sábado, 28 de noviembre de 2009

Olor a jazmín

- Raúl, ¿en qué grupos se clasifican los invertebrados? -preguntó el profesor desde la pizarra. El niño llevaba un rato con la mirada fija en el jersey del compañero de delante y eso le molestaba; nunca atendía, siempre le miraba de esa forma, como si no le viera y él sentía que esos ojos lo atravesaban y le hacían recordar cosas que prefería olvidar. Le enfurecía, ésa era la verdad. Por eso alzó la voz y le gritó: “¡Raúl, baja de las nubes y contesta! ¿En qué grupos se clasifican los invertebrados?”

Raúl brincó en el asiento. Sus pensamientos estaban muy lejos y aquella voz le había hecho volver bruscamente. Titubeó:

- Gusanos...- el profesor se impacientaba; intentó en vano recordar el esquema que había tenido frente a él, durante horas, el día anterior-. Crustáceos...

- No, Raúl, los crustáceos no.

Una mano se levantó tímidamente en otro pupitre.

- A ver, Nieves -la aleccionó el profesor con una sonrisa. Aquella pequeña niña-robot nunca lo inquietaba.

- Medusas, gusanos, moluscos y artrópodos -dijo maquinalmente la niña.

- ¡Ah, sí! ¡Eso! ¡Artrópodos! -exclamó Raúl dándose una palmada en la frente. ¡Cómo si a él le importaran los artrópodos! Y, por cierto, ¿qué eran los artrópodos? Comprobó que el profesor lo ignoraba otra vez y su mirada se sumergió de nuevo en el jersey de enfrente; sus pensamientos volaron por la ventana, intentaba volver a su casa. Aunque, ¿dónde estaba su casa? ¿Sería ese edificio de allá enfrente?

Quería volver a la de antes, ésa que olía a bizcocho por la mañana y a jazmín por la tarde. La casa en la que vivía ahora no olía a nada; sólo en el portal, de vez en cuando, olía a meadas de perro. Y ese olor no le gustaba. A su madre, seguramente, tampoco; por eso ponía siempre esa cara cuando cruzaban la puerta. Claro que por las mañanas, cuando entraba en su habitación y le abría las persianas, le solía despertar con la misma expresión mientras le decía: “Raúl, levanta que hay que ir al colegio”. Y no era porque él no le gustara; sabía que no era así, aunque últimamente su voz, que antes siempre le hacía reír, tenía un deje que le entristecía y le encogía el corazón. Ya no hacía bizcochos por las mañanas; esos desayunos se habían terminado: le compraba unos cereales de maíz, “para que crezcas sano y fuerte” y le daba un paquete de galletas para la merienda del colegio. Pero Raúl no se atrevía a decir que echaba de menos sus bizcochos; a veces, mientras se bebía la leche en el desayuno, la miraba y se inclinaba hacia la mesa, abriendo a medias la boca, pero siempre se detenía antes de comenzar la frase. Su madre ni siquiera lo miraba: sus ojos traspasaban su jersey puesto con prisas, su piel y sus huesos y se clavaban en la pared de enfrente; los ojos de su madre también le entristecían.

- ¡Raúl! -le llamó el profesor de matemáticas-. ¿Qué tipo de ángulo es éste?- le preguntó señalando la pizarra. Raúl miró las líneas que se cruzaban, pero no dijo nada; el jersey de delante se giró y le susurró algo al oído.

- ¡Ah, sí! ¡Obtuso! -exclamó Raúl. El profesor sacudió la cabeza y le conminó: “¡Tú sí que eres obtuso! Es un ángulo recto, Raúl; a ver si atendemos un poco más”.

- ¿Y cuál es este de aquí, Nieves? -La niña se levantó y dijo:

- Es un ángulo agudo.

- Muy bien, Nieves -la felicitó, mientras pensaba que la voz de esa sabelotodo le hacía rechinar los dientes.

Raúl abandonó el jersey de enfrente y se dedicó a contemplar a Nieves. Antes, él también solía saber las respuestas y los profesores siempre le felicitaban; se preguntó cuándo había dejado de importarte lo que los profesores pensaban de él. Sí, debió ser aquel día, hacía ya dos meses, cuando se padre les había anunciado que se marchaba. “¿Y adónde te vas, papá? ¿A Argentina?”; su padre siempre estaba viajando a Argentina; aunque nunca le había preguntando el motivo, sabía que su contestación hubiera sido: “Son asuntos de trabajo, Raúl. Bien sabes que que a mí me gustaría estar aquí, pero alguien tiene que trabajar en esta familia”.

Pero, esta vez, su padre no se iba a Argentina. “No, Raúl. Me marcho”. Raúl recordó que fue entonces cuando su madre puso, por primera vez, ese gesto que tanto le entristecía.

- Raúl, léenos tu redacción sobre los dinosaurios -pidió la profesora de lengua. Raúl la miró sin comprender y, al fin, contestó:

- No la hice, profe.

- Está bien, Raúl. Me hubiera gustado escucharla, pero qué se le va a hacer. Prepárala para mañana. Nieves, léenos la tuya -terminó la profesora. Le aburrían las redacciones de Nieves, carentes completamente de imaginación; aquella niña ni siquiera parecía una niña. Era una lástima lo de Raúl; le emocionaban su candidez y su fantasía, y había algo en sus ojos, siempre buscando un punto donde posarse desoladamente, que le producían un estremecimiento que le recorría toda la columna vertebral, de arriba abajo. Allí estaba otra vez, sumido en sus propios pensamientos; lejos de los otros niños, de ella, de la redacción de Nieves. Sin saber que los demás profesores se inquietaban, a sus espaldas, por su lentitud; sin saber que ella lo defendía. No, eso a Raúl no le importaba.

