miércoles, 11 de marzo de 2009

El vendedor de ilusiones

Lucía se dio la vuelta en la cama, desperezándose lentamente. Su marido, de espaldas a ella, se miraba en el espejo terminando de hacerse el nudo de la corbata. Lo observó en silencio, estudiando el inmaculado traje azul marino que ella misma le había preparado el día anterior, la camisa clara, la corbata de rayas... Los ojos inexpresivos que la miraban con fijeza.
- Estás despierta -aventuró él.
- Mmmh...- respondió Lucía.
Terminó de anudarse la corbata y se giró hacia ella, se agachó con cuidado y le dio un beso cortés en la mejilla.
- Llevo ya la maleta... No creo que me dé tiempo a pasar por casa. ¿Estarás bien sin mí?
Lucía se incorporó y vio la maleta a los pies de la cama. Con voz aún soñolienta preguntó:
- ¿Adónde vas?
- ¿No te acuerdas? - le recriminó él-. Te lo dije ayer por la noche. Me voy a Nueva York una semana. Cosas de negocios -hizo una mueca de hastío con la boca.
- Ah sí -respondió ella evasiva; bajó la cabeza sonrojada y, mirando hacia otro lado, murmuró indecisa – Lo siento... No me acordaba.
Su marido le puso una mano sobre la cabeza durante unos segundos, como una caricia vaga. Después se levantó, agarró la maleta y, con una última mirada de despedida, se marchó sonriente.
Lucía dio vueltas sobre la cama, adormilada, durante un par de horas. Después se levantó y se arregló con esmero: Eligió un vestido verde esmeralda que hacía juego con sus ojos, se alisó el cabello y lo recogió en una coleta estudiadamente descuidada, se calzó unos zapatos de tacón fino y se miró en el espejo con agrado.
Por último, cogió su abrigo viejo y su bolso de imitación, pasó rauda ante el espejo y salió de casa.
Se dirigió a un centro comercial cercano. De camino al supermercado, se detenía ante los escaparates de las tiendas de moda, deleitándose con las infinitas variedades de vestidos, blusas, pantalones, abrigos... No miraba los precios. Tampoco se atrevió a entrar en ninguno de los establecimientos.
Permaneció diez minutos delante de una tienda de ropa de baño, pensando en la lista de la compra. De pronto observó que se le acercaba una mujer rubia por su lado derecho; giró disimuladamente la cabeza hacia la izquierda, esperando que la mujer ignorara su presencia.
- ¡Lucía! -exclamó la mujer con sorpresa.
- Hola, Vanesa -saludó resignada.
- ¡Cuánto tiempo! -dijo mientras daba dos besos al aire cerca de sus orejas -. ¿Qué tal estás? -preguntó con una amplia sonrisa; descubrió de pronto el escaparate cercano, lleno de bañadores, y le guiñó un ojo-. ¿Haciendo compras de última hora? ¡Qué suerte tienes, chica! ¡No sabes la envidia que me das! La última vez que mi marido preparó un viaje romántico... ¡No sé si conseguiría acordarme! -soltó una gran carcajada.
- En realidad yo no... -comenzó Lucía, desconcertada.
- ¿Y dónde vais esta vez? ¿Islas Fiji? ¿Punta Cana? ¿Hawaii? ¡Dentro de poco habréis recorrido el mundo entero! Y mientras tanto mi pobre Jonathan trabajando sin parar -le recriminó con dulzura-. Bueno, querida, tengo que marcharme. ¡No todas tenemos la suerte de que a nuestro marido le den una semana de vacaciones! Te dejo con tus compras. ¡Podríamos vernos la semana que viene y me cuentas! ¡Pasadlo bien! ¡Un beso!
Lucía contempló la espalda de la mujer hasta que desapareció tras la esquina. Deambuló durante media hora; de vez en cuando se detenía y fruncía el ceño, o miraba a uno y otro lado como buscando algo. De pronto descubrió un escaparate lleno de abrigos y entró desafiante en la tienda. No se entretuvo mirando y probando; buscó uno de piel de la talla correcta y lo llevó hasta la caja.
Su aspecto decidido se derrumbó al salir por la puerta. Temerosa y avergonzada, no se atrevía a devolver la prenda. Miró el reloj y caminó con paso rápido hasta el coche.

