disculparse; sólo al darse la vuelta lo reconoció como Temptatius y, aunque desconocía el motivo, eso le enfureció. Sin embargo, cuando después de varias horas lo vio salir de su antiguo despacho, decidió seguirlo.
Entró en el despacho de Temptatius tras él, que no pareció percibir su presencia. Lo observó mientras se apresuraba recogiendo datos del ordenador; después, guiñó los ojos y desapareció. Egolis dio un salto y desapareció también.
Aparecieron en una superficie circular. Temptatius invadía prácticamente la totalidad del círculo y Egolis se vio obligado a propinarle un ligero empujón, pero los pies de Temptatius, aunque parecían decididos a dar algún paso, se encontraban fuertemente arraigados. Egolis decidió encogerse tras él.
El círculo se movió de repente y Egolis espió entre sus piernas para conocer su destino.
Llegaron a un edificio blanco y esponjoso y una puerta se abrió ante ellos. Egolis entró tras Temptatius y no se molestó en mirar a su alrededor. No era la primera vez que se encontraba en esa zona.
Comprobó que Temptatius parecía interesado en un ángel que se hurgaba el cabello en una esquina y, tras concentrarse durante unos segundos, lo reconoció. Egolis se rió con gusto, aunque nadie se percató de ello. Aquel ángel había sido uno de sus mejores trabajos; le había costado introducir el Deseo en aquella cabecita ingenua, aunque sabía que eso no sería suficiente para que el ángel sucumbiera. Se necesitaba un demonio como Temptatius para que ese Deseo flotara entre los pensamientos más superficiales y el ángel, por fin, se abandonara a él.
Egolis confirmó sus ideas al observar que el ángel se había dado un tirón en el cabello, aunque el movimiento había resultado casi imperceptible.
Después, Temptatius parpadeó y desapareció de nuevo; Egolis dio un salto y lo persiguió hasta su despacho. Temptatius se sentó en su sillón con aspecto relajado y satisfecho mientras él deambulaba por el despacho, curioseando en los armarios y cajones sin que el otro demonio se diera cuenta.
Al cabo de media hora, otro demonio abrió la puerta y le entregó un comunicado a Temptatius. Egolis se situó a su lado y, de puntillas, leyó la noticia por encima de su hombro. Los ángeles se habían declarado en huelga, aquejados de exceso de trabajo.
Observó a Temptatius. En poco tiempo, ese nombre recorrería los infiernos y se convertiría en un demonio temido y admirado.
Sin embargo, Egolis vagaría como sombra de otros demonios, sin residencia, sin identidad; sin nadie que reconociera sus trabajos y recordando que su nombre, en otro tiempo el más venerado y glorioso, ahora era ignorado por todos.

