lunes, 15 de diciembre de 2008

Egolis

Egolis se alzó sobre su asiento y dirigió una mirada a su alrededor. Las antes vacías paredes se hallaban ahora cubiertas de diferentes ordenadores que le habían librado de la mayor parte de su trabajo. Su escritorio, en otro tiempo saturado de papeles y documentos, sólo albergaba una pantalla, un minúsculo teclado con 13 botones, cada uno con su propia función, y una pequeña lámpara fucsia que irradiaba luces y sombras por toda la sala.
El despacho, de grandes dimensiones, presentaba una vista despejada que no acababa de convencer a Egolis. Prefería, pensó, las antiguas montañas caóticas dispersadas por el suelo de la habitación; el aspecto actual le confería un cariz frívolo que le producía una sensación extraña que, desde hacía unos pocos meses, comenzaba a resultarle algo molesta.
Lo alarmante es que, hacía unos días, había empezado a afectar a su comportamiento. Pasaba menos tiempo en el despacho, hablaba más con otros demonios... Esa misma mañana se había sorprendido ofreciendo su ayuda a Avaris cuando organizaba su despacho y él había respondido cerrándole la puerta. Fue en ese momento cuando Egolis comprendió su error.
Sin embargo, de vuelta en su despacho, la sensación persistía y le incitaba a salir, a explorar nuevas experiencias.
Egolis resopló con hastío y saltó de su asiento. Caminó lentamente hacia la puerta, murmurando palabras inaudibles entre dientes. Alzó el brazo hacia el pomo, mientras recordaba que el despacho seguía sin ser adaptado a sus medidas.
El pasillo estaba vacío, pero escuchó voces debilitadas por la distancia. Poco después, el eco de un escandaloso aplauso le ayudó a encontrar al gentío.
“Ah, sí”, pensó; “la reunión de demonios”. Había recibido, como todos, el panfleto que anunciaba la asamblea, pero no le había prestado mucha atención. Las multitudes nunca le habían interesado. Sin embargo, abrió la puerta y se confundió entre la muchedumbre; incluso se atrevió a dar alguna pequeña palmada simulando un aplauso, pero nadie pareció reparar en su presencia. Egolis hinchó el pecho y giró la cabeza de un lado a otro; después, se enderezó sobre la silla y buscó, entre los hombros de los demonios que le ocultaban la vista, el objeto de su atención.
Por fin, reconoció a Temptatius al fondo de la sala, sobre el estrado. Otro demonio, desconocido para Egolis, pero que evidentemente ostentaba un rango superior entre los presentes, le colocaba una placa sobre el pecho. El auditorio estalló de nuevo en aplausos; Egolis se agarró con fuerza a los posabrazos para no rebotar sobre su asiento. Empezaba a sentirse algo incómodo; irritado.
Cuando el aplauso terminó, los demonios se levantaron y saludaron a sus vecinos.
Egolis observó la mano huesuda que le tendía aquel sombrío demonio. Su piel, en lugar de las diferentes tonalidades de rojo que solían exhibir los demonios, era atezada, un poco sucia y apagada. Con ciertas reservas, Egolis estrechó su mano.
- Hola -le dijo con voz ronca y siniestra -. Me llamo Umbralis -sus labios se entreabrieron en lo que parecía una sonrisa cavernosa-. Eres nuevo por aquí, ¿verdad? Llevo 6 siglos en el grupo y nunca te había visto.
- Pues sí -respondió Egolis mientras dudaba si limpiarse la mano-. Y lo cierto es que no creo que vuelva.
- ¿En serio? -los extremos de las cuencas de sus ojos se giraron hacia abajo-. Es una lástima -guardó silencio unos segundos; en el fondo de las cavidades se encendió una pequeña chispa de luz muy lejana-. ¿Estás seguro de que no te interesa? Las reuniones son más amenas de lo que aparentan; y, después, solemos mantener largas conversaciones sobre nuestros soberbios pasados. Aunque yo...-las cuevas de sus ojos se nublaron con una espesa bruma-. Yo ya no recuerdo a qué me dedicaba.
Las últimas palabras las había pronunciado en voz baja, casi en un susurro, y su voz, ya de por sí grave, había resonado en los oídos de Egolis como las notas de un contrabajo. Miró hacia la puerta y calculó el tiempo que tardaría en alcanzarla.
- Dime, ¿a qué te dedicas? -le preguntó Umbralis-. ¿Cómo te llamas?
Egolis detuvo sus pensamientos de huida y observó fijamente a su adversario.
- ¿Cómo? -preguntó asombrado-. ¿No sabes quién soy?
- ¿Cómo podría saberlo? -Umbralis frunció sus puntiagudos hombros-. Todavía no has mencionado tu nombre.
Egolis titubeó, buscando alguna incongruencia en su respuesta, pero no logró encontrar ninguna.
- Yo soy Egolis -se irguió en su escasa estatura y sumergió sus ojos en la profundidad de los de Umbralis. La luz que antes había descubierto en ellos se movió ligeramente; Egolis comprobó, bastante sorprendido, que parecía divertirse.
