viernes, 14 de marzo de 2008

Miguel

Miguel corrió con todas sus fuerzas. Sintió la sangre golpeándole en los oídos y el aire aspirado le resultaba insuficiente para saciar sus pulmones. Los gritos resonaban en su cabeza de forma insoportable.

- ¡Albóndiga!

En un momento, completamente rodeado, las piedras llovían desde todos los ángulos. Miguel cayó al suelo, asfixiado, intentando recuperar un poco de resuello; sus propios latidos le impedían oír todos los improperios que proferían a su alrededor.

- ¡Creías que te ibas a escapar!

- ¡Eres una vergüenza!

- ¡Fijaos! ¡Las piedras se quedan clavadas en la grasa!

El cuerpo, inmóvil, parecía encajar sumisamente la continuidad de golpes y pedradas.

Los que veían desde lejos la escena giraban la cabeza y proseguían su camino en otra dirección.

Aburridos al comprobar la completa inmovilidad de su cuerpo orondo, se alejaron entre risas.

Al día siguiente, en la escuela, el asiento de Miguel estaba vacío.

- Miguel no puede venir hoy a clase. Unos salvajes lo asaltaron por la calle y le han dado una paliza. ¿Alguno de vosotros ha visto algo?

Durante unos segundos, la clase entera enmudeció.

- ¿Qué ha dicho Miguel?

- No reconoció a nadie.

La mirada del profesor escrutó a los alumnos, uno por uno. Vencido, se arrellanó detrás de su mesa, mientras exclamaba:

- ¡No hay excusa para tanta violencia!

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