sábado, 13 de diciembre de 2008

Avaris

Había oído hablar de la reunión de demonios, pero Avaris no tenía tiempo para eso. El trabajo se acumulaba sobre su escritorio y, desde hacía unos meses, también sobre las estanterías y cajones abiertos; las últimas semanas había empezado a cubrir el suelo, por lo que Avaris fue sorteando los papeles apilados hasta llegar a su sillón. Dio un manotazo al montón de hojas que descansaba sobre él y se sentó.
Miró a su alrededor intentando decidir por qué impresos empezar, pero todos parecían igual de sugerentes. Por fin, cogió los que yacían desparramados a sus pies y los hojeó. Eran casos sin sustancia, unos de tantos; tecleó algo en el ordenador, abrió un cajón y aplastó su contenido para hacer sitio a los nuevos documentos. Cuando comprobó que su esfuerzo era en vano, se levantó y se dirigió a un armario. Las puertas, a medio cerrar, ocultaban cajas y dosieres llenos de más encargos.
Avaris se enfureció. Hacía mucho tiempo que había solicitado un nuevo despacho, con más espacio y muebles para archivar sus casos, que cada día eran más numerosos. Pero no sólo se lo habían negado, sino que le habían recomendado triturar los registros antiguos, o incinerarlos, o destruirlos de la forma más cómoda. ¡Destruir sus archivos! Avaris nunca había escuchado una necedad semejante.
Para mayor ultraje, el despacho al que él aspiraba le había sido concedido a Ironis, un demonio somnoliento que relegaba su trabajo en sus discípulos y en máquinas poco competentes; aún así, Avaris prefería no enfrentarse a Ironis, pues aunque parecía dormido la mayor parte del tiempo, solía ser bastante sagaz en sus respuestas, por lo que era mejor no desafiarle en público.
Avaris empujó los documentos dentro del armario, entre varias carpetas, y lo cerró rápidamente, pues había observado un movimiento inusual que prefería no comprobar.
De pronto, el armario abrió sus puertas y desparramó su contenido sobre el suelo, ya saturado, de forma implacable. Avaris, conteniendo un gemido y con los ojos desorbitados, contemplaba impotente su trabajo de décadas diseminado por el suelo.
- ¿Qué es ese estruendo? -preguntó Egolis abriendo la puerta.
- ¡Nada! ¡No es nada! ¡No te metas en mis asuntos! -gritó Avaris mientras se lanzaba sobre las hojas y las recogía acunándolas.
- ¿Estás seguro? -preguntó ansioso Egolis-. Puedo ayudarte si quieres. Mi despacho está siempre muy vacío y últimamente he empezado a pensar que no me vendría mal un poco de compañía... de vez en cuando.
-¡Muy bien! ¡Muy bien! ¡Haz lo que quieras, pero no toques mis papeles!
Avaris alejó los documentos de los pies de Egolis y luego cerró la puerta.
Al contemplar el escenario devastado en que se había convertido su despacho, los ojos se le nublaron y se enjugó el sudor que le empañaba la frente. Se sentó en el suelo, decidido a ordenar cuidadosamente todo aquel papeleo. Mientras clasificaba los impresos, las luces de su escritorio comenzaron a encenderse de forma intermitente; poco después, las sirenas hacían lo mismo.
Avaris intentó acompasar su respiración entrecortada, pero sólo logró agotarse y agrietarse la lengua reseca. Gateó hasta el escritorio, tanteó la superficie buscando un botón y más papeles saltaron y aterrizaron sobre los que ya reposaban en el suelo. Avaris se detuvo, retando con la mirada a los recientes documentos caídos.
- Hola, Avaris. ¿Llego en mal momento? -preguntó Libidus desde la puerta. Cuando Avaris se giró hacia él, le lanzó una mirada pícara.
- Puedes ver que sí -respondió Avaris irguiéndose. Libidus se rió enseñando su dentadura inmaculada, que resaltaba el bermellón impecable de su piel. Se apoyó con el antebrazo en el marco de la puerta, mientras su otra mano descansaba sobre su cadera.
- Yo podría ayudarte -le insinuó guiñando un ojo.
Avaris permaneció unos segundos en silencio, perplejo.
-¡Adónde vamos a parar! -chilló-. ¡Ya ni se respetan los demonios entre sí!
Avaris continuó profiriendo gritos, mientras circulaba de un lado a otro de su despacho tropezando y dando puntapiés a sus archivos.
Otros demonios se pararon en la puerta, atónitos ante el patente desequilibrio de Avaris. Decidieron llamar a un médico.
Al cabo de 13 minutos, el doctor se abrió paso entre el gentío, entró en el despacho y cerró la puerta tras de sí. Al poco, salió y los demás le detuvieron acosándole a preguntas. El médico rogó silencio con las manos y después aclaró:
- Necesita descanso. El señor Avaris tiene un cuadro de estrés provocado por exceso trabajo. Sin embargo...-el doctor miró a un lado y a otro-. Sin embargo, mi sugerencia de abandonar su trabajo, temporalmente por supuesto, y dejarlo en manos de otros menos ocupados, no fue muy bien recibida... Ha punto he estado de provocar una desgracia -gimoteó el médico buscando compasión-; señores, ha sido necesaria toda mi habilidad para reanimarlo de la impresión. Por tanto, les suplico que no molesten al señor Avaris. Aún le queda mucho por hacer para lograr ponerse al día.
- Doctor... -una voz le llamó desde el fondo-. Los ángeles se han declarado en huelga.
El médico miró con compasión la puerta de Avaris unos segundos.
- ¡Por todos los diablos! -chilló-. Ya no hay salvación.

