miércoles, 26 de noviembre de 2008

El flautista

Yo antes era el alcalde de esta ciudad. Y he de confesar, sin que ello parezca algún tipo de vanidad, que era una ciudad hermosa a su manera. Las calles, si no cubiertas de adoquines, al menos lo estaban de un gentío feliz al que tampoco parecía importarle los muros cuarteados ni las casas medio derruidas que atestaban esta localidad. Pero eso era antes de que todas las falacias que se han ido pregonando últimamente ahondaran en el espíritu de mis ciudadanos y me despojaran de mi cargo, arrojándome a la inmundicia y la miseria.

Todo empezó el día que aquel canijo llegó a mi pueblo. He tenido que escuchar durante los últimos meses embustes cada vez mayores sobre la fisonomía de ese personaje: unos recuerdan a un tipo alto y enjuto, otros añaden un aire taciturno; ¡incluso hay algún osado que lo ha calificado de atractivo! Nada más lejos de la realidad. Oídme bien: el hombre que aquel día llamó a mis puertas no era más que un enano, con una cara boba y amoratada que señalaba a todas luces la procedencia de su estupidez. Sostenía en sus manos un objeto que en otros tiempos debía haber sido una flauta, y se ofreció para librarme de una hipotética plaga de ratones que asolaba la ciudad. Lo despaché deprisa y sin muchos miramientos, tenía otros asuntos más importantes de los que ocuparme.

La siguiente noticia que tuve de aquel lunático fue unos días después, cuando me enteré de que lo habían arrestado por provocar disturbios. Según mis fuentes de información, el pobre hombre iba brincando por las calles mientras silbaba algunas notas discordantes, algunas veces con su vieja flauta, y de vez en cuando se agachaba para introducirla por las alcantarillas buscando, supongo, las ratas que estaban arrasando nuestra ciudad.

Fui a verlo a la celda. Lo encontré sentado y tembloroso en una esquina, con la mirada fija en la pared de enfrente; de pronto se levantó y saltó sobre la cama, profiriendo gritos aterrorizado. Decía haber visto ratones a través de unos agujeros en la pared. Me dio tanta lástima que di orden de que lo liberaran y que, de paso, le sirvieran un vaso bien cargado de alguna bebida fuerte.

Sin embargo, en cuanto se abrieron suficiente las puertas de la celda, aquel desgraciado salió corriendo, se escurrió entre los guardias de la entrada y comenzó a gritar por las calles, sacudiéndose monstruos invisibles de la ropa y del cabello. Los niños, que jugaban en el parque de enfrente, se acercaron al hombre extraño y gracioso, riéndose y mofándose; ante aquellas burlas pueriles, aunque no por ello desprovistas de crueldad, el hombre agarró su flauta, se la acercó a la boca y podría jurar que de ella salió el sonido más agudo y sobrecogedor que he escuchado jamás. Después, huyó desesperado hacia la salida del pueblo, cruzó el río y se adentró en el bosque, siempre seguido de aquel corrillo infantil que no parecía dispuesto a abandonar a un individuo tan entretenido.

Lo que ocurrió después, nadie lo sabe. Pero transcurrieron las horas y los niños no volvieron; ni aquel día, ni al siguiente. Todavía algunos tienen la esperanza de que, quizás, vuelvan alguna vez.

Al poco tiempo, rumores extraños llegaron hasta la alcaldía y comencé a encontrar rostros huraños. Tuve que buscar un aplomo del que carecía para hacer frente a los comentarios sobre mi avaricia, mi soberbia y mi falta de gratitud hacia aquel hombre que me había ofrecido sus servicios, pues era indudable la ausencia de ratones por las calles de la ciudad. Creo que fue en aquel momento cuando comencé a gritar y a jurar como una persona que ha perdido definitivamente el juicio.

Me relegaron de mi cargo y, con el tiempo, perdí mi casa. Aproveché mi nueva situación de viandante persistente para indagar los alrededores. Un día que caminaba por la orilla del río encontré junto a una roca una flauta bastante podre. La rescaté de la crueldad de las aguas y la guardé en un bolsillo de mi chaqueta. Desde entonces la llevo conmigo. A veces, cuando la miro, me pregunto qué fue de ese infeliz.

Y me sorprendo recordándolo al igual que otros como “el flautista”, cuando, si hay una cosa cierta, es que aquel canalla no había tenido en su vida ni una sola noción de solfeo.

1 comentario:

Chuli dijo...

venga va... aquí tienes tu comentario!!! =D
me gusta la historia esta del Flautista... y poco a poco ya le iré echando un ojillo a tooooodas las que tienes escritas!!jeje!!

Si no eres tú... ¿quién será-será?