miércoles, 16 de abril de 2008

El engaño

- Hermanos, el papiro aristotélico ha desaparecido.

Todos alzaron la cabeza hacia el enorme pedestal donde debía descansar. La vitrina, iluminada por la luz de un candelabro de siete brazos, estaba vacía.

- Sabemos la hora exacta en la que ha ocurrido este terrible suceso. Os hemos llamado porque sabemos que el culpable es uno de los presentes.

Se miraron con recelo unos a otros. Las acusaciones se extendieron por toda la sala, y los inculpados se defendían con nuevas recriminaciones. Las discordias se hicieron insuperables.

- Hermanos, éste no es el camino.

Pero sus palabras se perdieron entre las protestas y abandonó la sala. Por el pasillo le abordó uno de los congregantes. Al quitarse la máscara descubrió el rostro de una mujer.

- No deben verte aquí – le susurró mirando a su alrededor.

- No pude evitarlo – le respondió ella.

El silencio les acompañó durante gran parte de su recorrido. Al terminar el pasaje, ella le asió por el brazo y le murmuró: “Damián...”.

- Ahora no – posó su mano sobre la de ella y durante un instante se sintió reconfortado. Luego, con un movimiento, se apartó y la dejó bajo el arco de entrada, mientras sus ojos le perseguían hasta que cerró la puerta. Con un suspiro de alivio, giró la llave en la cerradura.

Observó la habitación. Sobre la cama revuelta habían volcado el contenido de los cajones del armario. Habían levantado la alfombra, que ahora yacía arrugada en una esquina, y todos los muebles estaban corridos y separados de la pared.

Corrió hacia el sillón, donde habían rajado el cojín y esparcido sus entrañas a su alrededor. Se agachó y le palpó el vientre. Allí, escondido, había una pequeño bolsillo, disimulado por un pliegue del tapiz. Levantó la pestaña e introdujo la mano, hasta que halló lo que estaba buscando.

En sus manos sostenía un pequeño fancín que le había regalado uno de los miembros. Al pasar las páginas, descubrió oculto un pergamino.


En ese momento, a sus espaldas, escuchó un tenue chasquido. Apenas le dio tiempo a darse la vuelta. Sintió un estallido en su cabeza y la oscuridad se cernió sobre él.

Unas manos atraparon el fancín y, sigilosamente, huyeron de la escena.

SKULD

Observó el tejido de lana. Estaba formado por distintos hilos de distintos colores, unos blancos, otros grises, verdes, azules; unos pocos tenían varios colores. También tenían distinto grosor, algunos había momentos que ocupaban todo el manto, y el resto de hilos se enrollaban alrededor de ellos.

- Corta -le decía alguna de sus hermanas. Y Skuld, obediente, cogía unas tijeras y cortaba unos cuantas hebras; lo hacía con los ojos cerrados y sabía que, si algún día los abría, sería incapaz de cortar ninguno.

Skuld preguntaba sin cesar cuál era la utilidad de aquel telar, y sus hermanas le respondían sonriendo enigmáticas: “eres demasiado pequeña para entenderlo”.

Pero Skuld se impacientaba. Por muchos años que pasaran, ella siempre tenía el mismo tamaño, así que decidió comprobar por sí misma el poder de la manta. La cogió en un momento de despiste, la enrolló sobre sus hombros y salió al mundo exterior.

Se mezcló entre la gente, pero nadie la vio. Caminó entre los hombres hasta que, de pronto, el mundo se detuvo. Sorprendida, corrió entre unos y otros, buscando algún movimiento entre las figuras inertes y, sin que se diera cuenta, el manto que la cubría fue desenrollándose poco a poco, dejando una estela de lana detrás de ella.

Pero unos hilos se enredaron en una zarza, desgarrándose con el correr de Skuld y, delante de ella, cayeron al suelo dos hombres. Al intentar socorrerlos, se dio cuenta de que estaban muertos y volvió hacia sus hermanas, comprendiendo cuál había sido su papel durante tantos años.