Raúl intentaba recordar la cara de su padre. ¿Cómo había podido olvidarla? Frunció el ceño y se golpeó la frente, tratando de extraer a golpes un recuerdo de su rostro. Pero lo único que le venía a la memoria era su espalda cruzando el umbral de la puerta mientras en sus manos sostenía unas maletas.

- Raúl, ¿te pasa algo? -le preguntó la profesora. Pero Raúl no respondió. No sabía cómo explicarle que echaba de menos el olor a jazmín. Unas lágrimas comenzaron a cruzar su rostro. La profesora se levantó y le pidió amablemente que saliera de la clase, para tranquilizarse.

- Raúl, cuéntame, ¿qué te pasa? -preguntó la profesora. Y Raúl quería contestar, de verdad. Pero no sabía cómo expresar lo que se puede echar de menos el olor del bizcocho nada más levantarse; le faltaban palabras para explicarle que su madre ni siquiera miraba su jersey, puesto con prisas y con arrugas; que sus ojos le entristecían y que no le gustaba el olor <<a nada>> de su casa. Pero, sobretodo, no se atrevía a decirle que había olvidado el rostro de su padre; aquel rostro que había venerado durante años y que, ahora, se esfumaba de su mente sin dejar rastro. No, no podía decirle nada. Se enjugó las lágrimas y volvió a la clase.

Durante el resto del día, trató en vano de acordarse de la cara de su padre. Al llegar a casa, el olor a jazmín inundaba las paredes. Corrió a la cocina y a su madre, pero no encontró su mirada.

Se dirigió a su habitación, a sentarse enfrente de los libros, aunque era consciente de que no los iba a leer.

Al menos, había recuperado el olor a jazmín. Quizá el resto sólo fuera cuestión de tiempo.

jueves, 27 de agosto de 2009

La resurrección de Marcial

A Marcial no le gustaban los nuevos vecinos franceses. Bueno, ni los italianos; ni los portugueses, ni los alemanes. En realidad, no estoy seguro de que le gustaran tampoco los españoles. O la gente con la que había convivido a diario durante los últimos 40 años.

Algunos atribuían su personalidad huraña a su condición de escritor; claro que también atribuían a esta cualidad el resto de sus numerosas virtudes: Cuando alguien saludaba a Marcial y éste respondía con un gruñido, la persona ofendida solía suspirar y murmuraba: “Es escritor”; cuando el cartero introducía las cartas diligentemente en el buzón, al cabo de pocos instantes Marcial recogía su correo y, tras echarle un vistazo, golpeaba con el puño o con el pie -según correspondiera- su propio buzón haciendo que éste perdiera su estabilidad, el vecino fisgón que en ese momento le observara miraba hacia el cielo, se encogía de hombros y pensaba: “Es escritor”; cuando Marcial entraba en un bar, pedía una pinta y, una vez ésta servida, se la bebía de un solo trago y acto seguido estrellaba la jarra contra la pared, los clientes tanto como el propio dueño lo disculpaban: “Es escritor”.

En realidad, si alguna vez hubieran conocido a algún otro escritor, probablemente se hubieran sentido obligados a retirar su absurda acusación como excusa para su comportamiento; sin embargo, como todavía no se había dado el caso, seguían pronunciando la misma cantinela ante cada situación extravagante en que se veía envuelto Marcial.

Como, por ejemplo, el día en que resucitó.

Todo comenzó un martes, a las 10 de la mañana, cuando Marcial decidió no recoger el correo. A decir verdad, estaba ocupado en algunos asuntos que en ese momento requerían toda su atención.

Sin embargo, los vecinos de X no lo sintieron de esa manera; realmente, no hubieran sabido describir lo que sentían. Acostumbrados como estaban a los ataques de ira de Marcial, aquella mañana se sintieron más felices sin saber por qué, aunque al mismo tiempo presentían que algo no estaba bien.

Al llegar la tarde, cuando los parroquianos se reunieron en el bar acostumbrado, la cerveza y la risa se distribuyeron por igual por todo el local. No fue hasta bien entrada la noche, cuando todos se encontraban ya retirados en su propia cama y con los ojos cerrados dispuestos a dormir, que se dieron cuenta de que en todo el día no había habido ni rastro de Marcial.

Al día siguiente, por supuesto, los rumores no se hicieron esperar. La desaparición de Marcial fue el tema del día, podría decirse incluso que de toda la semana. Las personas más cercanas -al menos espacialmente- afirmaron haber escuchado ruidos extraños durante la noche anterior, aunque no formulaban una verdadera hipótesis que explicara su desaparición; otros, quizá mejor informados -o quizá no- pretendían haber divisado una figura similar a la de Marcial cerca de la estación. Por supuesto, no faltaron los creyentes fanáticos que declararan como algún tipo de exorcismo aquella extraña volatilización, o los románticos que sostenían un amor furtivo como explicación ante tan insólita huida. Sin embargo, la opinión más extendida se refería a algún tipo de muerte fortuita y de procedencia y justicia divinas, aunque nadie podría decir cómo había surgido aquella fantástica idea.

