sábado, 24 de mayo de 2008

Epílogo

“¿Cuándo vas a terminar ese maldito libro?”, preguntabas. Yo agachaba la cabeza mientras rezaba para que tu mirada no encontrara la respuesta en mi rostro; y esperaba paciente a que terminara la crisis para volver a refugiarme en mi obra. ¡Si lo hubiera sabido, Marta! ¿Por qué no me lo dijiste? ¿Cómo podía saber que el término de mi novela sería también el tuyo? Aquí te la dejo, Marta, encima de tu sepultura. Que el azar decida su destino. Ya no quiero publicarla.

El libro en sus manos

“¿Son todos para mí?”, preguntó al ver las paredes totalmente cubiertas libros. “Todos los que puedas llevarte”, respondió alguien detrás de él. Un rápido vistazo a la estancia le descubrió unas cajas vacías en la esquina. Cogió una y la llenó raudo con los libros que encontró más a mano. Cuando estaba a punto de alcanzar la puerta, se le nubló la vista y su respiración se hizo entrecortada. Se despertó preso de una crisis neviosa, sosteniendo con fuerza un libro en sus manos.

La última oración

“Usted nos enterrará a todos”, decía Miriam con una sonrisa. “Ya ha superado la crisis”; los ojos se me cerraban, la morfina estaba haciendo efecto, “ya verá como se encuentra mucho mejor enseguida”. Su voz trémula, ahora tan distante, no me ayudaba a sentirme mejor. Aquella muchacha pretendía engañarme, pero no le iba a negar el consuelo de haberme animado en mi último aliento. “Dile a Marta que la quiero”. Mis palabras expiraron en aquella oración.

viernes, 23 de mayo de 2008

Concurso Cadena Ser (2)

Miriam arrugó en sus manos el garabato ilegible que había dibujado. Cogió otro folio y comenzó de nuevo. Lo miró unos segundos, volvió a arrugar la hoja y lo tiró a la papelera. Por fin, comprobó que su dibujo era igual al que había encontrado.

- ¡Papá, ya sé escribir!

Su padre lo leyó y se derrumbó temblando en el sofá.

- ¿Qué te pasa, papá?

- Nada... Vete a jugar y no le digas nada a mamá.

Cuando Miriam salió de la habitación, volvió a leer la nota que había escondido en su maletín: “Tenemos a su hija. Espere instrucciones y no llame a la policía”.

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Miriam arrugó en sus manos el garabato ilegible que había dibujado Miguel.

- ¡No sabes escribir, tonto!

- Claro que sé- Miguel cogió el papel de las manos de Miriam-. Lo que pasa es que tú no puedes leerlo. Es un código secreto.

Miriam, sin creer una palabra, se dio la vuelta y se tumbó en la cama. Cuando Miguel marchó, examinó la hoja, que estaba plagada de dibujos y signos extraños. Algo perpleja, comenzó a analizarla tratando de descubrir el mensaje oculto. Al cabo de media hora consiguió descifrarlo: “Lo sé todo, Miriam, se acabó el juego”.


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Miriam arrugó en sus manos el garabato ilegible que había dibujado y lo estrelló contra la pared. Su madre lo recogió y lo metió en la papelera.

- No puedes ir tirándolo todo por ahí, Miriam -le recriminó.

Miriam no respondió. Cogió otro folio y trazó unas líneas sobre el papel. Cuando terminó, miró unos segundos la hoja y la rompió con furia en mil pedazos, que quedaron esparcidos por el suelo. Ignoró los reproches de su madre y observó con impotencia la lámina en blanco que, de nuevo, volvía a descansar sobre el escritorio. “Me rindo”, pensó mientras las lágrimas resbalaban por su mejilla: “He olvidado cómo escribir mi nombre”.

domingo, 18 de mayo de 2008

Concurso Cadena Ser

- Entonces, ¿cómo podemos saber que esto no es un sueño?- decía Ana.

“Buena pregunta”, quise contestar; pero me mordí la lengua y seguí caminando. Observé el horizonte, a lo lejos, donde el sendero de arena roja se perdía en el infinito. Mis pies se movían por inercia, ya había perdido el dominio sobre ellos.

Otro chasquido, un dolor afilado en la espalda, una voz cavernosa que gritaba: “¡Seguid caminando!”; “¿Hacia dónde?”, “¡Adelante, siempre adelante!”. Me apresuré a seguir sus órdenes, sabía lo que ocurriría si osaba desobedecer.

Un sueño... Sí, uno del que no despertaré.

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- Entonces, ¿cómo podemos saber que esto no es un sueño?- decía Ana.

El eco de sus palabras se repetía sin descanso. Delante de mí, con la cabeza levantada, Ana esperaba impaciente mi respuesta. Miré sus pies, embutidos en unas medias color canela y unos zapatos carmesí. Su vestido blanco pronto se confundió con la niebla.

Levanté la cabeza. Ahí seguía Ana, esperando.

- ¿Un sueño, Ana? - le dije antes de besarla-. Si lo es, no quiero despertar.

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- Entonces, ¿cómo podemos saber que esto no es un sueño?- decía Ana.

- No lo sé. Supongo que... si no puedes recordar cómo has llegado hasta aquí...

- ¿Hasta aquí?- repetía Ana mirándome atentamente, como si en mi cara estuvieran grabadas todas las respuestas.

- ¿Qué hiciste esta mañana?- me decidí a preguntar.

- Me levanté, desayuné un café, fui al baño a ducharme...

Asaltado por una idea, la interrumpí triunfante: “Dicen que en los sueños no sientes dolor”.

Ana me miró boquiabierta.

- Bueno, entonces creo que ha llegado el momento.

Tras unos segundos, imagino que para crear efecto, continuó:

- Lo siento, Miguel, pero lo nuestro no funciona.

El dolor fue tan intenso que me caí de la cama.

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- Entonces, ¿cómo podemos saber que esto no es un sueño?- decía Ana, mientras sus ojos negros se alejaban en la distancia.

- Si fuera un sueño, su ignorancia la despertaría – contestó el profesor. Sus compañeros estallaron en carcajadas. Ana se escondió más entre sus libros, haciéndose invisible unos instantes.

Las luces se apagaron, y la oscuridad lo invadió todo. El silencio se impuso sobre todos los sonidos.

De nuevo la luz, el griterío de estudiantes. Ana detrás de sus libros, sus ojos negros dominando la clase. La misma pregunta, la misma respuesta. La vi desaparecer ante mí, un momento antes de que todo se volviera nada.

Por fin entiendo los ojos de Ana.