El edificio de oficinas se alzaba sobre una calle céntrica de la ciudad; su altura destacaba sobre el resto de edificios vecinos. Era una zona de aparcamiento difícil y Lucía decidió utilizar un parking público para ahorrar tiempo. Después, con el corazón en la boca, corrió hasta la entrada del edificio.
Se detuvo frente al ascensor, inspirando y espirando repetidas veces con el fin de conseguir aliento.
Subió hasta la décima planta; cuando se abrieron las puertas del ascensor, se encontró en un amplio espacio donde, lo que le parecieron cientos de personas, trabajaban a un ritmo frenético. Se adentró con pasos indecisos en el bullicio, tratando de orientarse y recordar el camino.
Al fin llegó hasta una puerta que ostentaba el nombre de su marido en grandes letras negras. Al traspasarla, una secretaria le dio la bienvenida con una sonrisa.
- Buenos días, señora Jiménez. No la esperábamos hoy. Veré si su marido está disponible.
- Gracias.
Esperó durante 5 largos minutos, hasta que llegó su marido con una sonrisa malhumorada. Le pasó el brazo por la espalda, acercándola hacia sí mientras le daba un beso en la mejilla.
- ¿Qué haces aquí? Estoy hasta arriba de trabajo. No tengo mucho tiempo.
Lucía se mordió los labios, rehuyendo la mirada inquisitiva de su marido. Una niebla espesa pareció inundar sus pensamientos; de pronto no sabía explicar el motivo de su visita. Su marido, impaciente, soltó un bufido resignado y se metió las manos en los bolsillos.
- Esta mañana he encontrado a Vanesa...-logró pronunciar Lucía.
- ¿Me has hecho salir de una reunión para decirme eso? -preguntó él tras unos segundos.
- No... En realidad, yo... No sé... Me dijo unas cosas muy extrañas -Lucía se se restregó la frente con la palma de la mano, tratando de disolver así la niebla.
- ¿Qué cosas extrañas?
- No sé... Habló sobre tu viaje... Pero ella creía que nos íbamos los dos, de vacaciones. Dijo que te habían dado una semana -Lucía miró avergonzada a su marido, esperando su respuesta. Tardó unos segundos en reaccionar; de pronto, estalló en una carcajada breve, y le preguntó con una sonrisa congelada:
- ¿No lo dirás en serio?
Lucía pestañeó con desconcierto.
- ¡De vacaciones! ¿Has oído, Bea? -le preguntó a su secretaria, que al escuchar su nombre alzó la cabeza sonriendo-. ¡De vacaciones! ¡Y ella se lo ha creído!
La secretaria rió educadamente.
- Cuéntale, Bea; venga, dile dónde me voy de vacaciones -pidió con tono burlón.
- ¿No se va usted a Estados Unidos? -aventuró Bea.
- A Nueva York, eso es. Voy a reunirme con unos clientes, ¿no es así? -interrumpió de nuevo a la secretaria, que había vuelto a su trabajo. Ella alzó la cabeza, sonrió distraídamente y se sumergió de nuevo en su tarea.
- ¿Alguna pregunta más? -le dirigió a su mujer una mirada socarrona. Ella inclinó sumisa la cabeza; oyó que él suspiraba con hastío-. Mira, no sé de dónde habrá sacado Vanesa esa idea, pero yo tengo un vuelo dentro de tres horas y todavía tengo que arreglar unos papeles -se dio la vuelta y exclamó:
- ¡Vacaciones! ¡Sí, supongo que a ese inepto de Jonathan le parecerán unas vacaciones! ¡Su cerebro obrero jamás entenderá este tipo de trabajo! ¡Por eso está anclado en esa basura mientras su envidiosa mujer te mete pájaros en la cabeza! -se volvió de nuevo hacia su mujer-. No deberías hablar con esa chusma, querida, no son buena compañía.- Le alzó el rostro empujándole la barbilla con el dedo índice-. ¿Me harás caso?
- Está bien- concedió Lucía.
- Buena chica.
Lucía titubeó unos segundos.
- ¿Pasa algo más? -preguntó él.
- No, sólo... Antes compré un abrigo -dijo Lucía cerrando los ojos.
- ¿Un abrigo? ¿Cuánto te costó?
Lucía le dijo el precio.
- ¿Cómo has podido gastarte tanto dinero en un abrigo? -le recriminó-. ¿Sabes lo que me cuesta ganarlo? ¿Te crees que somos ricos? -la miró amenazante-. Pues tendrás que devolverlo.
- ¿No podría quedármelo? ¿Sólo por esta vez? -suplicó Lucía-. Me da vergüenza salir con este abrigo a la calle. El otro día me encontré con una antigua amiga... Me miró de una manera... No me gustó.
- ¿Crees que a mí me gusta que vayas así? Pero no podemos permitírnoslo -le dijo con dulzura-. Supongo que tu amiga tuvo la suerte de casarse con un marido rico, pero yo no puedo pagarte esos caprichos.
- Está bien -aceptó finalmente Lucía-. Lo devolveré.
- Así me gusta -le dio un beso en la mejilla, menos breve que los acostumbrados-. Tengo que irme, ya he perdido bastante tiempo. Nos vemos la semana que viene.