Tras 6 días de divagaciones, algunos vecinos comenzaron a difundir noticias sobre un olor nauseabundo procedente de la casa de Marcial. Así, para silenciar y tranquilizar a los vecinos inquietos, la policía decidió investigar su desaparición

Dos policías fueron a registrar la casa y derribaron la puerta de entrada entre la multitud aglomerada a su alrededor. Uno de ellos, respondiendo a las aclamaciones del público, causó sensación al desenfundar su pistola y se introdujo en la casa apuntando frente a él, como había visto hacer en las películas que solía ver en el cine todos los sábados por la noche. El otro, menos cinéfilo, corrió tras su compañero mirando hacia el suelo, por lo que tropezó con él cuando éste se detuvo. Se colocó a su lado y se arrepintió de hacerlo. El espectáculo era realmente repulsivo.

Un hombre, de unos 40 años de edad, yacía en el suelo con la cabeza abierta; la sangre coagulada y seca estaba desparramada sobre el rostro, el suelo y la escalera. Cerca de mil moscas -al menos eso le pareció al segundo policía- volaban sobre el cráneo fracturado y algún horrible animal -probablemente un perro- había desgarrado la piel en varios lugares del cuerpo.

Los policías retiraron al público indiscreto que trataba de curiosear desde algunas posiciones adelantadas. Llamaron al juez, al forense y a todos los que consideraron oportunos para poder levantar el cadáver de Marcial.

El funeral se celebró al día siguiente. Acudió todo el pueblo, vestido de luto y guardando silencio por el muerto. Algunos incluso se atrevieron a dejar escapar alguna que otra lágrima al escuchar la plegaria del cura, bien por convicción o quizá por todo lo contrario.

Trasladaron el féretro al cementerio, con todos los vecinos de procesión tras él, cabizbajos y aparentemente apenados. De pronto, poco antes de la entrada al cementerio, la procesión se detuvo y a punto estuvieron de dejar caer el ataúd al suelo.

Marcial, frente a ellos, les encaraba desconcertado, con un puro entre los dientes, desde detrás de sus gafas redondas y ahumadas. Durante unos minutos nadie dijo una palabra, tras los cuales todos comenzaron a gritar: “¡Es un milagro!”; “¡Alabado sea el Señor!” y otras exclamaciones similares que suelen pronunciarse en estos casos. Por supuesto, no podía faltar la popular explicación: “¡Es escritor!”.

Marcial, por toda respuesta, gruñó.

Siguió bufando y refunfuñando mientras la policía lo escoltaba a comisaría y le tomaba declaración. Mientras tanto, la noticia de su resurrección se extendía entre las pocas personas que se habían perdido aquel funeral tan espectacular.

Aunque nunca se descubrió la identidad de la auténtica víctima, Marcial fue declarado culpable por unanimidad, si no por el juez, sí al menos por el pueblo, convirtiéndose en una celebridad espeluznante mientras seguía fumando sus puros y estrellando las jarras de cerveza contra la pared del bar. No se percibió ninguna diferencia notable en su personalidad, aunque sí es cierto que dejó de gruñir y bufar ante los saludos de sus vecinos.

Claro que es difícil de saber de forma inequívoca, porque lo realmente cierto es que ninguno de ellos le volvió a saludar.

miércoles, 3 de junio de 2009

La Página Blanca

- ¡Hasta luego, profesor! - se despidieron los alumnos.

Miguel hizo una señal con la cabeza y caminó apresuradamente hacia su despacho. Cerró la puerta con llave tras de sí, inspeccionó todos los rincones y, cuando por fin se aseguró de que estaba solo, encendió tímidamente la lamparilla de la mesa y se sentó en el sillón. Abrió con cuidado el cajón inferior del escritorio y rebuscó por debajo de un paquete de folios en blanco hasta que encontró una hoja de periódico:

“Extraña muerte de un estudiante de Glasgow”, rezaba un pequeño titular al final de la página; “El joven W. P. falleció el pasado domingo a las 3 p.m. Fue encontrado por un familiar en su dormitorio, con un libro en las manos; algunos amigos aseguran que lo había comprado el día anterior a raíz de una extraño rumor, que se ha ido extendiendo por el campus a lo largo del día, acerca de un libro con una página en blanco. Hasta el momento se desconoce la causa de su muerte”.

Miguel había esperado aquel momento desde hacía años. Como profesor de Parapsicología, conocía aquel rumor y lo había estudiado con interés durante mucho tiempo. ¡El “Libro de la Página Blanca”!, recordó; uno de los libros más misteriosos que existen. En cualquier otro momento podrás leerlo y no sucederá nada, no llegarás a apreciar su valor. Pero si lo lees el tercer martes después de la Luna Llena, a una hora determinada... Volvió a leer el recorte con avidez: ¡Las tres de la tarde! Cerró los ojos complacido y se durmió sobre la mesa.

Cuando se despertó, comprobó el calendario con manos temblorosas y se dirigió a la librería. Encontró fácilmente el libro que buscaba; era muy conocido. Miguel se sonrió: ¡Si la gente supiera...!, pensó, ¡Si tan sólo supiera buscar la página...!

Con el libro ya en sus manos, volvió a su despacho. Cerró de nuevo la puerta con llave. Se sentó en el sillón y encendió la lámpara, que iluminó tenuemente la cubierta del libro. Lo acarició con los dedos, ¡por fin!, miró el calendario, hoy es el día, y comprobó la hora: Ya falta poco.

