jueves, 27 de agosto de 2009

La resurrección de Marcial

A Marcial no le gustaban los nuevos vecinos franceses. Bueno, ni los italianos; ni los portugueses, ni los alemanes. En realidad, no estoy seguro de que le gustaran tampoco los españoles. O la gente con la que había convivido a diario durante los últimos 40 años.

Algunos atribuían su personalidad huraña a su condición de escritor; claro que también atribuían a esta cualidad el resto de sus numerosas virtudes: Cuando alguien saludaba a Marcial y éste respondía con un gruñido, la persona ofendida solía suspirar y murmuraba: “Es escritor”; cuando el cartero introducía las cartas diligentemente en el buzón, al cabo de pocos instantes Marcial recogía su correo y, tras echarle un vistazo, golpeaba con el puño o con el pie -según correspondiera- su propio buzón haciendo que éste perdiera su estabilidad, el vecino fisgón que en ese momento le observara miraba hacia el cielo, se encogía de hombros y pensaba: “Es escritor”; cuando Marcial entraba en un bar, pedía una pinta y, una vez ésta servida, se la bebía de un solo trago y acto seguido estrellaba la jarra contra la pared, los clientes tanto como el propio dueño lo disculpaban: “Es escritor”.

En realidad, si alguna vez hubieran conocido a algún otro escritor, probablemente se hubieran sentido obligados a retirar su absurda acusación como excusa para su comportamiento; sin embargo, como todavía no se había dado el caso, seguían pronunciando la misma cantinela ante cada situación extravagante en que se veía envuelto Marcial.

Como, por ejemplo, el día en que resucitó.

Todo comenzó un martes, a las 10 de la mañana, cuando Marcial decidió no recoger el correo. A decir verdad, estaba ocupado en algunos asuntos que en ese momento requerían toda su atención.

Sin embargo, los vecinos de X no lo sintieron de esa manera; realmente, no hubieran sabido describir lo que sentían. Acostumbrados como estaban a los ataques de ira de Marcial, aquella mañana se sintieron más felices sin saber por qué, aunque al mismo tiempo presentían que algo no estaba bien.

Al llegar la tarde, cuando los parroquianos se reunieron en el bar acostumbrado, la cerveza y la risa se distribuyeron por igual por todo el local. No fue hasta bien entrada la noche, cuando todos se encontraban ya retirados en su propia cama y con los ojos cerrados dispuestos a dormir, que se dieron cuenta de que en todo el día no había habido ni rastro de Marcial.

Al día siguiente, por supuesto, los rumores no se hicieron esperar. La desaparición de Marcial fue el tema del día, podría decirse incluso que de toda la semana. Las personas más cercanas -al menos espacialmente- afirmaron haber escuchado ruidos extraños durante la noche anterior, aunque no formulaban una verdadera hipótesis que explicara su desaparición; otros, quizá mejor informados -o quizá no- pretendían haber divisado una figura similar a la de Marcial cerca de la estación. Por supuesto, no faltaron los creyentes fanáticos que declararan como algún tipo de exorcismo aquella extraña volatilización, o los románticos que sostenían un amor furtivo como explicación ante tan insólita huida. Sin embargo, la opinión más extendida se refería a algún tipo de muerte fortuita y de procedencia y justicia divinas, aunque nadie podría decir cómo había surgido aquella fantástica idea.

Tras 6 días de divagaciones, algunos vecinos comenzaron a difundir noticias sobre un olor nauseabundo procedente de la casa de Marcial. Así, para silenciar y tranquilizar a los vecinos inquietos, la policía decidió investigar su desaparición

Dos policías fueron a registrar la casa y derribaron la puerta de entrada entre la multitud aglomerada a su alrededor. Uno de ellos, respondiendo a las aclamaciones del público, causó sensación al desenfundar su pistola y se introdujo en la casa apuntando frente a él, como había visto hacer en las películas que solía ver en el cine todos los sábados por la noche. El otro, menos cinéfilo, corrió tras su compañero mirando hacia el suelo, por lo que tropezó con él cuando éste se detuvo. Se colocó a su lado y se arrepintió de hacerlo. El espectáculo era realmente repulsivo.

Un hombre, de unos 40 años de edad, yacía en el suelo con la cabeza abierta; la sangre coagulada y seca estaba desparramada sobre el rostro, el suelo y la escalera. Cerca de mil moscas -al menos eso le pareció al segundo policía- volaban sobre el cráneo fracturado y algún horrible animal -probablemente un perro- había desgarrado la piel en varios lugares del cuerpo.

Los policías retiraron al público indiscreto que trataba de curiosear desde algunas posiciones adelantadas. Llamaron al juez, al forense y a todos los que consideraron oportunos para poder levantar el cadáver de Marcial.

El funeral se celebró al día siguiente. Acudió todo el pueblo, vestido de luto y guardando silencio por el muerto. Algunos incluso se atrevieron a dejar escapar alguna que otra lágrima al escuchar la plegaria del cura, bien por convicción o quizá por todo lo contrario.

Trasladaron el féretro al cementerio, con todos los vecinos de procesión tras él, cabizbajos y aparentemente apenados. De pronto, poco antes de la entrada al cementerio, la procesión se detuvo y a punto estuvieron de dejar caer el ataúd al suelo.

Marcial, frente a ellos, les encaraba desconcertado, con un puro entre los dientes, desde detrás de sus gafas redondas y ahumadas. Durante unos minutos nadie dijo una palabra, tras los cuales todos comenzaron a gritar: “¡Es un milagro!”; “¡Alabado sea el Señor!” y otras exclamaciones similares que suelen pronunciarse en estos casos. Por supuesto, no podía faltar la popular explicación: “¡Es escritor!”.

Marcial, por toda respuesta, gruñó.

Siguió bufando y refunfuñando mientras la policía lo escoltaba a comisaría y le tomaba declaración. Mientras tanto, la noticia de su resurrección se extendía entre las pocas personas que se habían perdido aquel funeral tan espectacular.

Aunque nunca se descubrió la identidad de la auténtica víctima, Marcial fue declarado culpable por unanimidad, si no por el juez, sí al menos por el pueblo, convirtiéndose en una celebridad espeluznante mientras seguía fumando sus puros y estrellando las jarras de cerveza contra la pared del bar. No se percibió ninguna diferencia notable en su personalidad, aunque sí es cierto que dejó de gruñir y bufar ante los saludos de sus vecinos.

Claro que es difícil de saber de forma inequívoca, porque lo realmente cierto es que ninguno de ellos le volvió a saludar.