Lucía llegó a casa exhausta. Comió frente al televisor y luego se tumbó en el sofá. Cuando empezaba a adormecerse, sonó el timbre de la entrada. A través de la mirilla vio a su amiga María y abrió la puerta.
- No me acordaba de que venías esta tarde -se disculpó desperezándose.
- Siento haberte despertado -le correspondió María-. ¡Estoy tan nerviosa por esta noche!
Lucía miró a su amiga con cierta envidia.
- Así que hoy te presenta a su familia, ¿eh?
- Sí -contestó ella mientras dejaba su abrigo en el ropero de la entrada-. ¿Seguro que no te importa dejármelo?
- Seguro -confirmó Lucía-. Ven y te lo enseño.
María la siguió ansiosa, entró tras ella en la habitación y se sentó en la cama cuidando de no arrugar el cobertor.
Lucía abrió el cajón de la cómoda, sacó un estuche y lo abrió ceremoniosa. En su interior se distinguía un collar de perlas negras engarzadas en oro. Lucía lo alzó orgullosa sosteniéndolo con cuidado en su mano derecha.
- Es precioso -sentenció María.
- Es el único regalo bueno que me ha hecho mi marido -dijo Lucía emocionada.
- Te quiere mucho -afirmó su amiga.
- Supongo...
Lucía contempló fascinada aquel collar entre sus manos, recordando el momento en que su marido se lo había regalado.
- Me lo dio antes de casarnos -contó Lucía-, en un viaje que hicimos a Italia. Fue uno de los momentos más felices de mi vida.
- Lo cuidaré bien, te lo prometo – aseguró María. Cogió el collar y dejó que rodara dentro de sus manos. Al darse la vuelta algunas perlas, descubrieron minúsculos puntos blancos en algunas de ellas.
Lucía lo recogió rápidamente, pero el silencio de su amiga le confirmó que el descubrimiento había sido compartido. Sintió que un calor inmenso le inundaba las mejillas y se dio la vuelta. Contempló detenidamente sus preciosas perlas, dándoles vueltas y examinando las muescas evidentes.
Oyó una voz acongojada a sus espaldas:
- Lo siento.
- Tú no tienes la culpa.
María se levantó sin hacer ruido y comprobó la expresión indescifrable del rostro de Lucía. Fue hasta la entrada, cogió su abrigo y volvió a la habitación. Lucía se encontraba frente a la cómoda, removiendo las perlas entre sus manos; unos segundos después, las dejó caer con gesto trágico sobre el cajón. Mientras lo cerraba con la mano derecha, su mirada descubrió la alianza matrimonial; lo giró con los dedos de su mano izquierda, arañándolo de vez en cuando. Poco a poco levantó la cabeza y dirigió una mirada ausente al espejo, rotando todavía el anillo entre sus dedos.
María se acercó a ella y le acarició el brazo, pero Lucía no se movió. Se maldijo en silencio por haberle pedido el collar de perlas.
- ¿Estás bien?
Lucía se volvió lentamente hacia su amiga. Sus ojos húmedos contrastaban con la contracción firme de sus labios.
- Sí – contestó con sorprendente decisión-. ¿Te importa si nos vemos otro día? Tengo que preparar unas maletas.

1 comentario:

Sturm dijo...

estaba ansioso por llegar al final del relato y ver en que direccion lo habias terminado. creo q es el q todos necesitabamos xq, xa q keremos una literatura q simplemente imite y agote una realidad q nos resulta dolorosa, en vez de jugar con las posibilidades q ofrece? es el unico placer que personalmente encuentro en la escritura de memoria... y, aunq no te hayas dado cuenta, con una fuerte carga moralista.

tq