Comenzó la lectura, ojeando cada poco el reloj, observando cómo pasaban los segundos, los minutos, las horas.

A las 2:58 p.m. comenzó a buscar con los dedos sudorosos la tan ansiada página. A las 2:59 p.m., revolvió el libro de adelante atrás, de atrás adelante, pero la página se hacía esperar. A las 3:00 p.m. el libro cayó de sus manos, abriéndose en una pagina aleatoria, llena de líneas y párrafos.

A las 3:01 p.m., los ojos muertos de Miguel se inundaron con las palabras de la página, ahora en blanco, que estaba abierta frente a él.

sábado, 18 de abril de 2009

El sueño de un español

La vida es como se presenta. Deseaba tener una habitación limpia e individual, una cama muy blanca, un lavabo resplandeciente, una mesa con una lámpara de luz suave. Pero debía matar a alguien. Al menos ése había sido el trato.

Había quedado con el dueño el martes a las once y media en una cafetería cercana a la casa en venta. Llegué puntual y me senté en una mesa apartada con la mirada fija en la puerta. Pedí un café solo; tomé un trago largo y me quemé la lengua. Justo en ese momento, un hombre de aspecto extravagante atravesó la entrada. Miró a uno y otro lado a través de sus gafas ahumadas y con paso decidido se acercó a mi mesa.

- ¿Es usted el señor Gutiérrez? -me preguntó. Sin esperar mi respuesta se sentó y pidió una clara-. Está usted interesado en la casa -afirmó sin mirarme-. No le he engañado, el chalet es cómo se describe en el anuncio. Y el precio es inmejorable. Pero debe saber que existen una serie de condiciones -por fin, me miró a los ojos, o al menos eso me pareció; yo no pude distinguir nada tras los cristales oscuros.- Muchos han venido antes que usted y han fracasado. Espero que no me defraude -realizó una breve pausa mientras se bebía la cerveza de un trago-. Venga, le enseñaré la casa y hablaremos de las condiciones -Dejó un billete de 5 euros, se levantó y se dirigió rápidamente hacia la puerta, sin volver la vista atrás. Después de unos segundos de vacilación, decidí seguirle; tuve que apresurarme para darle alcance.

Atravesamos la entrada. Nos encontramos en un largo camino rodeado de manzanos; seguí al vendedor hasta el porche. Al abrir la puerta, la luz de la ventana me cegó unos instantes; parpadeé y giré la cabeza. No entraré en detalles sobre la descripción de la casa, sólo diré que era el sueño de cualquier español. Miré al dueño con la boca abierta, pero él no me prestó atención; estaba acostumbrado a aquella reacción en los candidatos.

- ¿Cuánto? -le pregunté.

- Por favor, señor Gutiérrez, no me haga preguntas estúpidas -contestó con un bostezo suspirado-. El precio es el estipulado en el anuncio. Pero ésa no es la cuestión.

Permaneció en silencio durante unos minutos que me parecieron insoportables.

- ¿Qué estaría dispuesto a hacer por esta casa?- me preguntó de pronto.

- Cualquier cosa -respondí sin vacilar.

Sonrió complacido.

- Ésa es la respuesta que esperaba -respondió-. Bien, hablemos de las condiciones -dijo señalándome un asiento. - Llegamos a un punto delicado, señor Gutiérrez. Todos los candidatos que he entrevistado han rechazado el chalet al exponerles las condiciones. Pero espero que usted sea diferente; tengo el presentimiento de que así es -comenzó-. Verá, señor Gutiérrez, este chalet lo construí yo mismo hace 20 años. Hace poco decidí ponerlo en venta, pero el nuevo inquilino debe amar esta casa tanto como yo. Ésa es la razón de las peculiares condiciones: necesito saber que la persona que la va a ocupar es capaz de hacer cualquier cosa por ella, ¿entiende? Cualquier cosa -esperó unos instantes para que pudiera captar todo el significado de sus palabras-. Es por eso que debe matar a alguien.

Estudiaba atentamente la expresión de mi rostro, intentando adivinar mis pensamientos. Pero, en aquel momento, yo no pensaba nada. Sólo sabía que necesitaba aquella casa.

- ¿A quién? -pregunté tras unos minutos.

- Eso lo dejo a su elección -contestó-. Pero necesito pruebas.

- Entiendo -asentí con la cabeza. Él sonrió y me tendió la mano. Luego nos levantamos y abandonamos el chalet.

Mientras me dirigía a mi casa, empecé a preguntarme a quién sacrificaría. Recordé uno por uno a todos mis conocidos, pero los deseché enseguida; les tenía demasiado cariño. Además, resultaba más fácil que me descubrieran si la víctima se encontraba entre mis conocidos. Después comencé a estudiar los rostros de las personas que se cruzaban en mi camino, pero ninguna logró hacerme sentir deseos de matarla.

Por fin llegué a mi casa. Vivía en el cuarto piso de un viejo edificio; un olor a humedad inundaba la entrada. Una pequeña bombilla invadía de penumbras el rellano, pero mi piso estaba prácticamente a oscuras, sólo iluminado por la luz de la luna que entraba por la ventana. Aún así, aquella habitación con cocina y baño parecía más grande de noche, cuando las sombras alargaban el suelo más allá de las paredes que lo limitaban.

Me encerré durante los siguientes días, no sabría decir cuántos fueron, preparando hasta los últimos detalles del plan que me había propuesto. Cuando por fin salí a la calle, ya había escogido a mi víctima y había decidido el momento.

