sábado, 13 de diciembre de 2008

Avaris

Había oído hablar de la reunión de demonios, pero Avaris no tenía tiempo para eso. El trabajo se acumulaba sobre su escritorio y, desde hacía unos meses, también sobre las estanterías y cajones abiertos; las últimas semanas había empezado a cubrir el suelo, por lo que Avaris fue sorteando los papeles apilados hasta llegar a su sillón. Dio un manotazo al montón de hojas que descansaba sobre él y se sentó.
Miró a su alrededor intentando decidir por qué impresos empezar, pero todos parecían igual de sugerentes. Por fin, cogió los que yacían desparramados a sus pies y los hojeó. Eran casos sin sustancia, unos de tantos; tecleó algo en el ordenador, abrió un cajón y aplastó su contenido para hacer sitio a los nuevos documentos. Cuando comprobó que su esfuerzo era en vano, se levantó y se dirigió a un armario. Las puertas, a medio cerrar, ocultaban cajas y dosieres llenos de más encargos.
Avaris se enfureció. Hacía mucho tiempo que había solicitado un nuevo despacho, con más espacio y muebles para archivar sus casos, que cada día eran más numerosos. Pero no sólo se lo habían negado, sino que le habían recomendado triturar los registros antiguos, o incinerarlos, o destruirlos de la forma más cómoda. ¡Destruir sus archivos! Avaris nunca había escuchado una necedad semejante.
Para mayor ultraje, el despacho al que él aspiraba le había sido concedido a Ironis, un demonio somnoliento que relegaba su trabajo en sus discípulos y en máquinas poco competentes; aún así, Avaris prefería no enfrentarse a Ironis, pues aunque parecía dormido la mayor parte del tiempo, solía ser bastante sagaz en sus respuestas, por lo que era mejor no desafiarle en público.
Avaris empujó los documentos dentro del armario, entre varias carpetas, y lo cerró rápidamente, pues había observado un movimiento inusual que prefería no comprobar.
De pronto, el armario abrió sus puertas y desparramó su contenido sobre el suelo, ya saturado, de forma implacable. Avaris, conteniendo un gemido y con los ojos desorbitados, contemplaba impotente su trabajo de décadas diseminado por el suelo.
- ¿Qué es ese estruendo? -preguntó Egolis abriendo la puerta.
- ¡Nada! ¡No es nada! ¡No te metas en mis asuntos! -gritó Avaris mientras se lanzaba sobre las hojas y las recogía acunándolas.
- ¿Estás seguro? -preguntó ansioso Egolis-. Puedo ayudarte si quieres. Mi despacho está siempre muy vacío y últimamente he empezado a pensar que no me vendría mal un poco de compañía... de vez en cuando.
-¡Muy bien! ¡Muy bien! ¡Haz lo que quieras, pero no toques mis papeles!
Avaris alejó los documentos de los pies de Egolis y luego cerró la puerta.
Al contemplar el escenario devastado en que se había convertido su despacho, los ojos se le nublaron y se enjugó el sudor que le empañaba la frente. Se sentó en el suelo, decidido a ordenar cuidadosamente todo aquel papeleo. Mientras clasificaba los impresos, las luces de su escritorio comenzaron a encenderse de forma intermitente; poco después, las sirenas hacían lo mismo.
Avaris intentó acompasar su respiración entrecortada, pero sólo logró agotarse y agrietarse la lengua reseca. Gateó hasta el escritorio, tanteó la superficie buscando un botón y más papeles saltaron y aterrizaron sobre los que ya reposaban en el suelo. Avaris se detuvo, retando con la mirada a los recientes documentos caídos.
- Hola, Avaris. ¿Llego en mal momento? -preguntó Libidus desde la puerta. Cuando Avaris se giró hacia él, le lanzó una mirada pícara.
- Puedes ver que sí -respondió Avaris irguiéndose. Libidus se rió enseñando su dentadura inmaculada, que resaltaba el bermellón impecable de su piel. Se apoyó con el antebrazo en el marco de la puerta, mientras su otra mano descansaba sobre su cadera.
- Yo podría ayudarte -le insinuó guiñando un ojo.
Avaris permaneció unos segundos en silencio, perplejo.
-¡Adónde vamos a parar! -chilló-. ¡Ya ni se respetan los demonios entre sí!
Avaris continuó profiriendo gritos, mientras circulaba de un lado a otro de su despacho tropezando y dando puntapiés a sus archivos.
Otros demonios se pararon en la puerta, atónitos ante el patente desequilibrio de Avaris. Decidieron llamar a un médico.
Al cabo de 13 minutos, el doctor se abrió paso entre el gentío, entró en el despacho y cerró la puerta tras de sí. Al poco, salió y los demás le detuvieron acosándole a preguntas. El médico rogó silencio con las manos y después aclaró:
- Necesita descanso. El señor Avaris tiene un cuadro de estrés provocado por exceso trabajo. Sin embargo...-el doctor miró a un lado y a otro-. Sin embargo, mi sugerencia de abandonar su trabajo, temporalmente por supuesto, y dejarlo en manos de otros menos ocupados, no fue muy bien recibida... Ha punto he estado de provocar una desgracia -gimoteó el médico buscando compasión-; señores, ha sido necesaria toda mi habilidad para reanimarlo de la impresión. Por tanto, les suplico que no molesten al señor Avaris. Aún le queda mucho por hacer para lograr ponerse al día.
- Doctor... -una voz le llamó desde el fondo-. Los ángeles se han declarado en huelga.
El médico miró con compasión la puerta de Avaris unos segundos.
- ¡Por todos los diablos! -chilló-. Ya no hay salvación.

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