- Raúl, ¿en qué grupos se clasifican los invertebrados? -preguntó el profesor desde la pizarra. El niño llevaba un rato con la mirada fija en el jersey del compañero de delante y eso le molestaba; nunca atendía, siempre le miraba de esa forma, como si no le viera y él sentía que esos ojos lo atravesaban y le hacían recordar cosas que prefería olvidar. Le enfurecía, ésa era la verdad. Por eso alzó la voz y le gritó: “¡Raúl, baja de las nubes y contesta! ¿En qué grupos se clasifican los invertebrados?”
Raúl brincó en el asiento. Sus pensamientos estaban muy lejos y aquella voz le había hecho volver bruscamente. Titubeó:
- Gusanos...- el profesor se impacientaba; intentó en vano recordar el esquema que había tenido frente a él, durante horas, el día anterior-. Crustáceos...
- No, Raúl, los crustáceos no.
Una mano se levantó tímidamente en otro pupitre.
- A ver, Nieves -la aleccionó el profesor con una sonrisa. Aquella pequeña niña-robot nunca lo inquietaba.
- Medusas, gusanos, moluscos y artrópodos -dijo maquinalmente la niña.
- ¡Ah, sí! ¡Eso! ¡Artrópodos! -exclamó Raúl dándose una palmada en la frente. ¡Cómo si a él le importaran los artrópodos! Y, por cierto, ¿qué eran los artrópodos? Comprobó que el profesor lo ignoraba otra vez y su mirada se sumergió de nuevo en el jersey de enfrente; sus pensamientos volaron por la ventana, intentaba volver a su casa. Aunque, ¿dónde estaba su casa? ¿Sería ese edificio de allá enfrente?
Quería volver a la de antes, ésa que olía a bizcocho por la mañana y a jazmín por la tarde. La casa en la que vivía ahora no olía a nada; sólo en el portal, de vez en cuando, olía a meadas de perro. Y ese olor no le gustaba. A su madre, seguramente, tampoco; por eso ponía siempre esa cara cuando cruzaban la puerta. Claro que por las mañanas, cuando entraba en su habitación y le abría las persianas, le solía despertar con la misma expresión mientras le decía: “Raúl, levanta que hay que ir al colegio”. Y no era porque él no le gustara; sabía que no era así, aunque últimamente su voz, que antes siempre le hacía reír, tenía un deje que le entristecía y le encogía el corazón. Ya no hacía bizcochos por las mañanas; esos desayunos se habían terminado: le compraba unos cereales de maíz, “para que crezcas sano y fuerte” y le daba un paquete de galletas para la merienda del colegio. Pero Raúl no se atrevía a decir que echaba de menos sus bizcochos; a veces, mientras se bebía la leche en el desayuno, la miraba y se inclinaba hacia la mesa, abriendo a medias la boca, pero siempre se detenía antes de comenzar la frase. Su madre ni siquiera lo miraba: sus ojos traspasaban su jersey puesto con prisas, su piel y sus huesos y se clavaban en la pared de enfrente; los ojos de su madre también le entristecían.
- ¡Raúl! -le llamó el profesor de matemáticas-. ¿Qué tipo de ángulo es éste?- le preguntó señalando la pizarra. Raúl miró las líneas que se cruzaban, pero no dijo nada; el jersey de delante se giró y le susurró algo al oído.
- ¡Ah, sí! ¡Obtuso! -exclamó Raúl. El profesor sacudió la cabeza y le conminó: “¡Tú sí que eres obtuso! Es un ángulo recto, Raúl; a ver si atendemos un poco más”.
- ¿Y cuál es este de aquí, Nieves? -La niña se levantó y dijo:
- Es un ángulo agudo.
- Muy bien, Nieves -la felicitó, mientras pensaba que la voz de esa sabelotodo le hacía rechinar los dientes.
Raúl abandonó el jersey de enfrente y se dedicó a contemplar a Nieves. Antes, él también solía saber las respuestas y los profesores siempre le felicitaban; se preguntó cuándo había dejado de importarte lo que los profesores pensaban de él. Sí, debió ser aquel día, hacía ya dos meses, cuando se padre les había anunciado que se marchaba. “¿Y adónde te vas, papá? ¿A Argentina?”; su padre siempre estaba viajando a Argentina; aunque nunca le había preguntando el motivo, sabía que su contestación hubiera sido: “Son asuntos de trabajo, Raúl. Bien sabes que que a mí me gustaría estar aquí, pero alguien tiene que trabajar en esta familia”.
Pero, esta vez, su padre no se iba a Argentina. “No, Raúl. Me marcho”. Raúl recordó que fue entonces cuando su madre puso, por primera vez, ese gesto que tanto le entristecía.
- Raúl, léenos tu redacción sobre los dinosaurios -pidió la profesora de lengua. Raúl la miró sin comprender y, al fin, contestó:
- No la hice, profe.
- Está bien, Raúl. Me hubiera gustado escucharla, pero qué se le va a hacer. Prepárala para mañana. Nieves, léenos la tuya -terminó la profesora. Le aburrían las redacciones de Nieves, carentes completamente de imaginación; aquella niña ni siquiera parecía una niña. Era una lástima lo de Raúl; le emocionaban su candidez y su fantasía, y había algo en sus ojos, siempre buscando un punto donde posarse desoladamente, que le producían un estremecimiento que le recorría toda la columna vertebral, de arriba abajo. Allí estaba otra vez, sumido en sus propios pensamientos; lejos de los otros niños, de ella, de la redacción de Nieves. Sin saber que los demás profesores se inquietaban, a sus espaldas, por su lentitud; sin saber que ella lo defendía. No, eso a Raúl no le importaba.
Raúl intentaba recordar la cara de su padre. ¿Cómo había podido olvidarla? Frunció el ceño y se golpeó la frente, tratando de extraer a golpes un recuerdo de su rostro. Pero lo único que le venía a la memoria era su espalda cruzando el umbral de la puerta mientras en sus manos sostenía unas maletas.
- Raúl, ¿te pasa algo? -le preguntó la profesora. Pero Raúl no respondió. No sabía cómo explicarle que echaba de menos el olor a jazmín. Unas lágrimas comenzaron a cruzar su rostro. La profesora se levantó y le pidió amablemente que saliera de la clase, para tranquilizarse.
- Raúl, cuéntame, ¿qué te pasa? -preguntó la profesora. Y Raúl quería contestar, de verdad. Pero no sabía cómo expresar lo que se puede echar de menos el olor del bizcocho nada más levantarse; le faltaban palabras para explicarle que su madre ni siquiera miraba su jersey, puesto con prisas y con arrugas; que sus ojos le entristecían y que no le gustaba el olor <<a nada>> de su casa. Pero, sobretodo, no se atrevía a decirle que había olvidado el rostro de su padre; aquel rostro que había venerado durante años y que, ahora, se esfumaba de su mente sin dejar rastro. No, no podía decirle nada. Se enjugó las lágrimas y volvió a la clase.
Durante el resto del día, trató en vano de acordarse de la cara de su padre. Al llegar a casa, el olor a jazmín inundaba las paredes. Corrió a la cocina y a su madre, pero no encontró su mirada.
Se dirigió a su habitación, a sentarse enfrente de los libros, aunque era consciente de que no los iba a leer.
Al menos, había recuperado el olor a jazmín. Quizá el resto sólo fuera cuestión de tiempo.