Esperé hasta la noche delante de su casa. Le vi entrar y salir un par de veces, pero me escondí y estoy seguro de que no llegó a verme. Calculé que serían más de las doce de la noche cuando atravesé la entrada. El camino resultaba sobrecogedoramente romántico. Abrí la cerradura con una ganzúa, sin hacer ruido; había estado practicando muchas horas en los días anteriores y mi mano no temblaba cuando giré el pomo de la puerta.

Subí silenciosamente los escalones; ya en el primer piso, seguí los ronquidos de mi víctima hasta la habitación en la que dormía. Lo encontré boca arriba, con los brazos a los lados del cuerpo, sobre la cama. Tenía los ojos cerrados.

Me acerqué de puntillas hasta la cabecera. Entonces saqué el revólver del bolsillo, le quité el pestillo y coloqué suavemente la boca del cañón sobre su frente.

- Buenas noches -saludé.

El vendedor abrió los ojos; me sorprendió la ausencia de cualquier expresión de sorpresa o temor en su rostro.

- Buenas noches, señor Gutiérrez -me contestó-. Así que ésta es su elección.

No respondí. Él intentó sentarse, pero se lo impedí empujándole con fuerza con el revólver.

- No intente levantarse o disparo -le amenacé.

- Como usted quiera – contestó tranquilamente-. He de reconocer que nadie había intentado esto hasta ahora, tiene usted agallas -cerró un momento los ojos y sonrió con satisfacción-. Le felicito, señor Gutiérrez. La casa es suya.

miércoles, 11 de marzo de 2009

Haikus (2)

Vuelan los silencios.
Dudas y callas:
Te quema dentro.
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Soledad al viento:
la multitud acampa
sobre la esperanza.
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Sonrisa perenne.
Tiemblan los párpados:
Nos entendemos
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Acertijos, enigmas.
Mentiras o ilusiones
que escapan al tiempo.
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La noche aguarda:
una luz brillante
da la esperanza.
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Invierno efímero.
Primaveras saladas.
Verano frío.
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Cayó el ídolo:
quemaron los bosques
de sus escritos.
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Falsa melodía:
despierta tus oídos
hacia el que mira.

El vendedor de ilusiones

Lucía se dio la vuelta en la cama, desperezándose lentamente. Su marido, de espaldas a ella, se miraba en el espejo terminando de hacerse el nudo de la corbata. Lo observó en silencio, estudiando el inmaculado traje azul marino que ella misma le había preparado el día anterior, la camisa clara, la corbata de rayas... Los ojos inexpresivos que la miraban con fijeza.
- Estás despierta -aventuró él.
- Mmmh...- respondió Lucía.
Terminó de anudarse la corbata y se giró hacia ella, se agachó con cuidado y le dio un beso cortés en la mejilla.
- Llevo ya la maleta... No creo que me dé tiempo a pasar por casa. ¿Estarás bien sin mí?
Lucía se incorporó y vio la maleta a los pies de la cama. Con voz aún soñolienta preguntó:
- ¿Adónde vas?
- ¿No te acuerdas? - le recriminó él-. Te lo dije ayer por la noche. Me voy a Nueva York una semana. Cosas de negocios -hizo una mueca de hastío con la boca.
- Ah sí -respondió ella evasiva; bajó la cabeza sonrojada y, mirando hacia otro lado, murmuró indecisa – Lo siento... No me acordaba.
Su marido le puso una mano sobre la cabeza durante unos segundos, como una caricia vaga. Después se levantó, agarró la maleta y, con una última mirada de despedida, se marchó sonriente.
Lucía dio vueltas sobre la cama, adormilada, durante un par de horas. Después se levantó y se arregló con esmero: Eligió un vestido verde esmeralda que hacía juego con sus ojos, se alisó el cabello y lo recogió en una coleta estudiadamente descuidada, se calzó unos zapatos de tacón fino y se miró en el espejo con agrado.
Por último, cogió su abrigo viejo y su bolso de imitación, pasó rauda ante el espejo y salió de casa.
Se dirigió a un centro comercial cercano. De camino al supermercado, se detenía ante los escaparates de las tiendas de moda, deleitándose con las infinitas variedades de vestidos, blusas, pantalones, abrigos... No miraba los precios. Tampoco se atrevió a entrar en ninguno de los establecimientos.
Permaneció diez minutos delante de una tienda de ropa de baño, pensando en la lista de la compra. De pronto observó que se le acercaba una mujer rubia por su lado derecho; giró disimuladamente la cabeza hacia la izquierda, esperando que la mujer ignorara su presencia.
- ¡Lucía! -exclamó la mujer con sorpresa.
- Hola, Vanesa -saludó resignada.
- ¡Cuánto tiempo! -dijo mientras daba dos besos al aire cerca de sus orejas -. ¿Qué tal estás? -preguntó con una amplia sonrisa; descubrió de pronto el escaparate cercano, lleno de bañadores, y le guiñó un ojo-. ¿Haciendo compras de última hora? ¡Qué suerte tienes, chica! ¡No sabes la envidia que me das! La última vez que mi marido preparó un viaje romántico... ¡No sé si conseguiría acordarme! -soltó una gran carcajada.
- En realidad yo no... -comenzó Lucía, desconcertada.
- ¿Y dónde vais esta vez? ¿Islas Fiji? ¿Punta Cana? ¿Hawaii? ¡Dentro de poco habréis recorrido el mundo entero! Y mientras tanto mi pobre Jonathan trabajando sin parar -le recriminó con dulzura-. Bueno, querida, tengo que marcharme. ¡No todas tenemos la suerte de que a nuestro marido le den una semana de vacaciones! Te dejo con tus compras. ¡Podríamos vernos la semana que viene y me cuentas! ¡Pasadlo bien! ¡Un beso!
Lucía contempló la espalda de la mujer hasta que desapareció tras la esquina. Deambuló durante media hora; de vez en cuando se detenía y fruncía el ceño, o miraba a uno y otro lado como buscando algo. De pronto descubrió un escaparate lleno de abrigos y entró desafiante en la tienda. No se entretuvo mirando y probando; buscó uno de piel de la talla correcta y lo llevó hasta la caja.
Su aspecto decidido se derrumbó al salir por la puerta. Temerosa y avergonzada, no se atrevía a devolver la prenda. Miró el reloj y caminó con paso rápido hasta el coche.