- Y bien, ¿a qué te dedicas? -inquirió con otra de sus tenebrosas sonrisas.
- ¡Qué insolencia! -bramó Egolis mientras sus mejillas se volvían cada vez más oscuras-. ¡Fingir que no sabe quién es Egolis!
- Perdona mi ignorancia, amigo -Umbralis palpó su hombro con pesar, pero Egolis la espantó de un manotazo.
- ¿Qué sucede, Umbralis? -preguntó un demonio cercano-. ¿Quién es tu combativo amigo?
- Soy Egolis -clamó-. Y vosotros, me parece, sois un montón de demonios ignorantes.
Después, Egolis recorrió con dignidad el camino hasta la puerta, con la vista al frente, mientras escuchaba con satisfacción algunos murmullos sobre su identidad. Se dirigió hacia su despacho con paso rápido, tropezando de vez en cuando con demonios que simulaban no verle.
La puerta estaba abierta. Se detuvo en el umbral y miró con precaución el interior del despacho. Un demonio dormitaba sobre el escritorio mientras su fornida secretaria disponía los archivos en los armarios y cajones, previamente vaciados.
- ¿Qué pasa aquí? ¿Qué hacéis con mi despacho? -les interrogó ansioso.
- Por favor, baje la voz -le respondió la secretaria sin detenerse en su tarea.
- Exijo que me deis una explicación -rogó Egolis con patente tormento.
La secretaria, al fin, interrumpió su trabajo y le miró por debajo de sus gafas estrelladas.
- ¿Quién es usted? -le preguntó examinándolo con la mirada.
- Soy Egolis y soy el dueño de este despacho -explicó con orgullo.
-¡Ah! -la secretaria pareció entender-. Lo siento, pero este despacho ahora pertenece al señor Ironis -y tras esas palabras, continuó su labor.
Egolis, confundido, contempló la placa de la puerta: sus antiguo letrero con su nombre en letras gigantescas había desaparecido; en su lugar habían colocado un modesto rótulo que rezaba “Ironis”.
Egolis se giró y caminó con paso lento a lo largo del pasillo. Un demonio ciego de ira tropezó con él sin disculparse; sólo al darse la vuelta lo reconoció como Temptatius y, aunque desconocía el motivo, eso le enfureció. Sin embargo, cuando después de varias horas lo vio salir de su antiguo despacho, decidió seguirlo.
Entró en el despacho de Temptatius tras él, que no pareció percibir su presencia. Lo observó mientras se apresuraba recogiendo datos del ordenador; después, guiñó los ojos y desapareció. Egolis dio un salto y desapareció también.
Aparecieron en una superficie circular. Temptatius invadía prácticamente la totalidad del círculo y Egolis se vio obligado a propinarle un ligero empujón, pero los pies de Temptatius, aunque parecían decididos a dar algún paso, se encontraban fuertemente arraigados. Egolis decidió encogerse tras él.
El círculo se movió de repente y Egolis espió entre sus piernas para conocer su destino.
Llegaron a un edificio blanco y esponjoso y una puerta se abrió ante ellos. Egolis entró tras Temptatius y no se molestó en mirar a su alrededor. No era la primera vez que se encontraba en esa zona.
Comprobó que Temptatius parecía interesado en un ángel que se hurgaba el cabello en una esquina y, tras concentrarse durante unos segundos, lo reconoció. Egolis se rió con gusto, aunque nadie se percató de ello. Aquel ángel había sido uno de sus mejores trabajos; le había costado introducir el Deseo en aquella cabecita ingenua, aunque sabía que eso no sería suficiente para que el ángel sucumbiera. Se necesitaba un demonio como Temptatius para que ese Deseo flotara entre los pensamientos más superficiales y el ángel, por fin, se abandonara a él.
Egolis confirmó sus ideas al observar que el ángel se había dado un tirón en el cabello, aunque el movimiento había resultado casi imperceptible.
Después, Temptatius parpadeó y desapareció de nuevo; Egolis dio un salto y lo persiguió hasta su despacho. Temptatius se sentó en su sillón con aspecto relajado y satisfecho mientras él deambulaba por el despacho, curioseando en los armarios y cajones sin que el otro demonio se diera cuenta.
Al cabo de media hora, otro demonio abrió la puerta y le entregó un comunicado a Temptatius. Egolis se situó a su lado y, de puntillas, leyó la noticia por encima de su hombro. Los ángeles se habían declarado en huelga, aquejados de exceso de trabajo.
Observó a Temptatius. En poco tiempo, ese nombre recorrería los infiernos y se convertiría en un demonio temido y admirado.
Sin embargo, Egolis vagaría como sombra de otros demonios, sin residencia, sin identidad; sin nadie que reconociera sus trabajos y recordando que su nombre, en otro tiempo el más venerado y glorioso, ahora era ignorado por todos.

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