martes, 22 de julio de 2008

La casa de campo

Nos encontrábamos en la sala de estar, sentados frente al calor del hogar en unos sillones colocados en ángulo oblicuo. La única luz de la estancia provenía del fuego de la chimenea y de unos candelabros empotrados en la pared que adornaban las esquinas del salón. El rostro de mi amigo estaba tiznado de sombras y una expresión mortecina le nublaba las facciones. El crepitar de las llamas era el único sonido audible en la casa.
- En verdad es un caso extraño – comentó mi amigo de pronto, aludiendo con un ademán de su mano hacia la reseña del periódico, extendido sobre la mesa situada a su izquierda. Una copa vacía, con algunos restos de vino en su fondo, se hallaba cerca del diario-. La simplicidad del caso es lo que lo hace tan extraño. ¿No lo cree usted así? La resolución del crimen es sencilla para cualquier mente despierta. Sin embargo, el criminal quedará impune de su delito por falta de pruebas.

- Si lo piensa un momento, no es tan insólito. Muchos asesinos han escapado a la justicia a lo largo de los siglos, generalmente por falta de datos concretos que prueben su culpabilidad. Es más, le diré que en muchos casos es probable que se le hayan imputado a un inocente los actos de otro más sagaz que, previendo la imposibilidad de que se cierre un caso sin resolver, haya decidido proporcionar un culpable verosímil a las mentes policiales.

Mi amigo me miró estupefacto ante aquella hipótesis, que sin duda había pasado por alto su estrecha inteligencia.
- ¡No! No puedo creer eso que insinúa. La policía siempre es muy minuciosa a la hora de recopilar pruebas contra una persona y considero que su trabajo es, casi siempre, eficaz. Pero supongo que estaba usted bromeando. No creo que ponga en tela de juicio la capacidad del Cuerpo - sonrió en respuesta a mi supuesta burla.

- ¡Ah, querido amigo, qué ingenuo es usted! Pues yo mismo le puedo contar un caso de esas características aquí, en nuestra misma ciudad.
-¿Me está diciendo que circula por nuestras calles un asesino que ha evadido con éxito las leyes penales? - me preguntó incrédulo.
- Tan cierto como que usted y yo estamos sentados aquí ahora mismo – le aseguré con resolución.
- ¿Y usted lo conoce? ¿Cómo lo ha averiguado? Y aún en caso de que todo esto sea cierto, ¿por qué no ha revelado su identidad a la policía?
- Mi querido amigo, ¿cómo podría hacerlo? ¿Qué pruebas puedo aportar salvo mi absoluta certeza sobre su culpabilidad? No dispongo de nada tangible que pueda inculparlo. Sólo mi razonamiento me ha llevado a conocer la verdad, pero eso, para la policía, no contaría más que una simple intuición.

Nos quedamos en silencio. Yo contemplaba la lumbre, mientras mi amigo cavilaba sobre las posibilidades de la teoría que le acababa de exponer. Advertí la creciente tensión en su interior. Sus manos crispadas se cerraron con fuerza sobre los brazos del sillón.
- Pero, ¿cómo...? - con aquella simple palabra supe que abarcaba multitud de preguntas, cada una con su propia respuesta.
- ¿Cómo lo supe? Hubo muchos indicios que me llevaron a la única solución posible: una mirada, algunos objetos casuales encontrados a lo largo de mi pequeña investigación, mentiras deliberadas que escuché de sus propios labios... ¿Cómo logró realizar, con éxito, su crimen? Creo que ese punto ya quedó sobradamente aclarado: proporcionando un falso culpable. ¿Cómo lo llevó a cabo? Bien, ésa es una pregunta que exige un mayor detenimiento.