El edificio de oficinas se alzaba sobre una calle céntrica de la ciudad; su altura destacaba sobre el resto de edificios vecinos. Era una zona de aparcamiento difícil y Lucía decidió utilizar un parking público para ahorrar tiempo. Después, con el corazón en la boca, corrió hasta la entrada del edificio.
Se detuvo frente al ascensor, inspirando y espirando repetidas veces con el fin de conseguir aliento.
Subió hasta la décima planta; cuando se abrieron las puertas del ascensor, se encontró en un amplio espacio donde, lo que le parecieron cientos de personas, trabajaban a un ritmo frenético. Se adentró con pasos indecisos en el bullicio, tratando de orientarse y recordar el camino.
Al fin llegó hasta una puerta que ostentaba el nombre de su marido en grandes letras negras. Al traspasarla, una secretaria le dio la bienvenida con una sonrisa.
- Buenos días, señora Jiménez. No la esperábamos hoy. Veré si su marido está disponible.
- Gracias.
Esperó durante 5 largos minutos, hasta que llegó su marido con una sonrisa malhumorada. Le pasó el brazo por la espalda, acercándola hacia sí mientras le daba un beso en la mejilla.
- ¿Qué haces aquí? Estoy hasta arriba de trabajo. No tengo mucho tiempo.
Lucía se mordió los labios, rehuyendo la mirada inquisitiva de su marido. Una niebla espesa pareció inundar sus pensamientos; de pronto no sabía explicar el motivo de su visita. Su marido, impaciente, soltó un bufido resignado y se metió las manos en los bolsillos.
- Esta mañana he encontrado a Vanesa...-logró pronunciar Lucía.
- ¿Me has hecho salir de una reunión para decirme eso? -preguntó él tras unos segundos.
- No... En realidad, yo... No sé... Me dijo unas cosas muy extrañas -Lucía se se restregó la frente con la palma de la mano, tratando de disolver así la niebla.
- ¿Qué cosas extrañas?
- No sé... Habló sobre tu viaje... Pero ella creía que nos íbamos los dos, de vacaciones. Dijo que te habían dado una semana -Lucía miró avergonzada a su marido, esperando su respuesta. Tardó unos segundos en reaccionar; de pronto, estalló en una carcajada breve, y le preguntó con una sonrisa congelada:
- ¿No lo dirás en serio?
Lucía pestañeó con desconcierto.
- ¡De vacaciones! ¿Has oído, Bea? -le preguntó a su secretaria, que al escuchar su nombre alzó la cabeza sonriendo-. ¡De vacaciones! ¡Y ella se lo ha creído!
La secretaria rió educadamente.
- Cuéntale, Bea; venga, dile dónde me voy de vacaciones -pidió con tono burlón.
- ¿No se va usted a Estados Unidos? -aventuró Bea.
- A Nueva York, eso es. Voy a reunirme con unos clientes, ¿no es así? -interrumpió de nuevo a la secretaria, que había vuelto a su trabajo. Ella alzó la cabeza, sonrió distraídamente y se sumergió de nuevo en su tarea.
- ¿Alguna pregunta más? -le dirigió a su mujer una mirada socarrona. Ella inclinó sumisa la cabeza; oyó que él suspiraba con hastío-. Mira, no sé de dónde habrá sacado Vanesa esa idea, pero yo tengo un vuelo dentro de tres horas y todavía tengo que arreglar unos papeles -se dio la vuelta y exclamó:
- ¡Vacaciones! ¡Sí, supongo que a ese inepto de Jonathan le parecerán unas vacaciones! ¡Su cerebro obrero jamás entenderá este tipo de trabajo! ¡Por eso está anclado en esa basura mientras su envidiosa mujer te mete pájaros en la cabeza! -se volvió de nuevo hacia su mujer-. No deberías hablar con esa chusma, querida, no son buena compañía.- Le alzó el rostro empujándole la barbilla con el dedo índice-. ¿Me harás caso?
- Está bien- concedió Lucía.
- Buena chica.
Lucía titubeó unos segundos.
- ¿Pasa algo más? -preguntó él.
- No, sólo... Antes compré un abrigo -dijo Lucía cerrando los ojos.
- ¿Un abrigo? ¿Cuánto te costó?
Lucía le dijo el precio.
- ¿Cómo has podido gastarte tanto dinero en un abrigo? -le recriminó-. ¿Sabes lo que me cuesta ganarlo? ¿Te crees que somos ricos? -la miró amenazante-. Pues tendrás que devolverlo.
- ¿No podría quedármelo? ¿Sólo por esta vez? -suplicó Lucía-. Me da vergüenza salir con este abrigo a la calle. El otro día me encontré con una antigua amiga... Me miró de una manera... No me gustó.
- ¿Crees que a mí me gusta que vayas así? Pero no podemos permitírnoslo -le dijo con dulzura-. Supongo que tu amiga tuvo la suerte de casarse con un marido rico, pero yo no puedo pagarte esos caprichos.
- Está bien -aceptó finalmente Lucía-. Lo devolveré.
- Así me gusta -le dio un beso en la mejilla, menos breve que los acostumbrados-. Tengo que irme, ya he perdido bastante tiempo. Nos vemos la semana que viene.

