miércoles, 26 de noviembre de 2008

Ejercicio Millás

Cuando llegué al despacho después de comer, encontré un sobre mi mesa. Lo abrí y volqué su contenido: “5:30 convergencia Islas Filipinas – Julio Casares” , decía una nota; encontré una cuartilla mecanografiada, supongo que con algunos datos del sujeto, y una foto adjunta para facilitar el proyecto. Se trataba de un hombre maduro, algunas mechas canas se entremezclaban con su cabello azabache dándole un aire distinguido. “Un hombre con clase”, pensé. No me gustaba aquel tipo.

Me presenté a la hora señalada; dejé el coche al otro lado de la calle en punto muerto, dispuesto a seguir a mi objetivo en cuanto lo tuviera a la vista. Había colgado su foto del espejo retrovisor, y comparaba aquel rostro con el de los hombres que abandonaban la consultoría donde trabajaba el individuo. La cuartilla con sus datos me acechaba desde el asiento del copiloto, pero me había negado a leer sus referencias para evitar los prejuicios; ni siquiera había mirado cuál era su nombre.

A las 6 en punto mi objetivo abandonó por fin la consultoría con aire jovial. Me sorprendieron su energía lozana y su autoridad; chasqueé la lengua con desagrado y comencé a seguir su coche a una distancia prudencial.

Lo seguí hasta el aparcamiento del aeropuerto; mi primera impresión fue que mi individuo se disponía a realizar un viaje de negocios, pero esa idea me abandonó cuando observé el beso apasionado que se intercambió con aquella fulana. Perdone la expresión, pero, sin entrar en detalles, es el único calificativo que se podría aplicar a aquella jovencita.

Se dirigieron muy zalameros al mostrador de Salidas Nacionales para tomar el avión de las 20.30 del trayecto Madrid – Alicante. Este pobre investigador tuvo que soportar una larga espera hasta que por fin consiguió embarcar en el último momento, pues el avión, en principio, estaba al completo.

Desde mi asiento, pude observar las continuas carantoñas que se prodigaban el uno al otro; parecían no haberse visto en largo tiempo, pero por las escasas palabras que pude atrapar de su conversación, realizaban aquellos viajes con bastante frecuencia. Me imaginé entonces que se trataba de un amor ilícito, pues tanto embeleso me extrañaría en una relación convencional.

Una vez en Alicante, los escolté hasta un lujoso hotel en la playa, demasiado ostentoso para mi gusto. Solicité una habitación a regañadientes, después de comprobar que mi objetivo se había encerrado en la habitación 334 con la muchacha y no parecían dispuestos a abandonarla por el momento.

Durante su estancia, que comprendió las noches del viernes, sábado y domingo, comprobé que los tórtolos sólo se ausentaban de su nido de amor para dar tranquilos paseos por la playa; no los calificaría de románticos, dado que mi sujeto era muy frecuente que liara un cigarrillo, supongo que de hachís por los efectos hilarantes que producían en él, y lo fumara solo. Su acompañante, pese a los continuos ruegos de mi sujeto, nunca aceptó ninguno. En esas ocasiones, ella solía responderle con una sonrisa artificial y de compromiso a la que él no solía prestar mucha atención.

La mañana del domingo, sorprendí a mi sujeto solo en la recepción del hotel, así que me senté con discreción en una esquina y me dediqué a observarlo a placer. Su rostro no revelaba emoción ninguna, parecía completamente relajado y absorto en la lectura, por lo que deduje que mi hombre había preferido no interrumpir el descanso de su compañera. La lectura del libro, sin embargo, debía resultar bastante soporífera, pues su cabeza sufría continuos desvanecimientos sobre las páginas. Aproveché esta debilidad para acercarme y estudiarlo más intensamente. Su rostro, durante la viligia, mantenía las arrugas en continua tensión, pero ahora aprovechaba su descanso para relajar todos sus pliegues y le confería una nueva imagen, menos sometida y más poderosa incluso.

La entrada de la chica interrumpió mi análisis, y observé con pesadumbre como se escapaba la pareja hacia algún destino que no quise investigar. Sin embargo, no llegaron muy lejos, pues todavía se encontraban en la puerta cuando comenzaron una acalorada discusión. No fue necesario que me levantara de mi asiento, y tampoco eché en falta los micrófonos direccionales y otros sofisticados medios que suelo utilizar en las investigaciones y de los que no pude dotarme debido a la premura con que esta investigación fue encargada: el volumen de la discusión era tan elevado que fue imposible para todos los presentes no escuchar al menos parte de su conversación.

Para mi satisfacción, el detonante de la discusión fue la chica; según sus propias palabras, no podía aguantar más aquella situación ni las continuas prórrogas de divorcio con las que él pretendía aliviarla; quería, dijo, poder proclamar a los cuatro vientos que él era su amante. Creo que a todos los presentes nos quedó bastante claro.

La disputa terminó cuando ella se dio la vuelta y se dirigió de nuevo a la habitación, dejando a su amante como cebo para las miradas de los presentes, algunas curiosas, otras acusatorias, y al menos una de admiración.

Mi sujeto, con gran dignidad y mi aprobación secreta, salió por la puerta del hotel; yo me levanté raudo y logré alcanzarlo a los pocos metros. Le pregunté si tenía fuego, aunque yo no fumo; cuando ambos nos dimos cuenta de la incongruencia de la situación, nos reímos y aproveché para pedirle un cigarrillo de los que le había visto liar. La sorpresa y la duda traspasaron su rostro unos segundos; después me acercó el cigarrillo a la boca y con un gesto impresionante lo encendió.

Pasamos la tarde juntos, fumando y riéndonos. A las pocas horas, él me abrió su corazón y me contó muchas cosas de su vida y su adulterio que no voy a poner sobre el papel; yo no me atreví a hacer lo mismo.

Al día siguiente, regresaron a Madrid en el vuelo de las 7,50. La chica lo acompañaba en silencio. Enrique me saludó al verme, alegrándose de la coincidencia. Es evidente que mi alegría fue mayor.

Se separaron al llegar al aeropuerto. Ella se dio la vuelta un par de veces, contemplando impotente la pérdida de su amante. Enrique caminó de frente, sin volver la vista atrás; supongo que, en esos momentos, ya la había olvidado.

Soy consciente de que mi investigación concluye aquí, que mi seguimiento ha finalizado. Sin embargo, somos amigos, le insto para vernos todos los días, lo persigo por las calles cuando no estamos juntos. Desde hace unos días ha empezado a esquivarme.

Pero lo siento, Enrique. No puedo desprenderme de ti.

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