- No volveré a cortar ningún hilo – les dijo-, seré una valquiria y curaré a los guerreros moribundos antes de que vosotras decidáis su destino.

martes, 15 de abril de 2008

Ocaso

- Inimitable. Es realmente admirable.

- Ya lo creo – le apoyó su compañero de mesa -. La naturaleza es fascinante, ¿verdad?

Transcurrido el tiempo que consideró prudencial, el doctor recomenzó su discurso donde lo había detenido. Su amigo lo miraba sonriente, con los ojos entrecerrados; su expresión bien podía ser fruto de la concentración o del sueño. Giró la cabeza de forma imperceptible, coontemplando a las dos mujeres que, sentadas en la misma mesa, discutían sobre “cuestiones femeninas”.

De pronto, al pie de la terraza se armó un revuelo. Inmediatamente, las dos señoras cesaron su parloteo, y escucharon interesadas las voces que llegaban a tavés del viento: “...un chico...”, “...llamad a un médico...”, “...no sabemos qué le pasa...”.

- Creo que necesitan un médico – anunció una de las mujeres.

El doctor la miró durante unos segundos, molesto ante la interrupción de su debate.

- Estoy de vacaciones – sus labios se curvaron en un esbozo de sonrisa. - No te preocupes... Será por médicos – concluyó; ante la mirada interrogante de los otros, respondió degustando el café vienés que aún humeaba sobre la mesa.

Cuando comenzó a hacer frío, el médico y su mujer volvieron a su casa. Un silencio expectante los recibió en la entrada, y poco a poco fueron acomodándose delante del fuego.

- Qué raro que Javier no haya vuelto todavía – dijo la mujer.

- Se habrá entretenido con los amigos. Ya lo conoces.

Trataron de conversar sobre temas diversos, pero sus palabras fueron apagándose poco a poco.


El teléfono les sobresaltó en mitad de la noche. El médico corrió a contestar. Su mujer, en la cama, cerró los ojos.

El marido volvió a los pocos minutos y se quedó de pie, en medio de la habitación.

martes, 8 de abril de 2008

Cachazudo

El profesor Cachaza abrió lentamente la puerta y se dirigió hacia el final de la clase. Posó su maletín encima de la mesa y lo abrió. Comenzó a buscar sus libros y apuntes sin prisa, mientras a su alrededor el bullicio se iba sosegando poco a poco. Por fin, con una hoja en la mano, comenzó a escribir en la pizarra, deteniéndose cada pocos minutos para relamerse la tiza que impregnaba sus dedos.

De vez en cuando, al descubrir murmullo de risas a sus espaldas, se daba la vuelta, miraba a través de sus gafas hacia algún punto indefinido de la pared y se volvía de nuevo hacia sus fórmulas.

Terminó de escribir y dejó la hoja encima de la mesa. Con las manos en los bolsillos, caminó enre las filas de pupitres explicando la lección a media voz.

De pronto se detuvo y se agachó. Cuando se levantó tenía un papel entre las manos. Lo ojeó unos segundos y, tartamudeando un poco al principio, siguió explicando la lección de espaldas a sus alumnos, mientras escondía el cuello por debajo de la camisa.

Terminó la clase. Los niños salieron en tropel por la puerta.

- Mmmh... Vosotros dos, esperad un momento... - murmuró con timidez. - Eh... Esta tarde vais a hacer horas extraescolares.

- Es que no puedo.

Cachaza lo miró interrogante.

- ¿Por qué no?

- Porque tengo otras clases.

Cachaza se miró las manos, todavía con algunos restos de tiza, y por un momento pareció olvidarse de los dos niños. De pronto, su cara se tornó en un mal gesto, y se alzó desafiante desde su asiento, impelido por las palabras garabeatas en el trozo de papel.

- ¡Pues hoy no vas a ir!

Los niños lo observaron en silencio, dudando si debían hacer un último intento.

Pero descubrieron, asombrados, que el viejo Cachazudo ausente e indeciso había desaparecido. Ante ellos se alzaba un titán desafiante y de mirada inexorable.