Lucía llegó a casa exhausta. Comió frente al televisor y luego se tumbó en el sofá. Cuando empezaba a adormecerse, sonó el timbre de la entrada. A través de la mirilla vio a su amiga María y abrió la puerta.
- No me acordaba de que venías esta tarde -se disculpó desperezándose.
- Siento haberte despertado -le correspondió María-. ¡Estoy tan nerviosa por esta noche!
Lucía miró a su amiga con cierta envidia.
- Así que hoy te presenta a su familia, ¿eh?
- Sí -contestó ella mientras dejaba su abrigo en el ropero de la entrada-. ¿Seguro que no te importa dejármelo?
- Seguro -confirmó Lucía-. Ven y te lo enseño.
María la siguió ansiosa, entró tras ella en la habitación y se sentó en la cama cuidando de no arrugar el cobertor.
Lucía abrió el cajón de la cómoda, sacó un estuche y lo abrió ceremoniosa. En su interior se distinguía un collar de perlas negras engarzadas en oro. Lucía lo alzó orgullosa sosteniéndolo con cuidado en su mano derecha.
- Es precioso -sentenció María.
- Es el único regalo bueno que me ha hecho mi marido -dijo Lucía emocionada.
- Te quiere mucho -afirmó su amiga.
- Supongo...
Lucía contempló fascinada aquel collar entre sus manos, recordando el momento en que su marido se lo había regalado.
- Me lo dio antes de casarnos -contó Lucía-, en un viaje que hicimos a Italia. Fue uno de los momentos más felices de mi vida.
- Lo cuidaré bien, te lo prometo – aseguró María. Cogió el collar y dejó que rodara dentro de sus manos. Al darse la vuelta algunas perlas, descubrieron minúsculos puntos blancos en algunas de ellas.
Lucía lo recogió rápidamente, pero el silencio de su amiga le confirmó que el descubrimiento había sido compartido. Sintió que un calor inmenso le inundaba las mejillas y se dio la vuelta. Contempló detenidamente sus preciosas perlas, dándoles vueltas y examinando las muescas evidentes.
Oyó una voz acongojada a sus espaldas:
- Lo siento.
- Tú no tienes la culpa.
María se levantó sin hacer ruido y comprobó la expresión indescifrable del rostro de Lucía. Fue hasta la entrada, cogió su abrigo y volvió a la habitación. Lucía se encontraba frente a la cómoda, removiendo las perlas entre sus manos; unos segundos después, las dejó caer con gesto trágico sobre el cajón. Mientras lo cerraba con la mano derecha, su mirada descubrió la alianza matrimonial; lo giró con los dedos de su mano izquierda, arañándolo de vez en cuando. Poco a poco levantó la cabeza y dirigió una mirada ausente al espejo, rotando todavía el anillo entre sus dedos.
María se acercó a ella y le acarició el brazo, pero Lucía no se movió. Se maldijo en silencio por haberle pedido el collar de perlas.
- ¿Estás bien?
Lucía se volvió lentamente hacia su amiga. Sus ojos húmedos contrastaban con la contracción firme de sus labios.
- Sí – contestó con sorprendente decisión-. ¿Te importa si nos vemos otro día? Tengo que preparar unas maletas.

sábado, 7 de febrero de 2009

Haikus

Desierto de miedos
todo lo que hoy veo:
ceniza, escombros
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Viento de hojas
siempre noche de otoño.
Barren las horas
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Terraza de invierno:
nieve en mi zapato
barro en el sombrero
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A ritmo de blues
vienen y pasan.
Resaca de palabras
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La luna de octubre
se va sin dejar traza.
Destello de un reflejo en el agua.
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Melodía del silencio.
Sólo yo soy el mismo.
Las dudas callan.
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Huellas borradas.
El camino sin nadie
de almas descansa.
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Mañanas despejadas
tan pronto como esas nubes
cabalguen y se vayan.
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Días dormidos.
Hablando conmigo mismo
de todo y de nada.
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Ruido de niebla.
Me froto los ojos
y escucho.
------------------
Tormenta oprimida.
Después de la lluvia
no queda nada.
------------------
De mañana
cae la niebla.
Las tardes se aclaran.
------------------
Esta madrugada
tarda en salir la luna.
Las estrellas me aguardan.

miércoles, 28 de enero de 2009

Continuación de "El faro" (E. A. Poe)