>> Para empezar, vamos a ubicar en un contexto apropiado al criminal. Esta persona, a quien llamaremos, para un mejor entendimiento, señor Verdugo (aunque éste, desde luego, no sea su verdadero nombre), ya desde pequeño mostró cierta tendencia a obsesiones, digamos... perversas; su afán de posesividad llegaba al extremo de destruir sus propiedades antes que cederlas a otras personas. Recuerdo, en cierta ocasión, una fiesta con motivo de su cumpleaños. Había muchos niños y muchos regalos, pero uno llamó su atención en particular: una caja de cartón, con tres agujeros perforados en la tapa, que se movía con un pequeño vaivén en la mesa del comedor. El pequeño Verdugo se dirigió hacia ella, levantó la cubierta y descubrió un pequeño animal en su interior. Era un roedor, creo que se llama hámster a esa variedad en especial. Lo cogió entre sus manos y se lo acercó al rostro, extasiado de felicidad. De pronto un amigo suyo se acercó y se lo arrebató de las manos. Fue asombroso el cambio producido en un sólo instante en el pequeño Verdugo; casi enloquecido, derribó de un empujón a su compañero, agarró al animal por la cola y, de un sólo movimiento, lo tiró por la ventana. El hámster, desde luego, no sobrevivió, pero el impacto que causó su propia acción sobre la mente del niño perduró durante mucho tiempo.

>> Pasaron muchos años y el pequeño Verdugo se convirtió en un adolescente. Pronto su inteligencia despierta destacó entre sus compañeros y consiguió una beca para estudiar en una de las mejores universidades del país. Lejos de su familia y del entorno en el que había crecido, se sintió por fin libre de la carga que había soportado sobre sus espaldas durante tanto tiempo. Dejó aflorar de nuevo sus ideas, sus obsesiones, convencido de que todo era fruto de su mente privilegiada.

>> Una noche se celebró una fiesta en la residencia de estudiantes donde se alojaba. Abandonando el pequeño santuario en el que había convertido su habitación, se dispuso a disfrutar una agradable velada tomando cerveza junto a algunos de sus compañeros. Cuando sintió por fin que el sueño le vencía, se dirigió a su habitación, descubriendo con sorpresa que había sido asaltada en su ausencia por un alumno de su misma escuela, el cual, probablemente, había confundido el dormitorio con el suyo dominado por un estado de gran embriaguez. El adolescente Verdugo lo tomó por el cuello de la camisa y lo arrastró hacia fuera y a lo largo de todo el pasillo y, por fin, lo arrojó escaleras abajo. Subyugado por el pánico, abandonó esa misma noche la residencia y volvió al hogar de sus padres, donde, a pesar de todas las tentativas por comprender su precipitada huida, no consiguieron adivinar nada.

>> Por fin llegamos al adulto Verdugo. Cree que el tiempo ha aliviado sus impulsos, aunque en ocasiones todavía resurge la antigua llama de sus delirios cuando su jefe, al que considera de una inteligencia mediocre, se burla de sus sueños tardíos de una segunda etapa de estudios. Tiene una novia, a la que ama con una ciega devoción, lo único que su alma puede abrigar. La chica le corresponde con un cariño apagado, perezoso, pero el corazón de Verdugo no aspira a más.

>> Posee también algunas amistades, entre ellas la del señor Cándido, un hombre que desprende un gran dinamismo, aficionado a colecciones extravagantes; el único capaz de hacerle olvidar los oscuros y recónditos lugares de su espíritu.

>> Sin embargo, el día que su amigo Cándido por fin conoce a su novia, un abismo infranqueable se abre de pronto entre ellos. Comprende cuál es el sombrío destino que les aguarda, aunque esta vez su respuesta no ha sido inmediata.

>> ¿Qué le pasa, amigo? ¿Le aburre mi discurso? No se alarme y aplace su sueño un poco más, que pronto llegaremos al final de esta historia.

>> Continuemos, entonces. El señor Verdugo prepara minuciosamente su plan de venganza. Sabe que tienen que morir los dos, pero le aterra no poder evitar esta vez el castigo por los actos cometidos. Por fin un día, al leer un periódico, una brillante idea asalta su mente enloquecida. ¿Por qué no hacer pasar a uno por el asesino del otro? Una vez planificados todos los detalles, escoge el día para llevarlo a cabo. Se supone a su amigo de viaje, pero él sabe que está descansando en el campo. Conoce bien sus movimientos cuando se halla en la finca, pues él mismo los ha estudiado en ocasiones anteriores en que ha sido invitado. Hay un bosque cerca de la casa y el señor Cándido es un amante de la Naturaleza, por lo que, por el día, se sumerge entre los árboles, paseando y descubriendo nuevos brotes, nuevos lugares.

