sábado, 2 de enero de 2010

Isis

El despertador roncaba insistentemente recordándome que era hora de ir a trabajar. Pero las mantas pesaban más que nunca sobre mi cuerpo convertido en ovillo y no conseguía zafarme de ellas. Por fin, deslizándome por debajo, conseguí llegar hasta el borde de la cama y me arrojé al suelo. Caí a cuatro patas, sobre las manos y los pies. Y entonces descubrí el pelaje fino y sedoso que había cubierto mis brazos y el dorso de mis manos durante la noche; las uñas se me habían afilado y lucían largas, finas y curvadas. ¿Cómo iba a vestirme ahora? ¡Mis uñas iban a desgarrar todas mis medias!

Intenté ponerme de pie, pero me resultaba muy difícil. No entendía por qué hasta que, al dar unos pasos, el espejo de la habitación reveló mi perfil. Me acerqué a él, incrédula: una larga cola sinuosa prolongaba mi columna vertebral; la vi moverse de un lado a otro, desafiándome. ¿Cómo iba a esconder aquella cola debajo de la falda?

Bien mirado, en realidad tampoco hubiera podido ponerme ninguna falda: mi metro sesenta había disminuido hasta los 30 centímetros, por no hablar de aquel lustroso bigote que se había adueñado de mi rostro. Al menos, había conservado mis ojos verdes, aunque el iris se había alargado verticalmente.

Crucé la casa, buscando el teléfono. Tendría que llamar al trabajo y anunciar que estaba enferma, pero, ¿cómo iba a marcar los números con aquellas zarpas? Me tumbé desolada en el sofá del salón. Con un poco de suerte, Miguel llegaría pronto. Él sabría qué hacer, siempre lo solucionaba todo.

Escuché el ascensor antes que sus pasos: mi oído se había aguzado de forma casi infinita. Miguel abrió la puerta y yo me abalancé hacia él.

- ¿Qué pasa, Isis? -preguntó Miguel-. ¿Tienes hambre?

Negué con la cabeza, pero no me vio. Me apartó con el pie y atravesó el pasillo. Lo seguí silenciosamente hasta la habitación. Miguel empezó a cambiarse de ropa, ignorándome por completo. Me acerqué y le mordí la pernera, intentando captar su atención.

- ¡Quita, bicho! -me gritó lanzando patadas al aire. Tuve que retroceder para que no me golpeara la cara. Estaba empezando a enfadarme: el reloj de la habitación marcaba las 9:47. ¡Ya llegaba una hora tarde al trabajo! Decidí que era hora de explicarme, abrí la boca y dije:

- Miau.

Hasta yo me sorprendí. Me quedé petrificada, mientras Miguel me dirigía una mirada furiosa.

- ¡Isis, sal de aquí de una vez!

Abandoné la habitación cabizbaja. Empezaba a entender que no había esperanza. Tendría que aguardar; a lo mejor todo era sólo un mal sueño y me despertaba enseguida. Contemplaría mis manos y pies humanos, y la cola y el bigote se habrían desvanecido. Sí, seguro que sí. Lo único que tenía que hacer era cerrar los ojos.

Me despertó el sonido estridente del timbre. ¿Quién podría ser a estas horas? Me acerqué a la puerta con cautela, agaché el hocico y olisqueé una fragancia de rosas. Un perfume caro, diagnostiqué. Un perfume de mujer.

Intuí a Miguel antes de que se acercara a la puerta: olía a la colonia que le había regalado por su cumpleaños. Se había acicalado hasta el extremo: el pelo, repeinado hacia atrás con gomina; el traje azul marino de las ocasiones; incluso se había puesto esa sonrisa que raras veces le observaba últimamente. Un rubor extraño le cubría las mejillas.

Abrió la puerta y aquella desconocida entró en mi casa.

- Hola, Miguel -le susurró al oído mientras le daba un beso en la comisura de los labios.

- Hola, Marta -la saludó efusivamente él. Sus ojos relampagueaban de expectación.

Me interpuse entre los dos, haciendo constar mi presencia.

- ¡Esta estúpida gata! -exclamó Miguel-. ¡Siempre igual! Un día de éstos la voy a tirar por la ventana.

Marta le obsequió con una risa seductora. Miguel me apartó con un puntapié y supe que ambos me habían olvidado cuando empezaron a besarse. Se besaban con prisa, con urgencia, mientras sus dedos se deslizaban por debajo de las prendas y jugaban a desabrochar los botones. Caminaron uno frente al otro, sin separarse, hasta llegar a la habitación.

Mi instinto me impedía seguirles, pero al final me acerqué hasta el cuarto. No habían desaprovechado los minutos que pasaron hasta que llegué a ellos: Se revolcaban semidesnudos sobre la cama, sobre mi cama; las sábanas que por la mañana tanto me había costado retirar se apartaban suavemente ante sus movimientos rítmicos y, al fin, se desplomaron apáticamente sobre el suelo. Me aparté de un salto para que no me cubrieran.

Me obligué a contemplarlos; el corazón me latía cada vez más fuerte y la sangre palpitaba en mis oídos, pero ninguna lágrima acudió a mis ojos para rescatarme de aquella visión. Perdí el sentido. Noté la presencia del animal surgiendo en algún punto de aquel pequeño cuerpo gris y dejé que fuera él quien dominara aquella situación. Me abandoné a sus instintos.

En un instante, sentí que flotábamos en el aire y nos abatimos sobre su espalda. Yo aparté la vista y cerré los ojos, aunque los del animal continuaron abiertos y observé todo como un espectador pasivo. Sus zarpas se clavaron una y otra vez sobre aquella espalda arqueada y desgarraron su piel en largos jirones; escuché gritos que retumbaron en nuestros tímpanos y, antes de que me diera cuenta, aquella espalda se giró y observé el rostro de nuestra víctima. Le clavamos las uñas en los ojos mientras se retorcía de dolor. El espectáculo era tan horrible que, entonces sí, se me nubló la vista.

Me desperté en el suelo en el mismo lugar en el que me había desmayado, sintiendo que alguien me lamía los labios. Aparté a Isis con un suave empujón y me levanté. Observé mis manos: 5 dedos cortos y gruesos, pero increíblemente ágiles; me palpé el cuerpo con ellas, comprobando que mi cola había desaparecido y el bigote también. Me acerqué caminando sobre mis pies humanos hasta el espejo: Por fin volvía a ser yo.

Entonces descubrí a Miguel. Estaba tendido en la cama, vuelto hacia arriba. Las sábanas blancas se habían teñido parcialmente de rojo oscuro.

No quise ver más. Aparté la mirada hacia el suelo: entre mis piernas, Isis me miraba interrogante, acariciándose contra mi gemelo derecho. La agarré por el lomo y la acerqué a mi rostro; le di un beso en el hocico, murmuré “lo entiendo” y, acunándola como si fuera un bebé, abandoné la casa.

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