4 enero

La quietud acostumbrada de los últimos días se impuso durante toda la mañana. El sol inundó hasta los huecos más oscuros de la cámara e iluminó el mar de aguas cada vez más claras. Utilicé el telescopio para avistar peces y algas del fondo marino, algunos de ellos de especie desconocida -al menos para mí- que hubieran sido el deleite de muchos biólogos. Copié sus extrañas figuras en una hoja pero no niego que, debido a su rápido movimiento, no haya en estos dibujos más imaginación que realidad.
Transcurrieron unas cuantas horas antes de que abandonara esta nueva afición. El sol comenzaba a declinar y un viento frío se extendió desde el sudoeste. Decidí recoger mis bocetos y me oculté en el interior del torreón, desde donde seguí escuchando los silbidos intermitentes del aire que el eco, de modo irritante, se esforzaba en imitar dentro de estas paredes.
No volví a salir el resto del día. Para tranquilizar mi espíritu recorrí las escaleras arriba y abajo media docena de veces, las últimas de ellas casi corriendo, mientras numeraba en voz alta los escalones que rodean el interior del faro. Logré contar 268, si bien es posible que alguno escapara a mi numeración.
Neptuno corría a mi lado, no entiendo si por inquietud o sólo para reírse de mí. Ahora descansa apaciblemente sobre la cama.

5 enero
El viento sopla cada vez más fuerte. El mar empieza a agitarse y de vez en cuando una gran ola se arrastra hasta chocar contra el faro. Sin embargo, las nubes siguen sin aparecer y el sol reina en lo alto del cielo. Las luces de la cámara son cada vez más tenebrosas.

6 enero
He avistado unas nubes oscuras en el horizonte. Parecen dirigirse hacia aquí, aunque tal vez me equivoque y sigan un rumbo completamente diferente...
Al caer la tarde me retiré disgustado hacia el interior. Las corrientes parecían dispuestas a arrojarme por la barandilla. Incluso hubo un instante que... Pero no, eso es imposible. En los 6 días que llevo en el faro he tenido ocasión de comprobar, en repetidas ocasiones, la soledad de estos muros.
Aunque...

7 enero
Comprobé con aprensión que las nubes seguían acercándose. Forman un remolino extraño en la superficie del agua; a veces el mar se alza con tal furia que parece fusionarse con el cielo.
Me encerré, como en días anteriores, en esta enorme columna que cada vez me parece más pequeña.
¿Por qué escucharía mis súplicas De Grät? Por primera vez en mucho tiempo, deseé estar en la ciudad, incluso rodeado de esa «sociedad» que tanto he aborrecido... En realidad, no es que haya cambiado mi opinión respecto a ella, sólo extraño el escaso consuelo que alguna vez vislumbré en una situación desesperada...
¡Pero no! No estoy desesperado. Sólo a veces, cuando en la oscuridad de mi habitación el silbido del viento se convierte en un gemido, cuando el murmullo de las olas recuerda a voces lejanas... Entonces daría lo que fuera por un rostro afable.

8 enero
La tormenta aún no me ha alcanzado. Las nubes se han acercado un poco más, pero lo hacen lentamente; sin embargo, el viento sopla aún con más fuerza y a veces... ¡Qué extraño! Me parece percibir tenues jirones de niebla con forma de manos, largas y huesudas, e incluso una vez... ¡Creí ver un rostro!
Es obvio que tengo una gran imaginación. ¿Cómo, si no, podría explicarse que anoche creyera escuchar pasos entre el rumor de las olas? Sin duda se trataría del lamento de estos muros de hierro por el impetuoso oleaje. Y las voces, sin duda, no eran más que el sollozo del aire recorriendo la escalera de la torre. De modo que no tengo de qué preocuparme; ni siquiera si escucho, como esta madrugada, pronunciar mi nombre...

9 enero
Me desperté en mitad de la noche -supongo que sería alrededor de la 1, aunque no me acordé de comprobar la hora por lo extraño del caso- al oír una llamada. No podría negar que se trataba de una voz, aunque me fuera la vida en ello.
La seguí hasta lo alto del fanal y me incliné con precaución por la barandilla. No sabría decir qué pretendía, pero estuve al menos media hora observando el océano. Me sentía fascinado por aquel espectáculo que me brindaba la naturaleza. De vez en cuando una ola me bañaba e intentaba arrastrar, pero resistí abrazándome a la baranda.
Al llegar la mañana, ya no me atreví a salir. No sé si la tormenta por fin ha alcanzado el faro, pues dentro ya no se oye nada... Salvo las voces. Una me llama sin cesar hasta hacer que aborrezca mi nombre; otras me recriminan mi aislamiento voluntario, o se dedican a susurrarme ideas espantosas... Yo intento no escucharlas, ninguna de ellas consigue afectarme.
Pero, entre ellas, hay una risa... ¡Yo sé que conozco esa risa! ¡Lo sé! Hace tiempo me indujo a cometer errores de los que he intentando librarme; me alejé de ella y durante un tiempo no supe más. Luego volvió...
¿Cómo es posible que me haya seguido hasta aquí? Y en estos momentos, cuando el viento y la marea hacen imposibles cualquier intento de huida... ¿Cómo lograré escapar de nuevo?


De Grät cerró el diario y subió por el torreón. Después de 10 días por fin el mar se había sosegado y había logrado salvar la distancia hasta el faro. No había encontrado al vigilante, pero sí un ligero rastro húmedo en las escaleras hacia la puerta de la balconada.
Se inclinó por la barandilla y observó el mar en calma durante unos minutos. Después bajó de nuevo, dirigió una última mirada al faro y, subiéndose en la balandra junto a Neptuno, puso rumbo hacia tierra.