>> Le dice a su novia que el señor Cándido los ha invitado a disfrutar el fin de semana en su casa de campo. Sabe que al llegar tendrá que actuar con rapidez, pues el paseo de Cándido puede terminar en cualquier momento.

>> Precavidamente, y con la excusa del frío invierno, ha resguardado sus manos en unos guantes de piel. Abre la puerta, llama a su amigo y finge sorprenderse ante su ausencia. Sugiere tomar un poco del vino que ha dejado abierto sobre la mesa. Sin que ella se dé cuenta, incorpora una somnífero insípido en su copa. Por fin, tras unos minutos llenos de agonía, ella se desploma sobre la mesa. La coge con cuidado y la traslada al dormitorio del señor Cándido, donde la amarra con fuerza a la cama utilizando sus mismas sábanas. No son unas correas excesivamente resistentes, pero serán suficientes para una mujer adormecida.

>> Luego espera pacientemente la llegada de su amigo, que se produce tan sólo un par de horas después. Finge una amarga aflicción, que atribuye a una disputa reciente con su novia, de la cual no quiere hablar por el momento. Propone disfrutar de una copa frente a las llamas de la chimenea y prepara otra dosis de somnífero, esta vez mortal. La deposita en la copa de su amigo y se sienta tranquilamente a esperar el acto final.

>> ¿Escuchas, amigo mío? Estamos a punto de terminar.

>> Cuando el señor Cándido cae rendido por el efecto del somnífero, lo traslada a la habitación donde duerme la mujer.

Por un momento, el techo pareció derrumbarse sobre nosotros. Un golpe seco, producido posiblemente por la caída de algún objeto, había interrumpido mis palabras.
- ¿Qué ha sido eso? - preguntó mi amigo sorprendido.
- Habrá sido el viento. No te preocupes por eso. Descansa mientras te cuento el desenlace de la historia.
- Creo que prefiero no saberlo – sentenció mi amigo con labios temblorosos -. No es una noche adecuada para hablar de ciertas cosas -. Su sonrisa se congeló y sus ojos se entrecerraron.
- Pero amigo mío, tienes que escuchar cómo termina todo.

>> Una vez en la habitación, el señor Verdugo deposita una pistola en la mano derecha del señor Cándido y la oprime fuertemente con su mano enguantada; aprieta el gatillo y dispara a la mujer que yace despierta en la cama e intenta zafarse, sin éxito ninguno, de sus ataduras. Como remate final, coloca un recorte sobre la mesita de noche, como posible explicación a tan cruel asesinato, mientras aguarda paciente observando cómo se consume la vida del señor Cándido por efecto de la droga.

Un lamento agonizante se extendió por la casa de un extremo a otro.

El eco de aquel gemido perseguía nuestros oídos.

El sueño se apoderaba cruelmente de mi amigo, que hacía inútiles esfuerzos por seguir desvelado.
- Pero... ¿por qué?

Su pregunta me irritó hasta extremos insospechados. Me alcé de un salto y me coloqué frente a él.
- ¿Por qué? - repetí-. ¿Es que mi relato no ha sido suficientemente explícito?

Exasperado, descubrí de pronto que mi amigo estaba vencido. Lo aupé sobre mis hombros y me dirigí a la habitación donde esperaba mi novia, ya despierta. Al volver sus ojos hacia mí, advertí su recelo.

Contemplé el reloj derribado que yacía en el suelo a un lado de la cama. Sus manecillas, inmóviles, no producían sonido alguno.

Tras realizarlo todo tal como había planeado, me senté en una silla y contemplé a mi amigo mientras escuchaba su cada vez más pesada respiración. En el exterior la oscuridad avanzaba y el silencio sólo era interrumpido por el rumor del aire, que inclinaba los árboles en un extraño guiño de asentimiento. Encendí una pequeña lámpara de queroseno que encontré sobre la mesita de noche e iluminé con ella su pálido rostro, hasta que me cercioré de que su aliento sólo era ya fruto de mi imaginación. Me levanté, cerré la válvula de la lámpara y la llama se extinguió.

Antes de abandonar la casa dejé, sobre la mesita de noche, un trozo de papel que había recortado de una carta en la que mi amigo comentaba su arrebato por una nueva pieza de colección:

“Si no es mía, no será de nadie".