viernes, 12 de diciembre de 2008

El encargo

Una secretaria fornida elevó sus ojos hacia él por encima de sus gafas estrelladas, increpándole con la mirada.
- Buenas tardes –murmuró Temptatius a regañadientes; luego se dirigió a la gran puerta caoba del fondo de la sala.
- Perdone –dijo la secretaria con voz aguda-. Perdone –repitió plantándose frente a él-. El señor Ironis está muy ocupado ahora mismo, ¿tiene usted cita previa?
- Tengo un asunto urgente que hablar con él -respondió Temptatius esquivando la pregunta.
- Si no tiene usted cita previa no puede pasar -aseguró ella; y apretando un botón situado sobre su escritorio hizo desaparecer el pomo de la puerta caoba.
- Muy bien...-Temptatius respiró profundamente un par de veces-. Me gustaría pedir una cita con el señor Ironis -mostró una sonrisa de encías sangrientas y dientes afilados y carcomidos.
- Rellene ese formulario y espere a que le llamemos -y le mostró una alta pila de papeles acomodados en una esquina.

Temptatius cogió el formulario con sus gruesas manos: 66 folios mecanografiados donde se solicitaban diversos datos, incluida una pequeña redacción sobre el motivo de la cita. Diligentemente, comenzó a rellenarlos con su pluma marfileña de tinta carmesí.
A las 6 horas y 6 minutos, Temptatius se levantó y se dirigió hacia el escritorio de la secretaria, con una nueva sonrisa más pacífica que la anterior.
- Terminé la solicitud -le explicó-, pero creo que ya no necesito la cita. Mi enfado se ha disipado con tanto papeleo.
- ¡Qué lástima! - exclamó la secretaria abriendo los ojos de forma excesiva-. Precisamente ahora existe un hueco en el ajetreado horario del señor Ironis.
Temptatius vaciló unos segundos, reprimiendo su ira renovada.
- ¿Puedo pasar entonces? -confirmó mientras se dirigía a la puerta caoba, que todavía carecía de pomo; sin embargo, pronto comprobó que resultaba innecesario, pues la puerta se abrió a su paso.
Halló a Ironis cabeceando sobre su escritorio, que abarcaba la mayor parte de la sala; una gran maquinaria cubría las paredes y parecía trabajar al máximo rendimiento, aunque el destino de sus productos parecía más lejano de lo que la máquina aparentaba alcanzar.
- Buenas tardes -saludó Temptatius.
Ironis se movió ligeramente al otro lado de la mesa y gruñó algunos sonidos a modo de bienvenida.
- ¿Qué haces tú por aquí? ¿No tienes ningún encargo? -le increpó.
- Supongo que sí... Tú deberías saberlo -Ironis no realizó ninguna señal de comprensión-. Tú me mandaste el encargo -le acusó con un dedo desafiante.
- Es posible... No pretenderás que recuerde todos mis trabajos -le recordó las máquinas que cubrían su despacho con un gesto vago de su mano izquierda-. Aún así, deberías comprobar ese aviso; ¿sabes? Los mensajes son reales, aunque a menudo el momento o el lugar de recibo resulten... incómodos.
- ¿Quieres decir que tengo trabajo? ¿En serio? -preguntó Temptatius entre sorprendido y halagado.
- Lo que me sorprende es que la curiosidad todavía no te haya dominado -musitó Ironis-. ¿Por qué no vuelves a tu despacho y compruebas esa llamada? Como ves, yo tengo mucho trabajo que hacer aquí -explicó con un bostezo.
Temptatius se dio la vuelta. A punto de abandonar el despacho, oyó unos ruidos extraños y giró la cabeza a tiempo para observar a Ironis lanzando juramentos contra la máquina, que al parecer había decidido tomarse un descanso.

Temptatius volvió a su despacho. La luz de la bombilla todavía llameaba con fuerza, iluminando de granate la habitación. Encendió la pantalla que cubría la pared derecha y apuntó los datos. Después, con un parpadeo de sus ojos sangrientos, desapareció.
Su figura resurgió en medio de una nada azul claro, aunque comprobó que bajo sus pies se había formado una circunferencia de una materia sin tacto, blanca y de aspecto esponjoso. Probó a dar un paso hacia delante, pero sus pies permanecían enganchados en aquella especie de algodón; sin embargo, la circunferencia pareció entender sus deseos y le llevó hacia un edificio de grandes dimensiones formado por la misma materia. Cuando estuvo a una distancia adecuada, una puerta apareció de la nada frente a él y Temptatius entró en la habitación, que se iluminó con el primer paso.
En una esquina encontró al individuo que buscaba: un ángel bajito y de mirada viva, que se entretenía en una esquina jugando con sus bucles dorados.
Temptatius cerró los ojos y se concentró. Profundizó entre aquella superficie de pensamientos fáciles, pacíficos y un tanto pueriles y, por fin, después de una larga búsqueda, encontró lo que buscaba. Temptatius abrió los ojos y en su rostro se encendió una sonrisa aviesa; poco después, estallaba en una perversa carcajada.
Temptatius soltó al Deseo de sus resistentes amarras y lo llevó a la superficie de pensamientos pacíficos. En ese momento, la mano del ángel pareció dudar entre los rizos y dio un pequeño tirón. Después siguió mesándose el cabello durante algunos minutos, pero a cada instante parecía más nervioso.
Por fin, se dio la vuelta y salió de la sala atravesando la pared. Temptatius pestañeó para volver a su despacho. Comprobó que la bombilla ya no lucía y se sentó en la butaca, respirando los momentos de tranquilidad y descanso que aún le sobraban. Sabía que pronto volvería a tener más encargos.

Media hora más tarde, leyó el comunicado de la prensa: los ángeles, después de incalculables años sometidos a un trabajo que calificaban como inabarcable, se habían declarado en huelga.

miércoles, 10 de diciembre de 2008

Ironis

¡Aleluya! fue la última palabra que escuchó Temptatius antes de salir cabizbajo por la puerta. Tuvo que soportar aún algunos apretones de manos desconocidas que pretendían aliviar su pesadumbre y reconfortarlo. Todavía ostentaba la placa de los 15 meses en su pecho desnudo.
Consiguió alcanzar la puerta de su despacho y la cerró lentamente tras de sí. Contempló con nostalgia la mesa de estilo gótico que presidía la sala y el sillón de orejas que se elevaba tras ella, todo envuelto en aquel vivo color escarlata. Sobre la mesa, una bombilla granate parecía dormir desde hacía mucho tiempo; el polvo se había acumulado sobre ella en algunas formas estrambóticas. Temptatius se acercó y le pasó la mano por encima para quitarle el polvo; luego se agachó y miró extrañado el interior de la bombilla, donde una pequeña luz parecía dudar antes de encenderse completamente. Temptatius dio un respingo, mientras una pequeña sonrisa iba cubriendo sus horrorosas facciones. Sin embargo, al volver a mirar hacia abajo, sus ojos tropezaron con la placa que cubría su pecho y leyó su inscripción con impotencia: “15 MESES SIN DEMONIZAR”.
Se dejó caer sobre el sillón y se cubrió el rostro con las manos. Miraba horrorizado la bombilla, que ahora lucía provocadora, entre las rendijas de sus dedos. “No puede ser, es imposible”, murmuró entre dientes; pero aquella luz desafiaba todas sus posibilidades. “Es injusto”, gimoteó; “es... es...”. De pronto, enfurecido, se levantó de su asiento, empujó la puerta del despacho y recorrió el largo pasillo hasta que encontró la puerta que buscaba. “Ironis”, rezaba el rótulo. “Sí, eso tiene que ser”, confirmó Temptatius. “El único demonio que todavía necesita secretaria para cumplir los plazos”.
Y Temptatius abrió la puerta para enfrentarse a él.